Eran dos tipos los encargados de la venta de películas; uno de ellos sacó de sus zapatos una bolsita, se recostó en una palmera seca, introdujo un pitillo miniatura y lo sacó untado de una sustancia que esnifó con fuerza. Su compañero hizo lo mismo mientras al lado el vendedor del puesto de ferretería leía el diario Q’hubo. Minutos más tarde, al otro lado de la calle, cuatro policías esposaban a cuatro negros que tenían una venta persa de celulares, y otros dos agentes se dejaban guiar por un ciudadano que los abordó para denunciar que un viejo estaba “trabajando con plata falsa” en Juanambú.
Despedí a mi amiga y salí detrás de los policías. En un principio pensé que se trataba de un asunto de joyas, pero no era más que un billete falso de diez mil pesos que le habían metido al ciudadano. En Juanambú, siempre agitada, fingí interés por los pescados mientras la policía resolvía la situación. El olor esta vez era más fuerte porque ya tenía el acumulado rancio del día. Cuando abandonaba el lugar, mis ojos casi se desorbitan: me encontré de frente con Jean Baptiste. Era tal como me lo imaginaba: un pequeño gamín con el torso desnudo, la camisa alrededor del cuello a modo de bufanda, tres cicatrices curvas en el estómago como si lo hubieran herido con una espada árabe y gotas de piel maltrecha en el pecho como si se hubiera quemado con aceite. Varias veces debe haber sentido la fragancia de la muerte en su corta y desdichada vida.
Aún en la zona le pregunté a un frutero cómo estaba la seguridad. Sonrió y dijo, “todo tranquilo, aquí a los ladrones les damos duro, los tenemos controlados”.
A los dos días volví por la noche y un vendedor de cigarrillos menudeados tenía su carrito frente a la puerta misteriosa. Nunca la había podido ver abierta y un impulso incontrolable me llevó a comprar unos chicles y preguntarle al tipo si sabía qué había detrás. El hombre me miró reprobando mi curiosidad y respondió con ironía y obviedad, “pues una casa”. “De vicio”, pensé yo no sé por qué y me imaginé que allí adentro podía haber personas paranoicas y agazapadas soplando en pipas pequeñas, respirando un aire pesado y dulzón, sometiéndose a vejaciones por meter vicio. Entonces quizás esa puerta solo se abra durante el conticinio para que se renueve el personal, o para sacar, de pronto, algún organismo sobredosificado, en descomposición, que encargan a un carretillero para que lo abandone en la ribera sin que el mundo se entere.
Lo más llamativo aquella noche fueron las fachadas luminosas de los casinos: New York, Imperial, Royal, Internacional, London. La industria del juego de azar también hace parte del coctel que controlan las “oficinas” del Centro. Antes de irme quería ver si en la cuadra me ofrecían marihuana o perico, pero aunque todo el tiempo pareciera que hay alguien en alguna vuelta, la venta se configura en las siguientes cuadras hacia el norte.
En la visita final almorcé en Pollo Presa, a seis mil pesos un plato de arroz, ensalada, papas fritas y carne, acompañado con jugo de guayaba. La policía estaba haciendo requisas menores y pidiéndoles papeles a algunos gatos que pasaban. Dos hombres andrajosos dormían en la acera. Salí del restaurante con la mirada clavada al piso, quería encontrar algunas huellas de sangre seca pero fue imposible detectarlas.
El último homicidio que se recuerda por aquí fue a finales de enero de este año por un tema relacionado con una plaza de vicio. Dos cuadras abajo del punto un hombre apuñaló tres veces en costilla y espalda a una trabajadora sexual y huyó hacia la carrera Bolívar cuando dos policías salieron tras él. El hombre tiró el cuchillo segundos antes de ser capturado en Juanambú, frente a los toldos de pescado. Pero ese sujeto era muy distinto a nuestro Jean Baptiste, llevaba ropa digna, un abrigo amarrado a la cintura y un intimidante cuchillo de cacha blanca con tres estoperoles de metal, base gruesa y punta afilada. Sería el ejemplar más grande de un juego de seis cuchillos. En el primer trimestre de 2015, de las cuarenta capturas efectuadas en la ciudad por tentativas de homicidio y homicidio, al menos 29 fueron en flagrancia.
En la caminada de despedida, un descamisado de la calle se robó mis miradas. Venía comiéndose un pedazo de bizcocho con una mano y con la otra ayudaba a empujar un destartalado Renault 9. Yo me quedé esperando a ver si de la enigmática puerta salía o entraba alguien, pero permaneció cerrada, hermética, como de alguna manera es esta cuadra, que a pesar del agite y el control, es como si su verdadera acción ocurriera en una dimensión impenetrable, o en el mejor de los casos, subterránea.