Emborrachémonos muchachos es la enseña. Una gata adorna su bandera. Una cheflera es la corona. Veinticinco años recién cumplidos de El Guanábano. Donde son anfitriones, mecenas y arrendatarios de Universo Centro. Este retrato de cantinero es una manera de celebrar. De brindar por las ánimas del bar.
A un año de la muerte de mi amigo el cantinero
Jorge Iván Agudelo. Fotografías archivo El Guanábano
Para la Mona Uribe, amiga de sus amigos
Después de beber casi un año a destiempo, al fin coincidimos en la barra de su bar. Nos veíamos, claro, una vez a la semana como mínimo; pero cuando yo me dedicaba al ron, la Mona tomaba tisanas con cara de resucitada, y cuando pasaba a saludar caminando derecho como el que confía en sus buenos propósitos, ella estaba de este lado de la barra haciéndose pasar por cualquier cliente, pidiéndole al Rojo, a Érica, a Márgara o a otro de sus lugartenientes, guaro triple tras guaro triple.
Hacía unos meses, después de darle la pelea a un cáncer, se había muerto Jose, que más que un socio fue su amigo del alma, y aunque en el tiempo de la enfermedad —para no contrariar la voluntad del paciente, su empecinada discreción, el carácter que dio tono al bar tantos lunes y domingos— pocos lo visitaron, muchos de los habituales del Guanábano, antes de pedir el primer trago preguntábamos por la salud del cantinero.
En esa época solo lo vi una vez y fue por casualidad. Estaba tan bien, tan el de antes, tan distinto al Yacente de Mantegna que me había pintado la Monita, que dejé, contento, una carne a medio trinchar en la mesa del Guarango y salí corriendo para alcanzarlo en la esquina de la 39 con la 88. Después del abrazo hasta me animé a decirle que lo de él era pura pereza de bajar al Centro a visitar a los amigos. Quién se atrevería a pensar que ese mediodía de sábado con cielo de Dubái iba a ser la última vez que lo vería. Pero como decía otro amigo muerto: la muerte no se puede leer.
La noche de nuestro reencuentro etílico, la Mona, en uno de los tantos bolsillos de su chaqueta beige, amén de la consabida juguetería, guardaba varias fotos de Chepe. Las sacó una a una y las fue poniendo entre las copas, ceremoniosa como una pitonisa con su mazo de cartas.
Llevábamos un buen rato juntos recordando cada uno por su lado, contándonos historias resabidas que volvían a nosotros iluminadas por los tragos y la muy humana necesidad de exhumar a los muertos con la lengua. Hablaba de los primeros tiempos del bar mientras me mostraba con el índice a un Trujillo de no más de cuarenta, parado en todo el centro de la foto bajo el marco de la puerta de una casa en el campo:
—Sin él este bar no existiría. Nos alcahuetiaba como nadie, a Jose lo adoraba —decía la Mona y yo acercaba más la foto a la lámpara de mesa que Márgara nos arrimó a la barra sin tener que pedírsela.
—¿Y vos qué tenías en la mano, estabas pelando una mandarina? —me río y la señalo, jovencita, con el pelo apenas hasta el cuello, coqueteándole a alguien o a algo que no aparece en la foto, con las manos a la altura del abdomen sosteniendo la presunta mandarina.
—Vos si preguntás pendejadas, yo qué putas me voy a acordar. Ese delantal que tiene puesto Jose, eso si es raro, ¿nos estaría haciendo el desayuno? Sin esa foto no lo cree nadie.
—Desagradecida, apuesto que te estaba haciendo un caldo. ¿Y dónde quedaba la finca? ¿Esa era la del famoso caballo que se arrimaba a la mesa a comer de la mano del dueño? —pregunto y pienso en lo bueno que pasaron, no en el paseo, más bien en esas noches repetidas y distintas que solo conozco de oídas pero que se han vuelto palpables en cada una de sus historias, al punto de convencerme de que mi error fue llegar tarde a una fiesta inventada por ellos.
—Mentiras, Jose sí sabía cocinar, no como el que se cree el único capaz de fritar dos huevos y mueve las ollas y descresta, no, vos sabés como era Jose, dejaba hablar, dejaba que el otro… —y se interrumpió zampándose un aguardiente de esos que no caben en la copa y se toman por pura necesidad—. La finca, la finca de Ovejas, allá el caballo no solo se arrimaba a comer, no era sino que le pusieran Rigoletto y paraba las orejas, todo un conocedor.
—Ahora verá que fue el caballo el que les tomó la foto.
—Quién quita, seguro tenía mejor pulso que muchos de los que subían por allá, además la foto es…
—Mona, ¿y esta otra? —no la dejo terminar, acerco a la luz una polaroid donde se ve a los dos amigos, Jose detrás con una camisa de cuadros azules, las mangas remangadas, el pelo más largo de lo habitual, abrazándola por la espada, mirando fijo a la cámara. Ella con ojos inmensos, sonriendo, con la cabeza tirada hacia delante y la capul tapándole las cejas. No hay gestos desmedidos ni risa de poses, pero hay placidez en los rostros.
—¿Vas a decir que no sabés donde fue esta foto? Fijate bien.
Hago caso, miro las vigas, una pared de madera, de pronto un clóset, pero nada, no se me ocurre.
—Ni idea, te tocó decirme —le digo soltando la foto y agarrando la copa.
—Pues aquí arriba, creo que por esa época Jose recién empezaba a vivir ahí. Claro, la mansarda encima del bar. Me pasan un par de noches por los ojos, fiestas que empezaron en la barra y terminaron en el patiecito de arriba, en sus cuarteles de invierno. Al poco tiempo de conocernos le dije por joder que vivir encaramado en un bar le daba un aspecto de Rick Blaine o de Carlitos Way, cantineros famosos que sin embargo nunca se probaron sirviendo tragos en el Medellín de los 90.
—Me acuerdo que la primera vez que subí casi dejo la cabeza en esa punta —le señalo a nadie la escalera en caracol, la Mona se entretiene dándole golpecitos a la copa con un extremo de la foto, está ahí pero en otro lado, en un lugar que es suyo por derecho propio: el de la vida que compartió con su amigo. Siento que sobro y no me molesto en avisarle que voy a fumar. Me levanto, termino mi trago y salgo a la puerta. Es viernes y el parque está lleno. Grupos de jóvenes le hacen corrillo a una botella, fuman, conversan, se dejan estar. Ya cumplieron, dirán, y lo que resta es tirar por la borda cuerpo y cabeza. En eso están ellos y en eso estoy yo.
Antes, tener que pararse de la barra o de la mesa para poder fumar era todo un suplicio, pero ahora, tiempo después de la ley, me parece de lo más normal estar aquí, en la puerta, diciendo cosas sabidas al lado de otros fumadores… A todo se acostumbra uno, hasta mejor, no llegamos con la ropa pasada a humo y se fuma menos. Y así y así, reforzando el colegaje con verdades de a puño termino el cigarrillo.
El parque a reventar y en el bar espantan; como le gustaba a Jose, una o dos mesas a lo sumo, y si era posible, ocupadas por parejitas entretenidas en hablar pasito y besarse mientras las cervezas se iban calentando. Que lo dejaran a sus anchas en su barra, lejos de las alborotadas noches de fiesta. Por eso si uno quería conversar con el hombre lo mejor era aparecerse el domingo o el lunes, días de guayabos concertados en los que solo beben los zapateros y la gente muy seria, y él trabajaba o presidía desde la barra. Hoy hubiera sido una buena noche para acercarse, fiarle dos tragos, invitarlo a uno y ponerle tema; pienso y recuerdo que más o menos así lo conocí.
—¿Y la Mona? —le pregunto a Márgara, me siento otra vez y organizo a mi modo las fotos.
—Entró a la bodega, que la esperés y te tomés un trago mientras, que ella invita.
—¿En la bodega haciendo negocios? Márgara se ríe y me llena la copa.
Suena una canción de los Rolling Stones, una de tantas de las que aquí se oyen; tan conocida, que hasta yo, todo un desconocedor, podría tarariarla. Pero estas fotos y esta noche precisarían de otra música y, sobre todo, de otro volumen. A Jose le gustaba más el bolero, el fado, el tango, la bossa nova, y cuando él estaba a cargo, eso era lo que se oía. Por la música, por el respeto que le inspiraba, lo vi enojarse y echar a una mesa completa.
La historia fue más o menos así. Por aquel entonces el bar andaba de capa caída y con la intención de levantarlo se les ocurrió invitar semanalmente a dos guitarristas, muy virtuosos por lo demás. Tocaban para pocos, pero se afanaban con el repertorio y la gente respondía hablando bajito, sin dejar de hacer sus cosas, pero atenta; algunos, entre ellos mi amigo, estaban ahí expresamente para oír a los músicos.
Cuando entré a buscar un taburete libre y a tomarme algo, el concierto ya había empezado. Jose, en un extremo de la barra, se concentraba en el ron y en los dedos de los guitarristas. Lo saludé y me senté a su lado. En una mesa cercana a los músicos y a nosotros, varias personas festejaban un cumpleaños dando cuenta a velocidad de gran borrachera de una botella de guaro. Risas, manoteos, brindis, todo a espaldas de la disposición y el ánimo del lugar.