Número 64, abril 2015

Inteligencia militar
Simón Murillo. Ilustración: Verónica Velásquez

 

Los primeros de enero, días del sancocho legendario en la casa de mi papá, los pasaba jugando Play en la pieza de mi primo punkero, con otro primo, que no era solo otro primo sino mi primo. Entre la prole de primos David fue el único coherente, el único niño que existía entre mareas de adulta aburrición. Desde chiquito le gustaron los modelos mecánicos, construir cosas con las manos, y la naturaleza. No me sorprendió que acabara estudiando física en la Universidad de Antioquia, porque fue mi primer encuentro cierto con un alma científica de verdad. David era también políticamente pacifista y, lo más increíble de todo, lo era en la vida real.

El sancocho legendario se hacía en la casa de La Toma donde mi papá creció entre porros y salsa. Las historias de los camajanes de La Toma siempre me han sonado absurdas. En mi mente empañada por la nostalgia, La Toma siempre es vista como tardes soleadas, chancleteo de tías, hiperactiva violencia en GTA Vice City y, por supuesto, música de Buena Vista Social Club de mis tíos, música de Sonic Youth del primo punkero, los cánticos del DIM del tío hincha y los Beatles que nos gustaban a David y a mí como a nadie más.

Eso fue —solo ahora que lo escribo caigo en cuenta— hace mucho tiempo. David ya dejó de ser un niño y se volvió un pelao. Moreno, con gafas, chiquito pero cuajo. Durante los calores de enero asumió la primera responsabilidad de adulto, que no es otra que realizar el primer trámite burocrático de la mayoría de edad: sacar la cédula.

Allí, en medio de la somnolencia, la secretaria de la registraduría le dijo que pasara a la oficina de al lado donde lo esperaba un militar con todos los fierros, con el tintico humeante del buen trabajador mientras conversaba tranquilo, con voz suave e implacables buenas maneras, con otro man que también estuvo de malas. Hablaba con cansancio pero contento. Acostumbrado ya a la rutina de llevarse muchachos para la guerra. David se tragó el discurso del militar, no discutió, y al otro día se presentó a las siete de la mañana en el batallón Miraflores, acompañado de su mamá y armado solamente de Multiverso, un libro de ciencia ficción.

Los militares separaron a David de su mamá. En una cancha llena de sillas de plástico y repleta de adolescentes, las mamás miraban a la gran camada a través de las rejas de hierro y pintaban la escena de rojo. Los militares iban llamando uno a uno a los pelaos para que mostraran los documentos. A pesar de haber pasado, David todavía no tenía su matrícula en la de Antioquia, por ese lado no tenía salvoconducto. Mientras tanto, los UCmilitares le decían a las mamás que tranquilas, que todo bien, que se fueran para la casa, que él llegaba después: “nosotros al fin y al cabo somos unos buenos muchachos, le mandamos al hijo sano y usted no va a tener que perder todo el día en estas”.

Multiverso es un libro sobre la relación de dos personas que viven en universos diferentes. Para David, fue muy chocante acabarlo frente a las miradas vigilantes de los militares. En cierta forma, la escena evocada en el libro de un progreso tecnológico absurdo ofrecía un violento contraste con la prehistoria brutal de la disciplina militar. Ninguno de los militares lo trató mal, pero flotaba en el aire el secreto a voces de que nadie estaba allí por su propia voluntad. Ni siquiera los militares, que alguna vez debieron pasar por una escena parecida. Ahora se consolaban con la bíblica justificación de que solo cumplían órdenes de arriba. Todos miraban azarados a las mamás, que jamás despegaron el ojo; quién sabe qué hubiera pasado si lo hacían.

Después del examen médico los montaron en la volqueta. Eran ya las cinco de la tarde. David y otros dos fueron seleccionados y acabaron rumbo a la IV Brigada, con sus mamás persiguiéndolos en un taxi. Ya el destino de David era un trámite más, un después. Un militar gordo que conversaba con la odontóloga se quejaba con desánimo de que estos eran los únicos que les quedaban, que ojalá no se los fueran a bajar. Poco después, durante la entrevista con la psicóloga, David le contó que era maniacodepresivo, mientras la miraba con los ojos más tristes que podía inventarse, recitando los nombres de las drogas que se tenía que tomar, relatando con voz arrastrada los latigazos de su vida. Por consejo de su papá, médico casado en segunda nupcias con una psicóloga, decidió que la estrategia para escapar era alegar una enfermedad mental. En la única llamada que alcanzó a recibir antes de que el celular se descargara, su papá le mencionó esa posibilidad y algunos nombres para dar en la pepa. Más tarde, un falso certificado médico llegó a las manos de las autoridades militares: David estaba en tratamiento como paciente maniacodepresivo.

De modo que David volvió a las fiestas de La Toma, a la endémica frustración por el DIM, a los Beatles, a las matemáticas. Atrás quedó uno de los dos pelaos con los que se montó en la volqueta y que jamás paró de llorar. En una confidencia de mamás, se supo que lloraba porque tenía lo que los sicólogos llaman dificultades de aprendizaje, razón suficiente para que, según los militares, se lo llevaran fijo para el monte. UC

 
Ilustración: Verónica Velásquez
 
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