Lovaina
A las dos de la madrugada, mientras Jason aspira el acre aroma del bazuco, veo a una niña, arrodillada en un taburete, aún con el uniforme de colegio; hace sus tareas en la mesa, debajo de la nube densa. Su padre, un flaco esmirriado con bigote cantinflesco, es un jíbaro al que le gusta compartir la mercancía con su cliente. Repasa una y otra vez el surullo para que carbure en la llama de una vela, antes de darle a probar de nuevo a Jason. La madre a su vez da vueltas por ahí, dictándole a la niña las posibles respuestas, aunque trastabilla también, entre un plon y otro: ¿las abejas son animales invertebrados, arácnidos, plantígrados?, ¿ninguna de las anteriores? El padre le pide a la niña que se vaya a dormir, pero la mujer rechista:
—¡Vea este bobo tan pendejo! ¿Por qué va a acostar ya a la niña si está haciendo la tarea?
La madre le pide a Jason una ayudita con el deber escolar, entonces él se acerca por detrás para mirar el cuaderno, aspira su cigarro envenenado como si fuera el último.
—Yo creo que la abeja es invertebrada, dice.
Al fondo suena gangosa una canción de Ismael Rivera.
Llave
Desde el balcón miraba la lluvia que empezaba a repicar, sin saber lo que iba a darles a mis hijos al otro día. ¿Cómo iba a mandarlos vacíos para el colegio? Tuve deseos de gritar las palabras más sucias, las mismas que me salen cuando me paso de aguardientes; pero lo que salió fue un susurro: ¡Virgen del Carmen, favorecenos! Lo grité en silencio. Y tal vez estaba cayendo ya un lapo de agua porque me demoré en oír que tocaban la puerta. Me asomé por el ojo de vidrio y vi el rostro de una vecina rechoncha que cargaba la estatua pequeña de la Virgen. Siempre he rogado a la madre de Dios que no se me aparezca porque qué miedo un infarto... La vecina estaba toda empapada a pesar de la sombrilla.
—¿Quiere que le deje a la Virgen esta noche? —me dijo—. Usted reza el rosario, le echa alguna moneda y mañana se la entrega a la vecina del frente. Es una cadena de oración que estamos haciendo.
—Sí, claro —le contesté. La vecina no quiso pasar. Cuando subí las escaleras de dos en dos, escuché el retintín de las monedas que había en el pedestal de la imagen. La llevé a mi cuarto, busqué unas pinzas de uñas y me puse a pescar por la ranura. Saqué también algunos billetes, poquitos. La Virgen apenas me miraba, me sentí culpable, sucia, por robarle de ese modo a la madre de Dios. Cuando escampó fui a la tienda, traje panela, arepas y quesito.
Unos dos meses más tarde, en confesión, casi no le cuento al padre la blasfemia. Me sorprendí con su reacción:
—¿Cómo así doña Margot? Eso no fue pecado sino milagro: ¡usted le pidió a María para sus hijos, y ella se lo dio!
Picacho
Desde ningún lugar de la ciudad el ojo puede solazarse con tanta plenitud como de estas alturas. Quien contempla es el soberano señor de las miradas, el que está por encima de todos. Los muchachos fuman marihuana debajo del Cristo con los brazos abiertos. Ya no miran la ciudad, se enconchan en sus miedos, rumian sus odios, repiten sus gracias. No quieren ver a nadie ni que nadie los vea, me dice la funcionaria, que anota los nombres de todo aquel que sube al cerro:
—Mona, no, a mí no me anote ahí que después es pa ficharme y echarme cana, yo no.
Andan con pantalones cortos, mochos les dicen aquí, demasiado anchos, como los de los boxeadores de los setenta. Sus cachuchas también son excesivas, de viseras rectas que los hacen ver bobalicones. Pero no lo son. Llevan uno que otro tatuaje, collares, algún escapulario. Miran rayado. Las peladas son iguales que ellos. A veces suben y se esconden entre los pinos de más abajo a hacer sus cositas. El aire huele a sietecueros, a hierbas frescas, es templado y tan puro como un cubo de hielo. Desde aquí se ven los colegios a los que ellos no van, los parqueaderos de los buses donde pagan extorsión, las calles empinadas con casuchas de techos de zinc que espejean con los últimos rayos de la tarde. Abajo las monstruosas construcciones de vivienda horizontal, donde se arruma a la gente en escaparates de concreto. Parece que a este valle no le cabe un alma más. Y aquí, justo al lado, el latifundio de un mafioso, heredero del legendario clan de unos hermanos. Duerme solo en un caserón, como algunas gentes de El Poblado y Envigado que viven en casaquintas.
Un velo lechoso cubre este “valle de los perros mudos”. La mujer dice que a veces no puede subir porque las guerras se recrudecen. Los combos andan calientes por un motivo extra. “El que me la hace, la paga”, dicen estos niños que pasaron algunos meses en el reformatorio, los que defienden a muerte su cuadra; una que conocen como nada, y donde han visto más mundo que cualquier agente viajero.
Walkie-talkie
Siempre hay una primera vez. A mí me quitaron un reloj en un puente. “Dámelo si no quieres un pepazo”, me dijo un sardino con ojos volados. A una novia le robaron un reloj frente al Chagualo. Y qué tal esa viejita de la cuadra a la que unos gamines le jalaron dos bolsas del Éxito en las que llevaba cosas podridas de la nevera y demás basuras del fin de semana. Al hermano de Pipe le robaron un jeep Willys, muy conservado, mientras daba la primera vuelta; el primer y último carro que tuvo la familia. Pobre de mi primo al que le quitaron un walkie-talkie la mañana del 25 de diciembre, mientras todos los tíos dormían la fuma de ayer. “¿Y ahora qué voy a hacer con un solo walkie-talkie?”, me decía. “Llamá —le dije—, de pronto te contestan”. Pero esto a nadie le dio risa. Tal vez porque hace días también al abuelo suyo le robaron algo. Salió a dar una vuelta por Laureles, con otro nieto, cuando unos tipos se acercaron. El viejo iba a sacar la billetera pero no le pararon bolas. Iban por su pequeño tanque de oxígeno, de esos que tienen ruedas. Siempre hay una primera vez.
Xiomara
Muchas veces he vuelto a llamar a ese consultorio donde Xiomara contestaba. De nuevo me dicen que no tienen noticias suyas, que ella no volvió por allí. Iba cada viernes a recogerla para dar una vuelta por Las Palmas, a tardiar por el Estadio, o tal vez para entrar en algún hostal de parejas con jacuzzi y colchón de agua. A veces solo íbamos a bailar salsa en el Centro o a ver una película. Como vivía en Santo Domingo, la cogía la noche y le daba miedo irse tan tarde. Prefería quedarse conmigo en el apartamento que yo compartía con un compañero de oficina. Sus últimas palabras podría reconstruirlas una por una:
—Tienes dos opciones —me dijo—, irte a vivir conmigo o dejar que me vaya para Aruba.
—¿Aruba? ¿Y qué vas a hacer en Aruba?
—Vos lo sabés, las mujeres no tenemos más que un cuarto de hora, y yo tengo que aprovechar el mío.
Siempre esquivé los compromisos, no entendía una vida de casado, quería seguir libando mi soltería. Por eso no atendí el pedido que ella me hizo. Después de que colgó pensé que era un truco barato para engrupirme. Pero no fue así. Nunca la volví a ver, no aparece en Facebook, no sé nada. Sueño con viajar a esa isla y buscarla. Tal vez siga allí, no lo sé. Ahora también soy una isla.