Estimado Elmer:
Desde que tus amigos me propusieron escribir para el libro de los treinta años de Latina Stereo, me llené de entusiasmo. Es una emisora que admiro muchísimo y a la que vengo siguiendo con particular devoción desde que puedo sintonizarla a través de internet. Si antes la oía de vez en cuando, ahora no pasa semana sin que me goce, por ejemplo, las dos horas de Oye la charanga, sin que consulte el elepé del mes o sin que me embarque en la chalupa intergaláctica de Afronautas. Latina Stereo me gusta porque alimenta mi pasión de toda la vida por la música del Caribe, pero sobre todo porque exacerba mi curiosidad de coleccionista. Lo conocido y lo extraño, lo propio y lo extranjero: no es fácil cumplir con ambas premisas en el corazón de un melómano y ustedes lo han hecho de maravilla.
Mira tú la paradoja: aunque he ido más de cincuenta veces a Medellín, nunca ha sido por más de una semana. Eso me detiene y me llena de aprehensión a la hora de contar algo sobre la rumba salsera en la Bella Villa. ¿Qué podría decir yo, el hijo de un italiano y una guajira trasplantado a Bogotá, que no sepan ustedes?
Al comenzar los ochenta Medellín estaba dejando de ser la ciudad de provincias que siempre había sido. No diré que se estaba modernizando, o que se estaba volviendo más cosmopolita. Era algo distinto, un movimiento de placas tectónicas cuya razón de ser —el narcotráfico— ya era una realidad cotidiana. Recuerdo muy bien que una noche de 1985 mi amigo Juan Carlos Pérez y yo fuimos a comer a un restaurante en Laureles. Nos acabábamos de sentar, estábamos curioseando la carta, cuando se desató una balacera. Por fortuna no hubo muertos ni heridos, pero el incidente fue como un aviso de lo que se estaba cocinando en la ciudad. A partir de ahí todo me pareció una reafirmación de ese bautismo de fuego.
En aquella época, el epicentro salsero de Medellín estaba en Palacé. Había huecos sabrosos por La Playa o en San Juan, donde era bastante común encontrar grupos de gamines escuchando, absolutamente embelesados, las guarachas de la Sonora Matancera en las inmediaciones de un bar (alguien, algún día, tendrá que documentar ese eterno romance entre la gran orquesta cubana y Medellín). Pero la verdadera esquina del movimiento, the place where the action was, estaba entre Maturín y Amador. Tú ibas, por ejemplo, al Aristi, y te encontrabas con una fauna de camajanes que ya entonces era anacrónica, lo cual no implicaba que dejaran de llamar la atención. Los camajanes, nombrados así por su flacura musculosa, llevaban por lo general el pelo engominado, una camisa de flores remangada hasta el codo (por supuesto: abierta en el pecho), un cadenón de oro falso con algún santo de buena labia en la medalla, pantalones blancos y zapatos boleados con Griffin Allwite. El modelo de todos era, qué duda cabe, el cantante puertorriqueño Daniel Santos, auténtica deidad en una ciudad en la que no faltan las deidades musicales y el responsable de que, como Elvis en Las Vegas, haya en Antioquia una legión de imitadores que le copian desde el traje de bacán floripondio hasta el estilo gangoso de cantar. Todavía hoy me acuerdo de que una noche en El Diferente uno de esos camajanes, arrastrando las sílabas como hacía Daniel Santos cuando entonaba un bolero, trató de convencernos a Juan Carlos y a mí de que Tony del Mar, el más conspicuo imitador del Jefe, se había hecho una complicada cirugía plástica para que su rostro se pareciera tanto como fuera posible al cantor de Virgen de medianoche.
Sin embargo, los clientes más comunes en esos bares de Palacé eran de otro estilo: estudiantes como nosotros, gente de la Nacional o de la Universidad de Antioquia que buscaba un oído y réplica para las conversaciones anticapitalistas, zapateros que iban al Pasaje Coltejer en busca de cueros de distinta gama y luego decidían premiarse con una cerveza, obreros de la construcción —no olvides que allí cerca estaba empezando a construirse La Alpujarra— y sobre todo muchachos de los barrios, Buenos Aires, Boston o La Milagrosa, que parecían estar haciendo casting para No futuro, la película de Víctor Gaviria, y que todo el tiempo hablaban a los gritos. La mayoría llevaba el pelo cortado al rape y una larga cola sobre sus hombros (el típico peinado que luego popularizarían los futbolistas del DIM y del Nacional). Lo curioso es que, pese a la tensión ambiente, a la impresión de desastre al alcance de la mano, a la sensación, absolutamente física, de que algo grave iba a pasar en cualquier momento, era fácil enfrascarse en apasionadas conversaciones con aquellos amenazantes desconocidos. Más de una vez Juan Carlos y yo terminamos compartiendo una cerveza con pelados que, unos minutos atrás, parecían dispuestos a despojarnos de cualquier cosa que lleváramos encima, la vida en primerísimo lugar. En cambio nos poníamos a discutir si Nothing but the truth, uno de los elepés más raros de Rubén Blades, era una traición a su espíritu latinoamericanista, o a corear alguno de los temas que, increíblemente, todos en el bar parecían saberse. Tú sabes que la memoria es engañosa, pero podría sostener con bastante seguridad que en aquellos tiempos eran muy populares dos canciones que hoy en día se nos antojan raras: Cabo de la guardia, de Alfredito Valdez Jr. (ese que dice “Cabo de la guardia / Siento un tiro ahé”) y La culebra de la Orquesta La Conspiración. No me extraña: si repasas la letra de cualquiera de las dos, verás que son trasuntos metafóricos de lo que entonces pasaba en cualquier barrio de la ciudad, fuera bravo o burgués.
Retrospectivamente, yo me explico tanta tensión porque en esos bares apenas se bailaba. Eran lugares pequeños, atiborrados de mesas y sillas, donde la música sonaba a un volumen ensordecedor y donde existía un personaje, el salonero, cuya misión era impedir que la gente se tomara los pocos espacios libres para fajarse en un son de altura o un guaguancó. A la distancia, me da la impresión de que tantos conatos de bronca, tantas peleas, navajinas y balas perdidas fueron la consecuencia de no poder desfogar en la pista la delirante energía que desata la salsa. ¿Cómo no ibas a enojarte si, como en la canción de los Lebrón, estabas “virao y hablando como un babalao” y venía un tipo con su bigotico de arriero a cortarte el happy? ¿Cómo no ibas a perder la paciencia si ahí estaba el “alcapone” tirándote todo ese vatiaje y tú nada que podías responder? Medellín siempre ha sido así: muchas, incontables incitaciones al deseo; pocas oportunidades para satisfacerlo.
Y algo más: en aquellos tiempos, por razones que nunca he podido dilucidar, estaba de moda el color rojo. En los bares de Palacé todo era de rojo: las pupilas de los mariguaneros, la formica de las mesas, la cuerina de las sillas, el plástico de los vasos, las luces de los baños, donde en vez de “hombres” y “mujeres” a menudo se podía leer “tonys” y “nenas”. Tú entrabas a esos lugares y —qué vaina decirlo— era como si sintieras un llamado lumínico de la sangre.