En 2014 estuve en la India, pero me está prohibido hablar de eso.
La cosa es así:
Pedí la visa, me llamaron a entrevista en el consulado, el cónsul me preguntó a qué me dedico y le dije que soy periodista. Antes de la entrevista tuve que llevar impreso un formulario donde se me preguntaba en qué área trabajo (puse medios) y otras minucias, como los nombres y el lugar de nacimiento de mis papás y si había visitado Pakistán, un país con el que la India ha peleado tres guerras desde su independencia simultánea en 1947. Para visitar la India, uno debe tener en la cuenta bancaria un promedio de mil dólares mensuales, que no es mucho, pero mis extractos estaban por debajo de eso y creí que la entrevista era para preguntarme cómo se me ocurría que iba a costearme un mes de viaje por el país que más pobreza concentra en el planeta.
Nada de eso.
Apenas dije que era periodista, el motivo de mi visita al cónsul quedó claro. Yo iba a viajar con un amigo y los dos habíamos llevado juntos los documentos para la visa, pero él no trabajaba en medios: su visa fue otorgada sin entrevista. A mí, en cambio, tras oír la palabra mágica, el cónsul me hizo saber que tenía que pedir una visa de periodista.
Dijo que no significaba que me iba a negar la entrada, solo que debía pagar el doble (parece que no conoce los sueldos del periodismo) y que no podía escribir sobre mi viaje.
Es injusto, le dije.
No estuvo de acuerdo. Es cierto que he escrito algunas crónicas y reseñas de uno que otro destino, pero me estaría engañando si dijera que soy un autor de viajes. Es verdad también que he hecho trabajos periodísticos, pero tampoco me considero un periodista. Mi formación es de comunicador, un término que para muchos es intercambiable con el de periodista. Pero un comunicador en realidad es alguien que no sabe nada y por lo tanto puede hacer muchas cosas: yo hago trabajos de corrección, edición, redacción y, ocasionalmente, periodismo. Mi campo de especialización dentro de la comunicación —por así decirlo— es la edición. No el periodismo. Y la mayoría de los trabajos que hago, al menos la mayoría de los que me permiten vivir de algo, no tienen que ver con periodismo.
¿Por qué dije entonces que era periodista? Por tomar un atajo, supongo. Cuando a uno le preguntan a qué se dedica esperan oír una respuesta directa, no una retahíla como la del párrafo anterior. Y porque no sabía de la ridícula norma india según la cual todo periodista y escritor de relatos de viaje debe pedir una visa especial para visitar el país. De haberlo sabido, probablemente lo habría evitado. Pero al fin y al cabo el periodismo se basa en la verdad, me digo.
Uno es muchas cosas a lo largo de la vida. Estudiante, amigo, compañero, vendedor, cliente, practicante, empleado, cumpleañero, novio, exnovio, novio otra vez. Otra de las muchas posibilidades que tiene uno de ser algo transitorio a lo largo de la vida es la de turista. Uno va, cámara al cuello o no, embadurnado o no de protector solar, a visitar un lugar al que no pertenece. Es algo democrático: independientemente de la vestimenta o de la foto que cada uno se tome o de la forma en que se gana la plata, todos los que recorren un sitio para conocerlo, sin ningún otro motivo que el de estar ahí por estar ahí, son turistas. En sus casas o sus países pueden ser lo que sea, pero frente al monumento o en el palacio o en la ciudad todos están para hacer turismo. Yo puedo ser periodista, si se quiere, o comunicador, pero en el momento en el que viajo soy un turista más, como el amigo con el que viajo, que puede trabajar en una panadería o en construcción y ser ingeniero o administrador. El viaje hermana. Nos une. No importa que el uno tenga una profesión y el otro, otra. O sí. En la India importa. Aunque no existe una visa de ingeniero ni una visa de zapatero, para que un periodista ponga un pie en la India debe pedir una visa que se le ajuste. Para la India, un arquitecto puede ser un turista, pero un periodista nunca deja de ser periodista.
En Mi primer pasaporte, Orhan Pamuk dice que treinta años después de sacar por primera vez el documento para reunirse con sus padres en Ginebra, donde su papá había conseguido un trabajo luego de un periodo en París, se dio cuenta de que alguien había descrito mal el color de sus ojos. “Lo que esto me enseñó fue que —escribe—, contrario a lo que yo había creído, un pasaporte no es un documento que nos dice quiénes somos sino que muestra lo que otros piensan de nosotros”.
Tal vez lo que significa mi visa no es que yo sea periodista, sino que así me ven los demás. O, al menos, la burocracia india. Y para esa burocracia, escribir sobre la India sin autorización del consulado está mal visto. Porque el cónsul no me prohibió escribir sobre su país: me dijo que si quería publicar algo sobre la India podía hacerlo, siempre y cuando se lo dejara ver antes. Ya otra vez una periodista lo había hecho, y le había quedado muy bien, dijo.
No tenía que atravesar medio planeta para darme cuenta de que iba para otro mundo.
“Yo he vivido toda mi vida en la India, un país que se vende a sí mismo como la democracia más grande del mundo (también ha usado adjetivos como la ‘más grandiosa’ o ‘la más antigua’)”, escribe Arundhati Roy. Con más de ochocientos millones de habitantes en capacidad de ejercer el voto, esa afirmación podría ser teóricamente válida. Pero todos sabemos que una cosa es la teoría, y más cuando se trata de política. India parece olvidar que la libertad de expresión es uno de los pilares de la democracia. Y cuando le dice a alguien que puede visitar el país, pero no hacer pública su experiencia, no hay libertad de expresión.
Yo no tenía la intención de escribir sobre mi viaje a la India, pero debo admitir que era una posibilidad. Independientemente de que existiera la idea, no me gustó que me negaran esa posibilidad, que me quitaran la libertad de hacer algo. Y me empecé a preguntar qué pasaría si escribía sobre mi paseo. ¿Qué podía pasar? ¿Me declararían persona non grata? ¿Me negarían la visa en un futuro? Ciertamente, no iba a generar un conflicto internacional.
Poco antes de la fecha de mi vuelo, soñé que estaba de nuevo en el consulado. El cónsul era amable y los dos sonreíamos. Sonriendo, me hacía saber que si publicaba sin su autorización podría terminar en la cárcel durante un año. Supongo que este es uno de los resultados de la negación de las libertades: la represión no nos deja tranquilos ni siquiera durante el sueño.
La visa de periodista tiene una vigencia más corta que la de turista. Normalmente, a los turistas les dan la visa por seis meses, con múltiples entradas. A los periodistas, por tres meses, solo con una entrada. Si quería atravesar una frontera, no podía, por ser periodista. Mi amigo, por no ser periodista, podía ir a Nepal y volver a la India, si quería. Yo tendría que esperarlo a este lado de la frontera. Pero esa no era la idea.
No puedo hablar sobre mi experiencia en la India, pero me atrevo a creer que no está mal si señalo uno de los aciertos de su sistema de transporte. Los tiquetes de tren salen a la venta con tres meses de anticipación, lo que quiere decir que para conseguir los mejores puestos hay que planear con tiempo.