En 1979 la prensa deportiva entregó sus titulares a un pequeño país al sur de la cordillera de los Andes llamado Paraguay. Su club de fútbol más antiguo, el Olimpia, se había convertido en el mejor del mundo; primero, al coronarse campeón de la Copa Libertadores tras derrotar al Boca Juniors de Argentina, y luego, campeón de la Copa Intercontinental al vencer al Malmö FF de Suecia.
Empezarían así años de fama para los paraguayos. Ganaron durante seis años consecutivos la liga nacional, y en 1989 estaban de nuevo en carrera por el título continental. Dejaron en el camino a Boca Juniors, al Club Sol de América de Paraguay y al Internacional de Porto Alegre. En la final se cruzaron con un equipo colombiano que nunca había llegado a esa instancia en el torneo, el Club Atlético Nacional. Olimpia hizo alarde de su historia al ganar el primer partido por dos goles a cero.
¿Quién podría entonces juzgar a Jhon Jairo Metaute cuando decidió apostar a los paraguayos? Residente del municipio de Itagüí, a sus 34 años ya era un apostador disciplinado: todos los viernes jugaba a las cartas, al dominó y apostaba a partidos de fútbol mientras tomaba aguardiente o brandy Domecq, su preferido. Cuando se le pregunta por la razón de su apuesta, responde con una sola palabra: odio. Jhon Jairo es hincha del Deportivo Independiente Medellín, rival de patio del Nacional.
Al día siguiente de la victoria del Olimpia en el primer partido de la final, Jhon Jairo llegó a su trabajo, en la Central Mayorista de Antioquia, sosteniendo en sus manos la tradicional camiseta roja del Medellín. Esta hizo las veces de muleta, pues, en sus propias palabras, ese día salió a torear hinchas del verde. Cuando los reconocía, les pedía que demostraran su fe aceptando una apuesta. Todos inflaban el pecho para preguntar el valor, luego se quedaban tiesos. “¿Quinientos mil pesos?”, preguntaban, sugiriendo que había un error en el monto; entonces Jhon Jairo extendía la camiseta y repetía: “Quinientos mil pesos”. Los posibles apostadores se ponían verdes y se iban, momento que aprovechaban los atentos hinchas del Medellín para corear un ole.
En la Mayorista corrió la voz de la apuesta. “¿Quinientos mil pesos?”. En el 89 eso eran cerca de quince salarios mínimos. Para muchos el salario de un año. Le preguntaron un par de veces por qué no reducía el valor, a lo que respondía: “Así no se apuesta; se apuesta duro pa ganar duro”. Entonces seguía arrojando frases provocadoras como anzuelos.
Los apostadores
Fueron los hermanos Duque: Cenen y Mario, propietarios de dos agencias de abarrotes, los que ahogados por el orgullo decidieron hacer algo. Entre los dos reunieron 350 mil pesos y comenzaron una campaña para vincular a otros apostadores. El primero en aceptar fue Daniel Osorio, cuñado de los hermanos, convencido con una frase, “ahora somos familia”. Sin embargo, Daniel participó solo con cincuenta mil pesos. Después de intentos fallidos para convencer a amigos y familiares, y viéndose cortos de tiempo, los Duque echaron mano de sus empleados. Fue Julio, vendedor, quien después de media hora de conversación, insinuaciones y muchos titubeos, aceptó poner los cien mil restantes.
Era tal la fama de apostador serio que precedía a Jhon Jairo, que horas antes del partido sus cuatro rivales le entregaron un cheque al portador por valor de quinientos mil pesos, no sin antes despedirse diciendo en tono socarrón: “Mañana nos das el millón”. Jhon Jairo no respondió, pero en su cara se dibujó una sonrisa maliciosa. Habían picado.
¿Quién era Jhon Jairo para darse el lujo de apostar quinientos mil pesos? Jhon Jairo era un buey. Recibió su yugo a los ocho años, cuando empezó a vender tomates y bolsas plásticas en El Pedrero. A los veintiuno empezó a trabajar como bulteador para una importadora de frutas chilenas en la Mayorista. Desde temprano cargaba manzanas, cerezas, peras, kiwis, ciruelas y duraznos. Nunca se quejó.
En la Mayorista era una figura reconocida por bulteadores, propietarios, vendedores y transportadores. De sus años en El Pedrero solo quedaba un odio hondo por los tomates, una piel roja y curtida por el sol y una habilidad matemática digna de un profesor de escuela.
Ya lo distinguían por su bigote de apostador, por sus carcajadas que se escuchaban varios bloques a la redonda y por su nariz aguileña, con la que solo olfateaba negocios. Seguía madrugando a trabajar a las cuatro de la mañana, pero no cargando bultos sino “echando cuentas”. En el 89 Jhon Jairo ya era el administrador de la importadora.
Nunca había apostado una cantidad que se acercara a los quinientos mil pesos. Muchos se preguntaban cómo un hombre que ahorraba su sueldo con tanta disciplina y que trabajaba tanto por ganar un peso, disfrutaba arriesgando lo que tenía. No entendían que, para Jhon Jairo, apostar era escupir sobre su yugo.
El partido
“Hoy el equipo de todos, en la ciudad de todos, Bogotá”. Con estas palabras comenzó la transmisión de Jorge Barón Televisión. El comentarista no pensaba en Jhon Jairo, que se encontraba en su casa en el barrio Santa María de Itagüí, junto a tres amigos que cumplían con una condición: ser hinchas declarados y orgullosos del DIM.
El partido no se jugaría en Medellín porque el estadio local no contaba con el aforo suficiente. Sin poder asistir al encuentro, muchos seguidores del Nacional se tuvieron que contentar con sacar sus televisores para ver el partido en plena calle. El barrio fue cobijado por el brillo de los voladores, el olor de los sancochos y el sonido de las repetidas canciones dedicadas al equipo nacionalista. Para defenderse del ataque sensiblero, Jhon Jairo subió el volumen del televisor al máximo y cerró las puertas y las ventanas de su casa. Con sus invitados, empezó su propia celebración: bebieron aguardiente y comieron picadas mientras escuchaban los preliminares y se reían pensando en todo lo que se podía hacer con un millón de pesos.
Cuando el partido inició bajo la dirección de una terna de argentinos, medio mundo apuntó sus ojos a la pantalla. En Japón era de especial interés porque al final del año el ganador disputaría la Copa Intercontinental en sus tierras. En Europa querían saber cuál equipo se enfrentaría a su campeón, y en Latinoamérica, el torneo había ganado muchos seguidores desde su fundación en 1960.
Sabiendo que tenían una desventaja de dos goles, los jugadores verdolagas iniciaron con todo el ímpetu que sus cuerpos les permitieron, pero pronto las fuerzas de sus piernas los abandonaron. El partido cayó en un letargo que los paraguayos aprovecharon con algunos contragolpes. “El tiempo camina, el reloj es el enemigo del Nacional”, decía Edgar Perea, narrador designado, quien veía cómo los constantes intentos del equipo colombiano no producían nada.
Quien más jugó en favor del ánimo de Jhon Jairo fue el paraguayo Raúl Amarilla, goleador del torneo con diez anotaciones. Cada vez que se acercaba al arco insinuaba un gol. Con cada uno de sus remates Jhon Jairo hacía una expresión que sus amigos leían como “esto es cuestión de tiempo”.
Para el segundo tiempo, Francisco Maturana, director técnico del Atlético Nacional, cambió a un delantero por un volante de marca. Jhon Jairo se sonrió ante lo que parecía una táctica errada, pero pronto su expresión desapareció. En la punta derecha del campo paraguayo, el balón quedó en poder del Palomo Usuriaga quien envió un centro rasante que pasó entre las piernas de un delantero del Nacional, luego, enfrente del portero paraguayo y, finalmente, rebotó en las piernas del jugador número 13 del Olimpia, Miño, quien convirtió en su propio arco. Así, con el gol más feo en la historia de las finales de la Copa Libertadores, comenzó la penumbra para Jhon Jairo.