Y al parecer su determinación incluía muchos metros a la redonda porque ni se acercó de nuevo a la esquina. Cuando César le hizo una oferta por su parte de la casa, después de la muerte de la madre, ella estalló en ira. Leyó en la intención de compra inimaginables humillaciones y planes maquiavélicos para echarlos a la calle. Se los enumeró a César, quien estalló en ira también. Al final de una pelea monumental, Oliva le dijo que le diera su dinero y el de Gilberto y bien podía quedarse con la casa si era lo que tanto deseaba. A Gilberto nadie le preguntó su opinión al respecto y terminó yéndose a vivir con ella a una casa más pequeña a dos cuadras de esta que ya no es de él ni de Oliva sino de César y Berta.
Cuando llegan al cementerio, la única voz que se ha escuchado es la de Gilberto. Izquierda, derecha, despacio, cuidado. Si acaso hubo algún comentario suelto de Berta acerca de algo que vio por la ventana y al que nadie le prestó atención. Compran unas flores que elige Oliva y paga César. Después caminan hasta la bóveda que acoge a la tumba de la madre. Gilberto le recibe las flores secas a Berta, quien se queda arreglando un ramo con las nuevas. Ella es la primera que llora con un gemidito fácil, suave. Lo hace con la misma naturalidad con la que sus días saltan entre la consciencia y el delirio. Gilberto se contagia y la releva frente a la lápida cuando ella se va a dar una vuelta. Él llora como pidiendo perdón. Todo lo hace como si pidiera perdón por su existencia. Entretanto, a un par de metros entre él y al doble entre sí, Oliva y César lo miran sin mirarse.
A su turno, César se inclina sobre la lápida y empieza un monólogo gutural que nadie entiende, palabras ahogadas que se resquebrajan a medida que avanza. Cuando está a punto de ceder el dique que contiene sus lágrimas, se incorpora con un gesto orgulloso y se retira varias zancadas a fumar un cigarrillo de espaldas a los demás. Queda el camino libre para que Oliva caiga en sus rodillas y se desborde en un plañido carente de pudor. Sus lamentos alcanzan los corredores aledaños, pasillos con vocación de laberinto.
Una vez saciados, todos se quedan en silencio. Miran el cuadro de mármol como si estuvieran frente a la pantalla opaca de un televisor apagado. Cuando una sombra parte la lápida y divide el nombre de la madre grabado en la piedra, emprenden la retirada. Antes de llegar a un portal enrejado que reparte dos hileras de cipreses, César habla a la nada hablándoles a los demás. Haciendo con su mano un alero innecesario sobre sus cejas, comenta el grado infernal de calor. Los otros asienten y comentan algo parecido, redundante o complementario, da igual. Es en lo único en que se permiten mostrarse de acuerdo hace años.
Sentados en fila en unos escalones, como solía acomodarlos la madre cuando eran niños, comen salpicón. Ven a la gente pasar. Los que viven aquí y los que viven allá, en este instante todos acá. Berta recolecta los vasos plásticos cuando están vacíos, los deposita en una caneca cercana y se suben al Monza. César ejecuta las instrucciones que Gilberto repite sin mayores variaciones pero en sentido contrario. De regreso al barrio, ya la luz está tan débil que se frena completamente en las copas de los árboles. Dejan a Oliva en la esquina donde se subió. Gilberto continúa hasta la casa que antes era suya también pero que ahora es solamente de César y Berta. Todavía le falta guardar el carro en el garaje, donde hibernará hasta dentro de dos semanas. Dos semanas en la que permanecerán unos aquí y otros allá.