1.
Viernes, pasadas las siete de la noche, carrera 47 (Sucre) con calle 54 (Caracas). A una cuadra de distancia está el punto caliente en forma de herradura —carreras 47 y 48, calle 56 entre esas dos—, junto al Parque Bolívar, ese gran punto ardiente en el mapa de la ciudad. A esta hora Sucre todavía está llena de caminantes de toda ralea, de carros, ruido y humo.
Paro a comprar cigarros en la esquina. Dos tombos en una moto se meten en contravía, invaden la acera y se detienen en la puerta del negocio de al lado, un restaurante vegetariano. El parrillero se baja, se dirige a cinco chicas pálidas, temblorosas, uniformadas y con gorrito. “Nos acaban de robar”, dice una morena, con el labio un poco curvado en un puchero. Eran dos, uno pidió el baño prestado, el otro las encañonó. El segundo tenía una camisa de cuadritos, dice la morena. No escucho cómo describe al otro, ya guardé los cigarros, ya voy subiendo por Caracas, tengo una fiesta, esto no es noticia. Vivir por acá me ha enseñado a seguir de largo.
2.
Martes, como a las tres de la mañana. A esta hora no hay carros ni gente, apenas unas cuantas luces encendidas en las ventanas de la veintena de edificios que diviso desde el balcón, al que me asomo de vez en cuando para atisbar esa herradura que resultó tan peligrosa. Procuro hacer recuento de todos los incidentes que he presenciado desde el balcón, los gritos de “cójanlo”, “¡ladrón!”, “hijueputapirobotevoyamatar” y demás agites que solo levantan de la cama a los recién llegados al vecindario. Concluyo que esas cuadras no son más peligrosas que las que las circundan.
Cuando la noche me agarra despierta fisgoneo los tropeles, pero nunca me involucro porque los gatos y las Convivir y los vigilantes privados y los callejosos no se percatan de que los miro desde arriba, y es mejor así. Vivir por acá me ha enseñado a mirar en silencio.
Esta vez también me asomo, aunque los gritos se escuchan lejanos, amortiguados. El salón de ajedrez que hay entre las calles 55 (Perú) y 56 (Bolivia) todavía está abierto. Al lado, cuatro tipos golpean a otro que está tirado en el suelo, mientras en la calle otros cinco observan y dicen cosas como “quién lo manda a robar”. En la calle hay tres taxis mal parqueados. El tipo en el suelo gimotea, dice “no me mate, padre, no me mate”. Es tan larga esa escena repetida tantas veces, tantas veces vista, que vuelvo a entrar y me dedico a otras cosas. Pero el agite sigue, distrayéndome, y cuando asomo de nuevo ya está en la esquina y han llegado más taxistas con ánimo justiciero.
Los vecinos del piso de arriba, que llevan un par de años en el edificio, también presencian la pela. Una vez, hace dos años, en el poste de esa misma esquina, un pelao asesinó a un brujo muy famoso que salía en papelitos de esos que reparten incansablemente por todas las calles del Centro. El muchacho de arriba vio todo, los disparos directos a la cabeza, el intento por hacer que pareciera un robo, el ademán de sacar su propio fierro que hizo el parapsicólogo, los gritos de la hija que lo acompañaba, al pelao cuando salió caminando tranquilo por Sucre. Gritó “asesino, cójanlo, cójanlo”, y al sicario lo cogieron en la Avenida Oriental y lo condenaron, un año después, a veinticinco años de cárcel.
Esta vez el vecino no grita. En la esquina, el apaleado aprovecha para correr mientras los tipos le cuentan al vigilante, el mismo que espanta callejosos de las aceras a punta de hijueputazos, que lo cogieron robando quién sabe qué. Corre media cuadra, y ahí, enfrente del balcón, uno de los taxistas lo agarra por la camisa, lo estrella contra el pavimento, le da patadas en la cara, y otros dos se acercan, y le dan más patadas, en la cara, en el cuello, en el pecho.
El señor de arriba, padre del muchacho que acusó al sicario, les dice con tono conciliador que ya está bien, que por qué mejor no llaman a la policía. Y en una de tantas patadas, ya con el corazón estrujado, oigo salir un grito de mi propia boca, “ey, ey, no lo casquen más”, con el volumen de esos gritos que brotan de la última entraña sin pedir permiso. Y se abren varias ventanas y varias cabezas se asoman, y durante un momento que parece muy largo todo se detiene, las patadas, el vocerío. Y la turba justiciera se dispersa mientras yo me oculto en la oscuridad del cuarto y pienso que mañana voy a tener miedo por haber roto el silencio obligado del voyeur.