Número 64, abril 2015

Oveja negra
Alejandro Múnera. Ilustración: Titania Mejía

 
Ilustración: Titania Mejía
 

Después de mucho tiempo le comenzó a irritar que sus coterráneos se creyeran mejores que los demás colombianos. En Gregorio fue germinando un ansia corrosiva por “abrirse del parche”, montarse en el viento y llegar donde nadie lo estaba esperando ni lo conocía, escapar de la fuerza de atracción de estas montañas y ver al sol esconderse cuando llega la hora y no cuando creemos que se ha escondido.

Tenía razones suficientes para que este pensamiento se sirviera como plato principal, a desayuno, almuerzo y cena en el comedor de la casucha que era su interior. Lo masticaba lenta e impacientemente, veinticinco veces por bocado como recomiendan los nutricionistas y a pesar de todo se lo tragaba entero, lo digería y hasta le hacía siesta, pero al despertar lo regurgitaba. Sufría bulimia de sensaciones, esa gana desmesurada de sentir que difícilmente se satisface.

Le decían que de niño era una plaga que con el correr de los años se fue convirtiendo en peste. Sus padres, ambos abogados reconocidos, se divorciaron cuando él estaba en su adolescencia, resueltos a dejar atrás todos los inconvenientes, todos los dolores de cabeza e infelicidades que se estaban ocasionando. No pensaron nunca que su hijo se divorciaría, sobremanera, del futuro que algún día imaginaron para él, ni que quedarían en los peores términos.

Desde la época del colegio católico en el que lo matricularon, Gregorio determinó que su futuro no pasaría por una carrera que lo arrastrara hasta oficinas, horarios grabados en piedra y jefes pretenciosos. Pronto se decantó por estudiar biología y asistía entusiasta a todas las clases de aquel primer semestre. Rápidamente se apasionó por la botánica. Poseía un talento especial para recordar los nombres de las familias vegetales, por ejemplo las familias Myrtaceae, Sterculiaceae y Magnoliaceae, las relacionaba con los nombres de sus vecinas doña Mirta, Ester Julia y Magnolia, y así interiorizaba la información.

Las ganas de aprender le rebasaban y la universidad desplegaba ante él todas las posibilidades de éxito y de fracaso. “El aeropuerto” de la Universidad de Antioquia lo atrajo con tal fuerza que, a pesar de haber abandonado sus pistas, dejó allí gran parte de su energía, tiempo e ideales. Todos malogrados si no malversados. Se trató de un proceso escalonado, no se sabe si hacia arriba cuando dio rienda suelta a su insaciable apetito de sensaciones y aumentó la potencia y diversidad de las drogas que consumía, o si por el contrario hacia abajo cuando no había más fondo dónde terminar.

Como la mayoría de los jóvenes que hacen parte de las encuestas sobre drogadicción, Gregorio empezó fumando cigarrillo, ya fuera por curiosidad, por sentirse adulto o simplemente porque en su código genético había cierta predisposición para probar todo aquello que ofrece el mundo material. Era materialista y no lo podía ocultar, aunque por su gusto punkero no le sonara bien esa palabra y tratara siempre de explicar que él creía en cosas superiores que no podía entender ni se complicaba en intentarlo. Para acompañar el cigarrillo, una, dos o tres cervezas… ¡por favor!

Luego de varias rondas se animó a probar la marihuana. ¡Qué vuelos! Todos los compañeros respirando el mismo humo, riendo a carcajadas, flotando en pensamientos fútiles y hasta filosofando, abriendo los ojos, concientizándose, sensibilizándose.

—Hey pana, ¿quiere Rivotril?
—Qué chimba, dame una —y se la tragó con una cerveza.
—Ojo pana, que esa rueda con alcohol borra casete.
—¿Cuál rueda? si no me has dado nada.
—Tome otra pues.

Y así se fue yendo Gregorio en aquellas ruedas que lo llevaban cuesta abajo. Ya no recordaba cuántas se tomaba en una noche ni por qué lo hacía. Gregorio se llegó a sentir muy “pepo” montado en ese relajo tan hijueputa que no lo dejaba avanzar, ya todo le importaba un culo.

 

Entonces decidió que las únicas ruedas en las que quería seguir montado eran las de su skateboard. Pero como a todo bulímico de sensaciones nada lo saciaba, se enganchó a la cocaína y se encerró en el sótano de la casucha que era su interior, bajó las persianas, puso tranca a la puerta y dejó que el polvo lo cubriera todo.

Desde pequeño, Gregorio era un badboy y ahora con la cocaína disuelta en su personalidad antisocial, carácter irascible, intolerante en cierto grado y su temperamento enérgico, contestatario, era fácil augurar algunos sucesos en los cuales dejaría plasmado su sello inconfundible.

En una ocasión mientras se encontraba practicando skateboard en el parque de su natal Carmen de Viboral, la tierra de sus amores, pasó a su lado un combo de idiotas coterráneos suyos, el polo a tierra de sus odios. Eran realmente idiotas pues uno de ellos se atrevió a interponer adrede su pie en el recorrido de la tabla y los demás no se molestaron en advertirle las posibles consecuencias de su acto, aun conociendo la fama de peleador sin escrúpulos de Gregorio. Como sucede en estos casos, la tabla se detuvo de un sacudón, Gregorio siguió con la velocidad que llevaba y rodó un par de metros, y habría rodado un poco más si sus rodillas y sus codos no hubiesen frenado con ímpetu su violenta acrobacia. Mientras el combo continuaba caminando, celebrando su hazaña, imaginando que Gregorio no se atrevería a poner problema a tres zutanos y una mengana, no repararon en la expresión que se fundió en su cara. Fue una expresión de locura rebosante, de venganza incontenible. Se levantó, dejó que continuaran su camino y no se preocupó en revisar los raspones que le habían ocasionado. Su orgullo ardía más que las heridas de sus brazos. Cogió la tabla y emprendió una intrépida y sigilosa persecución, aunque no necesitó de mucha pericia ya que sus enemigos habían olvidado cuidar su retaguardia, confiados en la ventaja numérica.

Cuando los tuvo a pocos metros, sin que ellos imaginaran siquiera lo que estaba ocurriendo, Gregorio ya había descargado un tablazo, más bien un “truckazo”, en la frente del que le había hecho caer. El sujeto se dobló y cuando los otros dos intentaron hacer algo, Gregorio los mantuvo a raya con su tabla y le zampó otro truckazo a su verdugo. El hombre se desvaneció. Y mientras Gregorio se batía como un gladiador contra dos heridos e indignados leones, la mengana graznaba y decía “déjenlo, déjenlo, que Gregorio lo mata, lo mata”.

De Gregorio no se sabe mucho por estos días, dicen que se fue para el Amazonas. Lo mejor era apartarse de la candela por un tiempo. No era la primera vez que visitaba la Amazonía, la llanura de su selva, el anochecer a su tiempo. En una de las tantas salidas de campo conoció a un joven chamán que predijo volverlo a ver. Regresó buscando su esencia olvidada y respuestas a complejos interrogantes que no llegaran a revelarse. Lo acogieron sin dudar, sin preguntar quién era o qué había hecho ni por qué estaba allí. No fue necesario. Su rostro se sinceró con ellos. La comunidad le permitió compartir su intimidad, costumbres, historias vividas y heredadas. A través de él vieron a la ciudad y sus excesos. Gregorio aprendió más de etnobotánica que lo visto en sus clases en la universidad, y no fue una mera transacción de conocimiento. Le presentaron el ambil y el mambe. Tabaco fuerte, coca dulce. El macho y la hembra. El padre y la madre. Al meditar mambeando sintió un incendio que arrasó con su interior, enmarañado de recuerdos y deseos, atiborrado de maleza, sumergido en niebla de nostalgia por los días perdidos, inundado por el sonido de conjeturas falsas que cantaban al unísono como las cigarras del bosque. Fue abrazado por las llamas hasta quedar reducido a cenizas. Se descompuso rápidamente.

Nadie sospechó que Gregorio se nutriría de sus despojos. Que su vegetación interior reverdecería para hacer parte de nuevas hojas, tallos y frutos. Sintió ser un nuevo brote que nace a cada instante, un nuevo árbol que se alza imparable, una nueva enredadera que crece interminable. UC

 
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