“La ciudad se desarrolla, se extiende, se ramifica a la redonda, bien así como encina centenaria. Y si por las ramas se deduce el tronco, por los arrabales habrá que suponerse la cepa de donde nacen”.
El día de la inauguración las palabras del presidente del concejo municipal enmarcaban los cuatro kilómetros hasta La América. Las banderas se cruzaban en el frente de los tranvías. Ciudadano era sinónimo de pasajero: “El tranvía eléctrico… Vedlo ahí, señores, delante de vosotros, sumiso como un esclavo fiel, listo a serviros en cualquier momento, es el vehículo popular por excelencia, el elemento indispensable de la vida ciudadana en todas las naciones del mundo: fácil, seguro, rápido, cómodo, barato, democrático como nuestra índole… Por lo que en él hallan cabida por igual el viejo y el mozo, el potenciado y el mendigo, el grave sacerdote y el estudiante despabilado”.
El tranvía fue un bautizo de hierro y energía para la ciudad. Algo alegraba a la villa luego de los incendios de 1921 que dejaron en ruinas el Parque Berrío. Escombros y tranvía reluciente era el paisaje contradictorio del momento. Medellín crecía siguiendo el orden de los planos, y el ruido de los rieles y las catenarias se convirtió en costumbre, y cada vez era más importante el reloj en la muñeca para medirle el tiempo a los vagones. Poco a poco el asombro se cambió por los reclamos. Los ciudadanos ya no viajaban boquiabiertos sino con el ceño fruncido. Dos crónicas de Ricardo Uribe Escobar muestran qué tan rápida fue esa evolución. En la primera, llamada Tranvía y escrita en abril de 1921 todo es entusiasmo civilizador: “Hasta miedo sentí cuando al llegar a la esquina de don Lisandro Uribe, en plena plaza principal, alcancé a ver unas paralelas de hierro. Pensé que se nos había entrado al marco de la plaza “la yegüita de don Camilo”, como llamaban los envigadeños el ferrocarril de Amagá. Pues no señor. Un policía, como antes llamábamos a los guardias en Antioquia, me sacó del engaño: Es pa’l tranvía, me dijo con aire magistral. Los toqué con el pie, esos polines y esos rieles que, a la misma sombra de la iglesia mayor, vienen a meterse, atrevidos y entradores, en un profano deseo de civilización (…) Buen provecho le haga a los jóvenes la transformación del pueblo en urbe complicada y peligrosa”.
Llegaban las cartas con las quejas de los usuarios y el tranvía apenas tenía un mes rodando. El 12 de diciembre El Colombiano publicaba el testimonio de quien firmaba como “Urbano de la Calle y las Casas”. El tranvía pasaba cuando le daba la gana, cual ruleta, unas veces cada siete minutos, otras cada diez, cada cuarto de hora o cada media si había mala suerte, decía el quejoso. Y la segunda crónica de Uribe Escobar, llamada Otra vez el tranvía, se ocupaba de rematar la ruta luego de sus dos experiencias a bordo: “No me explico por qué motivos –viejo desconfiado– me dejé llevar por el entusiasmo al hablar del tranvía (….) Cuando estrené mis posaderas en uno de los carros eléctricos, me enculequé completamente y quise convertir en aeroplano el tranvía, es decir ponerlo por la nubes, deslumbrado por la bonitura de los vagones y por algún contacto esférico femenino que me tocó en suerte esa ocasión (…) Pues ayer en la tarde volví a hacer la gracia. Había subido yo a Buenos Aires a dar un paseo y se me ocurrió bajar arrastrado. Esperé la máquina en una esquina por más de media hora. Llegó al fin, alcé la mano izquierda, para que lo pararan, me acerqué y de pronto me vi empujado y estrujado y tirado sobre uno de los asientos, porque cuando yo trataba de subir, diez o doce muchachos y cuatro o cinco hombrones se precipitaron a la portezuela, y sin pagar siquiera, casi por sobre mi cadáver, se metieron al carro…”.
En 1938, cuando el tranvía movía cerca de diez millones de pasajeros al año, ya se hablaba de los “lentos cajones rodantes” y el que había sido hermoso ahora era “antiestético”. Hasta el alcalde de la ciudad decía, soñando con el olor de la gasolina, que la labor del tranvía era “misión cumplida”. En 1940 el concejo autorizó al alcalde la conformación de un sistema municipal de buses de transporte público. La suerte de los tranvías tenía ya un sello de defunción oficial. Para 1945 ya había dos mil automóviles, 932 camiones y 894 buses en la ciudad. Los 61 tranvías que rodaban en ese año eran una franca minoría. Era el tiempo de las calles. Algunas rutas no resultaban rentables por el número de pasajeros y el nuevo plan regulador de la firma norteamericana Wiener & Sert marcaba distintas necesidades. El pavimento era la nueva panacea. En 1950 ya solo operaban las líneas de Manrique, Belén y Aranjuez. En el 51 se oyeron las últimas campanadas del tranvía y algunos de los vagones guardados en los garajes de la estación en Manrique terminaron convertidos en las casas de los choferes que habían perdido su trabajo y reclamaban sus derechos pensionales. Ahora la ciudad hablaba de los edificios de los nuevos bancos, de la carretera al mar y la represa de Río Grande. En solo treinta años el tranvía se había hecho viejo e inútil.