Número 69, septiembre 2015

Bienvenido a la India
Prohibido escribir
Iván Hurtado. Ilustración: Hernán Franco Higuita

En 2014 estuve en la India, pero me está prohibido hablar de eso.
La cosa es así:
Pedí la visa, me llamaron a entrevista en el consulado, el cónsul me preguntó a qué me dedico y le dije que soy periodista. Antes de la entrevista tuve que llevar impreso un formulario donde se me preguntaba en qué área trabajo (puse medios) y otras minucias, como los nombres y el lugar de nacimiento de mis papás y si había visitado Pakistán, un país con el que la India ha peleado tres guerras desde su independencia simultánea en 1947. Para visitar la India, uno debe tener en la cuenta bancaria un promedio de mil dólares mensuales, que no es mucho, pero mis extractos estaban por debajo de eso y creí que la entrevista era para preguntarme cómo se me ocurría que iba a costearme un mes de viaje por el país que más pobreza concentra en el planeta.
Nada de eso.

Apenas dije que era periodista, el motivo de mi visita al cónsul quedó claro. Yo iba a viajar con un amigo y los dos habíamos llevado juntos los documentos para la visa, pero él no trabajaba en medios: su visa fue otorgada sin entrevista. A mí, en cambio, tras oír la palabra mágica, el cónsul me hizo saber que tenía que pedir una visa de periodista.

Dijo que no significaba que me iba a negar la entrada, solo que debía pagar el doble (parece que no conoce los sueldos del periodismo) y que no podía escribir sobre mi viaje.

Es injusto, le dije.
No estuvo de acuerdo. Es cierto que he escrito algunas crónicas y reseñas de uno que otro destino, pero me estaría engañando si dijera que soy un autor de viajes. Es verdad también que he hecho trabajos periodísticos, pero tampoco me considero un periodista. Mi formación es de comunicador, un término que para muchos es intercambiable con el de periodista. Pero un comunicador en realidad es alguien que no sabe nada y por lo tanto puede hacer muchas cosas: yo hago trabajos de corrección, edición, redacción y, ocasionalmente, periodismo. Mi campo de especialización dentro de la comunicación —por así decirlo— es la edición. No el periodismo. Y la mayoría de los trabajos que hago, al menos la mayoría de los que me permiten vivir de algo, no tienen que ver con periodismo.

¿Por qué dije entonces que era periodista? Por tomar un atajo, supongo. Cuando a uno le preguntan a qué se dedica esperan oír una respuesta directa, no una retahíla como la del párrafo anterior. Y porque no sabía de la ridícula norma india según la cual todo periodista y escritor de relatos de viaje debe pedir una visa especial para visitar el país. De haberlo sabido, probablemente lo habría evitado. Pero al fin y al cabo el periodismo se basa en la verdad, me digo.

Uno es muchas cosas a lo largo de la vida. Estudiante, amigo, compañero, vendedor, cliente, practicante, empleado, cumpleañero, novio, exnovio, novio otra vez. Otra de las muchas posibilidades que tiene uno de ser algo transitorio a lo largo de la vida es la de turista. Uno va, cámara al cuello o no, embadurnado o no de protector solar, a visitar un lugar al que no pertenece. Es algo democrático: independientemente de la vestimenta o de la foto que cada uno se tome o de la forma en que se gana la plata, todos los que recorren un sitio para conocerlo, sin ningún otro motivo que el de estar ahí por estar ahí, son turistas. En sus casas o sus países pueden ser lo que sea, pero frente al monumento o en el palacio o en la ciudad todos están para hacer turismo. Yo puedo ser periodista, si se quiere, o comunicador, pero en el momento en el que viajo soy un turista más, como el amigo con el que viajo, que puede trabajar en una panadería o en construcción y ser ingeniero o administrador. El viaje hermana. Nos une. No importa que el uno tenga una profesión y el otro, otra. O sí. En la India importa. Aunque no existe una visa de ingeniero ni una visa de zapatero, para que un periodista ponga un pie en la India debe pedir una visa que se le ajuste. Para la India, un arquitecto puede ser un turista, pero un periodista nunca deja de ser periodista.

En Mi primer pasaporte, Orhan Pamuk dice que treinta años después de sacar por primera vez el documento para reunirse con sus padres en Ginebra, donde su papá había conseguido un trabajo luego de un periodo en París, se dio cuenta de que alguien había descrito mal el color de sus ojos. “Lo que esto me enseñó fue que —escribe—, contrario a lo que yo había creído, un pasaporte no es un documento que nos dice quiénes somos sino que muestra lo que otros piensan de nosotros”.

Tal vez lo que significa mi visa no es que yo sea periodista, sino que así me ven los demás. O, al menos, la burocracia india. Y para esa burocracia, escribir sobre la India sin autorización del consulado está mal visto. Porque el cónsul no me prohibió escribir sobre su país: me dijo que si quería publicar algo sobre la India podía hacerlo, siempre y cuando se lo dejara ver antes. Ya otra vez una periodista lo había hecho, y le había quedado muy bien, dijo.
No tenía que atravesar medio planeta para darme cuenta de que iba para otro mundo.

“Yo he vivido toda mi vida en la India, un país que se vende a sí mismo como la democracia más grande del mundo (también ha usado adjetivos como la ‘más grandiosa’ o ‘la más antigua’)”, escribe Arundhati Roy. Con más de ochocientos millones de habitantes en capacidad de ejercer el voto, esa afirmación podría ser teóricamente válida. Pero todos sabemos que una cosa es la teoría, y más cuando se trata de política. India parece olvidar que la libertad de expresión es uno de los pilares de la democracia. Y cuando le dice a alguien que puede visitar el país, pero no hacer pública su experiencia, no hay libertad de expresión.

Yo no tenía la intención de escribir sobre mi viaje a la India, pero debo admitir que era una posibilidad. Independientemente de que existiera la idea, no me gustó que me negaran esa posibilidad, que me quitaran la libertad de hacer algo. Y me empecé a preguntar qué pasaría si escribía sobre mi paseo. ¿Qué podía pasar? ¿Me declararían persona non grata? ¿Me negarían la visa en un futuro? Ciertamente, no iba a generar un conflicto internacional.

Poco antes de la fecha de mi vuelo, soñé que estaba de nuevo en el consulado. El cónsul era amable y los dos sonreíamos. Sonriendo, me hacía saber que si publicaba sin su autorización podría terminar en la cárcel durante un año. Supongo que este es uno de los resultados de la negación de las libertades: la represión no nos deja tranquilos ni siquiera durante el sueño.

La visa de periodista tiene una vigencia más corta que la de turista. Normalmente, a los turistas les dan la visa por seis meses, con múltiples entradas. A los periodistas, por tres meses, solo con una entrada. Si quería atravesar una frontera, no podía, por ser periodista. Mi amigo, por no ser periodista, podía ir a Nepal y volver a la India, si quería. Yo tendría que esperarlo a este lado de la frontera. Pero esa no era la idea.

No puedo hablar sobre mi experiencia en la India, pero me atrevo a creer que no está mal si señalo uno de los aciertos de su sistema de transporte. Los tiquetes de tren salen a la venta con tres meses de anticipación, lo que quiere decir que para conseguir los mejores puestos hay que planear con tiempo. 

 
Ilustración: Hernán Franco Higuita

 
 
La primera clase se vende rápido (por un viaje de diecinueve horas en primera clase pagamos poco más de treinta dólares entre mi amigo y yo), y pueden agotarse los puestos en todas las demás clases menos una, que es la más barata y para la que los pasajes se pueden comprar el mismo día del viaje. La comodidad, por supuesto, va decayendo. Pero los turistas difícilmente planean, y mucho menos con tres meses de antelación. Uno de los placeres de viajar está en descubrir, en desviarse de la ruta establecida. El acierto del sistema ferroviario está en que, al menos en cinco ciudades, las estaciones cuentan con una oficina para los turistas, para quienes reservan hasta última hora algunos puestos en las distintas clases (allá saben que viajar en tren no es caro para los extranjeros) y a quienes les venden los tiquetes sin necesidad de unirse al caos de las filas.

Pues bien, para la primera parte del recorrido fuimos a una de estas oficinas. Un sij de turbante azul nos ayudó a planear unos cuatro o cinco trayectos: nos dijo cuáles vagones estaban disponibles, nos aconsejó sobre el tiempo de estadía en cada ciudad, nos cuadró el itinerario por unos días. Luego nos dijo que pasáramos a una de las cajas, donde una mujer, al revisar mi visa, dijo que no podía venderme los tiquetes para turistas y que tenía que esperar a ver si, al final, los pasajes que tenían guardados para los extranjeros se liberaban, y entonces sí los podría comprar. Allí se nos reveló que no solo había tenido que pagar más por mi documento, y que no solo tenía restricciones para entrar y salir del país y para escribir, sino que además tampoco podía beneficiarme de las comodidades que la India reserva a sus visitantes. No importaba que mi amigo y yo fuéramos en el mismo plan. Yo había cometido la imprudencia de haber ejercido el periodismo.

Me está prohibido relatar qué pasó en esos trayectos de tren, y no puedo decir hasta dónde me llevaron. Tampoco puedo contar si llegué hasta Bundi, en el Rajastán, ni si un día mi amigo y yo nos pusimos a hablar allí con un australiano en una tienda de té. No puedo decir si las paredes de la tienda estaban llenas de dibujos que los visitantes dejaban en agradecimiento al dueño, ni si él pasaba sucios cuadernos rojos a sus clientes para que le escribieran un mensaje mientras, con los pies descalzos cruzados en posición de loto, machacaba con una piedra los ingredientes del té masala sobre una barra de hierro en el piso. Tampoco puedo comentar si yo escribía o no, ni si lo hacía sobre el fervor que veía por el cuestionable y recién llegado al poder primer ministro, cuando empezó o no la conversación con el australiano. Supongo que podría hablar sobre un australiano que conocí y que llevaba cuatro años viajando por la India, con unos meses fuera, en España y Turquía, pero no podría decir si recorría las carreteras indias en una Royal Enfield. Me está vedado decir si, cuando le conté de la visa de periodista, el australiano se sorprendió y dijo que al fin y al cabo todo el que viajaba en la India estaba escribiendo sobre su experiencia. Porque algo de razón podía tener el australiano, ya jubilado, si es que dijo eso: puede que quienes viajan a la India actualicen sus blogs desde sus computadores portátiles, se la pasen conectados, les hagan saber a los demás sobre su viaje, pero no puedo decirlo. El mismo australiano, tal vez, escribe una columna sobre la India para un periódico indio en inglés. Y puede que estuviera pensando en pedir una visa de residente. Puedo asegurar, sí, que no tenía una visa de jubilado.

Porque hay visas absurdas.
No creo que muchos estarían de acuerdo en que un país otorgara la visa dependiendo de la raza o de la orientación sexual. Cierto, uno no elige nacer negro o blanco o latino, pero sí escoge su carrera. En cualquier caso, eso no quiere decir que no pueda pensar por un momento en salir del país y ser un turista más en una tierra lejos de donde nació. Las vacaciones se tratan, precisamente, de dejar el trabajo por un tiempo. Y cuando uno va a pedir permiso para entrar a conocer un país, espera recibir el mismo trato que reciben los demás, sin importar a qué se dedica.

Lo que esto demuestra es que el recelo que despiertan los periodistas no se limita a los extremistas o a los carteles de la droga o a los políticos corruptos. En la India, el recelo es una cuestión de Estado. Aunque el fin sea el mismo (hacer turismo), al tener una visa especial para los periodistas y otra para el resto de profesionales, la India clasifica a sus visitantes, los estratifica. Tal vez esto no debería sorprender, tratándose de un país donde uno es lavandero o agricultor o jinete de elefantes dependiendo de su casta.

No fui a la India con la intención de escribir sobre mi viaje. Cuando he publicado artículos de algún lugar son resultados colaterales; escribir no es el motivo que me lleva a viajar. Sobre la India pueden decirse muchas cosas, es cierto. Yo no sé hasta qué punto lo habría hecho o, al menos, intentado. Pero desde que el cónsul me dijo que no podría escribir sobre su país, supe que me había dado un tema mejor que reseñar un destino.
Supongo que debo darle las gracias al consulado indio.UC

 
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