El cuerpo de ella, atado con un traje de nudos rojos, gravita sobre un pequeño escenario de leds que se ve desde la calle. Su brazo derecho tatuado con escamas se extiende hacia el piso. Sus enormes caderas amarradas buscan una posición de descanso. Sus senos constreñidos por las cuerdas, como si los halaran de las punticas, se riegan sobre su pecho. Su rostro extasiado cuelga del cuello estirado. Susy ve todo al revés.
Ve al revés al instructor, pelo cano, ojos pequeños, saltones, lúbricos, cuando se para en jarras, pies abiertos, se quita la camisa y dice “de cucho no tengo sino el pelo porque de resto… vea”, y exhibe su pecho hinchado, sus brazos fornidos y su espalda amplia. Todo recién afeitado. Cuando termina de decir la frase sus manos grandes, con palmas ásperas, vuelven a los nudos para asegurar el anclaje de pies que acaba de hacerle a ella.
Hace cuatro horas, cuando apenas llegábamos al taller de bondage, Susy dijo sin pena que era su primera vez. También era la primera vez de su novio, Norman, y ahí está parado, con el torso anudado con un lazo de veinte metros de fibra de yute, mirando cómo a Susy le cuelga ese pelito mono y rosado de su cabeza.
“Se desnudó solita y le vi las cicatrices”, dice la canción que se escucha en el salón de paredes altas, separadas por un tronco de madera que soporta el techo inclinado y el peso de las cuerdas que sostienen el cuerpo. Así, solita, cuando el shibari estuvo ajustado a su cintura pequeña, y los nudos tocaban ese huequito donde se articulan las clavículas con el esternón, y ese punto donde parecen tocarse la columna vertebral y el páncreas, la zona de la pelvis donde se conectan los nervios, se fue quitando la blusa, primero, los brasieres negros con encaje, después.
A las ocho de la noche los nudos que intentábamos hacer siguiendo las indicaciones de Gozo Vital parecían un taller de boy scouts en el que aprendíamos a armar arneses para bajar en rapel la piedra de El Peñol. Pero la desnudez de Susy debajo de las cuerdas rojas ha cambiado el sabor de la cerveza, más dulce, ha variado la música, más sensual, y yo no sé si ahora debo quitarme la camisa y sentir como ella la mirada lasciva de Norman y las cámaras con sus flashes sobre mis teticas.
***
Desde hace un mes, el segundo piso de una sex shop en toda la avenida 80 se convirtió en una sala de teatro erótico, un bar con mesas sobre las que hay libros de dramaturgia del porno y literatura erótica y una galería de curación de arte BDSM (bondage, disciplina y dominación, sumisión y sadismo, y masoquismo). Un espacio para experimentar, aprender, leer y hablar del sexo sin tabú.
Hoy es martes de bondage. Llego con un taxista que me pregunta si a esa hora, siete de la noche, tengo cita para comer en Mario Bross. La cita es al lado, sin comida, respondo, y le pago la carrera. El viejo me mira intrigado. Yo entro por primera vez, digna, a una tienda de sexo.
Me reciben dos caras sonrientes con uniforme de la tienda y me indican el camino. La blancura del primer piso con paredes cubiertas de consoladores, vaginas de látex, lencería y vitrinas con aceites lubricantes y pastillas de viagra contrasta con las escaleras negras que conducen a la segunda planta. Están tapizadas con una felpa vinotinto y rodeadas por una pared forrada con una mujer de cuatro metros, semidesnuda, tocándose la boca. Al final de las escaleras hay una pared roja con un letrero: “Sala Sentidos”, y un sofá victoriano.
Sobre el sofá rojo hay todo tipo de sogas, de fibras naturales de yute, cáñamo y fique y sintéticas de polipropileno y nylon. Hay cortas y largas, con calibres de seis a doce milímetros, entorchadas, rugosas, lisas, verdes, rojas, cafés... Atadas todas, unas sobre otras, dispuestas para el taller.
A la derecha, alrededor de una mesa, un hombre de unos cincuenta años y con el pelo alborotado conversa con dos pelados, Andrés y Daniel, de 20 y 27, socios mayoritarios. “¡Gozo!”, digo pasito, y él se voltea con los ojos brillantes, la barba blanca de dos meses que le ha nacido en la cara, los brazos abiertos, y dice como si me conociera:
—Te estábamos esperando, Maariii. Me abraza.
Separa un par de sillas de una mesa y las arrima a otra donde hay un cuarentón tomando una cerveza. Con la mano le hace señas a una parejita de treintañeros, con chaquetas de Polo Acuático Medellín 87, para que vengan.
—Empecemos por presentarnos — dice Gozo.
Mira al hombre de cuarenta que todavía toma una cerveza, dándole la palabra.
—Me llamo Sergio, soy bogotano pero vivo acá hace cinco años. Profesor de química. Tuve una pareja sado y con ella descubrí la sensación de estar atado.
Parece un hombre solitario, es medio calvo, tiene una sonrisa tierna, y más tarde se dará cuenta de que tiene manos torpes para los amarres.
Gozo mira con una sonrisa a la pareja estrella.
—Yo soy Norman —y no dice más.
No lo necesita. Es un ejemplar vikingo subacuático con músculos que se marcan sin prepotencia cuando hace fuerza con las cuerdas.
—Norman es un amigo de hace años —interrumpe el silencio Gozo—, un nadador que era flaquito y miren, ya es un putas como entrenador de waterpolo.
Norman se ríe y mira a su novia.
—Yo soy Susana y… —sonríe— estoy acá porque tengo curiosidad
Cuando se quite la chaqueta dejará ver el dragón tatuado que tiene en la espalda, los brazos largos fortalecidos por las telas; el vientre firme y las caderas duras de tanto hacer maromas en los tubos de pool dance.
—¿Y tú? —me mira curioso.
—¿Yo? —pensé un rato—. Vine a escribir —y saqué del bolso mi pluma y mi libreta.
—Pero si estás acá es porque alguna piquiñita tenés por ahí —dice Gozo con un gesto malicioso que me sonroja.
***
“Soy instructor de alta montaña y durante treinta años fui competidor de alto rendimiento de rugby subacuático. Siempre he sido muy sexual. Siempre he sido muy lascivo. Muy fuerte, muy hedonista, muy sádico, muy dominante. Muchos dicen que soy un pervertido y sí, lo soy. Soy un pervertido recalcitrado y viejo. El que me digan ¡no! me excita más. Gozo Vital tiene la mitad de la vida que tiene Camilo Goez. Gozo, que era el señor Hyde, ahora es el doctor Jekill que sale a la calle como alguien reconocido, respetable y tan íntegro que puede decirles: ¡¡¡Putaaa!!! Me encantan las perversiones y sé que a ustedes también, pero no lo admiten porque se rigen por una cultura, por un Estado, por una sociedad, por unas normas. ¡Yo soy la norma! Me gusta el dominio, la anarquía, la violencia. Me gusta la pedagogía, Jean Piaget, Vigotsky, el constructivismo, y por eso comparto lo que sé hacer. Hay un mito que dice que en una sesión de bondage abusé de treinta mujeres, pero son habladurías. El que lo dice no sabe que acá hay un contrato oral que hacemos antes de iniciar cualquier sesión y el mío dice: “¿A qué estás dispuesta a someterte después de estar amarrada? Te puedo tocar. Lamer. Chupar. Morder. Meter. Besar. Azotar. Penetrar”. Eso sí, si no te puedo tocar, el contrato se rompe”.