Después de mucho tiempo le comenzó a irritar que sus coterráneos se creyeran mejores que los demás colombianos. En Gregorio fue germinando un ansia corrosiva por “abrirse del parche”, montarse en el viento y llegar donde nadie lo estaba esperando ni lo conocía, escapar de la fuerza de atracción de estas montañas y ver al sol esconderse cuando llega la hora y no cuando creemos que se ha escondido.
Tenía razones suficientes para que este pensamiento se sirviera como plato principal, a desayuno, almuerzo y cena en el comedor de la casucha que era su interior. Lo masticaba lenta e impacientemente, veinticinco veces por bocado como recomiendan los nutricionistas y a pesar de todo se lo tragaba entero, lo digería y hasta le hacía siesta, pero al despertar lo regurgitaba. Sufría bulimia de sensaciones, esa gana desmesurada de sentir que difícilmente se satisface.
Le decían que de niño era una plaga que con el correr de los años se fue convirtiendo en peste. Sus padres, ambos abogados reconocidos, se divorciaron cuando él estaba en su adolescencia, resueltos a dejar atrás todos los inconvenientes, todos los dolores de cabeza e infelicidades que se estaban ocasionando. No pensaron nunca que su hijo se divorciaría, sobremanera, del futuro que algún día imaginaron para él, ni que quedarían en los peores términos.
Desde la época del colegio católico en el que lo matricularon, Gregorio determinó que su futuro no pasaría por una carrera que lo arrastrara hasta oficinas, horarios grabados en piedra y jefes pretenciosos. Pronto se decantó por estudiar biología y asistía entusiasta a todas las clases de aquel primer semestre. Rápidamente se apasionó por la botánica. Poseía un talento especial para recordar los nombres de las familias vegetales, por ejemplo las familias Myrtaceae, Sterculiaceae y Magnoliaceae, las relacionaba con los nombres de sus vecinas doña Mirta, Ester Julia y Magnolia, y así interiorizaba la información.
Las ganas de aprender le rebasaban y la universidad desplegaba ante él todas las posibilidades de éxito y de fracaso. “El aeropuerto” de la Universidad de Antioquia lo atrajo con tal fuerza que, a pesar de haber abandonado sus pistas, dejó allí gran parte de su energía, tiempo e ideales. Todos malogrados si no malversados. Se trató de un proceso escalonado, no se sabe si hacia arriba cuando dio rienda suelta a su insaciable apetito de sensaciones y aumentó la potencia y diversidad de las drogas que consumía, o si por el contrario hacia abajo cuando no había más fondo dónde terminar.
Como la mayoría de los jóvenes que hacen parte de las encuestas sobre drogadicción, Gregorio empezó fumando cigarrillo, ya fuera por curiosidad, por sentirse adulto o simplemente porque en su código genético había cierta predisposición para probar todo aquello que ofrece el mundo material. Era materialista y no lo podía ocultar, aunque por su gusto punkero no le sonara bien esa palabra y tratara siempre de explicar que él creía en cosas superiores que no podía entender ni se complicaba en intentarlo. Para acompañar el cigarrillo, una, dos o tres cervezas… ¡por favor!
Luego de varias rondas se animó a probar la marihuana. ¡Qué vuelos! Todos los compañeros respirando el mismo humo, riendo a carcajadas, flotando en pensamientos fútiles y hasta filosofando, abriendo los ojos, concientizándose, sensibilizándose.
—Hey pana, ¿quiere Rivotril?
—Qué chimba, dame una —y se la tragó con una cerveza.
—Ojo pana, que esa rueda con alcohol borra casete.
—¿Cuál rueda? si no me has dado nada.
—Tome otra pues.
Y así se fue yendo Gregorio en aquellas ruedas que lo llevaban cuesta abajo. Ya no recordaba cuántas se tomaba en una noche ni por qué lo hacía. Gregorio se llegó a sentir muy “pepo” montado en ese relajo tan hijueputa que no lo dejaba avanzar, ya todo le importaba un culo.