Número 64, abril 2015

Emborrachémonos muchachos es la enseña. Una gata adorna su bandera. Una cheflera es la corona. Veinticinco años recién cumplidos de El Guanábano. Donde son anfitriones, mecenas y arrendatarios de Universo Centro. Este retrato de cantinero es una manera de celebrar. De brindar por las ánimas del bar.
 

A un año de la muerte de mi amigo el cantinero
Jorge Iván Agudelo. Fotografías archivo El Guanábano
 

Para la Mona Uribe, amiga de sus amigos
 
 

Después de beber casi un año a destiempo, al fin coincidimos en la barra de su bar. Nos veíamos, claro, una vez a la semana como mínimo; pero cuando yo me dedicaba al ron, la Mona tomaba tisanas con cara de resucitada, y cuando pasaba a saludar caminando derecho como el que confía en sus buenos propósitos, ella estaba de este lado de la barra haciéndose pasar por cualquier cliente, pidiéndole al Rojo, a Érica, a Márgara o a otro de sus lugartenientes, guaro triple tras guaro triple.

Hacía unos meses, después de darle la pelea a un cáncer, se había muerto Jose, que más que un socio fue su amigo del alma, y aunque en el tiempo de la enfermedad —para no contrariar la voluntad del paciente, su empecinada discreción, el carácter que dio tono al bar tantos lunes y domingos— pocos lo visitaron, muchos de los habituales del Guanábano, antes de pedir el primer trago preguntábamos por la salud del cantinero.

En esa época solo lo vi una vez y fue por casualidad. Estaba tan bien, tan el de antes, tan distinto al Yacente de Mantegna que me había pintado la Monita, que dejé, contento, una carne a medio trinchar en la mesa del Guarango y salí corriendo para alcanzarlo en la esquina de la 39 con la 88. Después del abrazo hasta me animé a decirle que lo de él era pura pereza de bajar al Centro a visitar a los amigos. Quién se atrevería a pensar que ese mediodía de sábado con cielo de Dubái iba a ser la última vez que lo vería. Pero como decía otro amigo muerto: la muerte no se puede leer.

La noche de nuestro reencuentro etílico, la Mona, en uno de los tantos bolsillos de su chaqueta beige, amén de la consabida juguetería, guardaba varias fotos de Chepe. Las sacó una a una y las fue poniendo entre las copas, ceremoniosa como una pitonisa con su mazo de cartas.

Llevábamos un buen rato juntos recordando cada uno por su lado, contándonos historias resabidas que volvían a nosotros iluminadas por los tragos y la muy humana necesidad de exhumar a los muertos con la lengua. Hablaba de los primeros tiempos del bar mientras me mostraba con el índice a un Trujillo de no más de cuarenta, parado en todo el centro de la foto bajo el marco de la puerta de una casa en el campo:
—Sin él este bar no existiría. Nos alcahuetiaba como nadie, a Jose lo adoraba —decía la Mona y yo acercaba más la foto a la lámpara de mesa que Márgara nos arrimó a la barra sin tener que pedírsela.
—¿Y vos qué tenías en la mano, estabas pelando una mandarina? —me río y la señalo, jovencita, con el pelo apenas hasta el cuello, coqueteándole a alguien o a algo que no aparece en la foto, con las manos a la altura del abdomen sosteniendo la presunta mandarina.
—Vos si preguntás pendejadas, yo qué putas me voy a acordar. Ese delantal que tiene puesto Jose, eso si es raro, ¿nos estaría haciendo el desayuno? Sin esa foto no lo cree nadie.
—Desagradecida, apuesto que te estaba haciendo un caldo. ¿Y dónde quedaba la finca? ¿Esa era la del famoso caballo que se arrimaba a la mesa a comer de la mano del dueño? —pregunto y pienso en lo bueno que pasaron, no en el paseo, más bien en esas noches repetidas y distintas que solo conozco de oídas pero que se han vuelto palpables en cada una de sus historias, al punto de convencerme de que mi error fue llegar tarde a una fiesta inventada por ellos.
—Mentiras, Jose sí sabía cocinar, no como el que se cree el único capaz de fritar dos huevos y mueve las ollas y descresta, no, vos sabés como era Jose, dejaba hablar, dejaba que el otro… —y se interrumpió zampándose un aguardiente de esos que no caben en la copa y se toman por pura necesidad—. La finca, la finca de Ovejas, allá el caballo no solo se arrimaba a comer, no era sino que le pusieran Rigoletto y paraba las orejas, todo un conocedor.
—Ahora verá que fue el caballo el que les tomó la foto.
—Quién quita, seguro tenía mejor pulso que muchos de los que subían por allá, además la foto es…
—Mona, ¿y esta otra? —no la dejo terminar, acerco a la luz una polaroid donde se ve a los dos amigos, Jose detrás con una camisa de cuadros azules, las mangas remangadas, el pelo más largo de lo habitual, abrazándola por la espada, mirando fijo a la cámara. Ella con ojos inmensos, sonriendo, con la cabeza tirada hacia delante y la capul tapándole las cejas. No hay gestos desmedidos ni risa de poses, pero hay placidez en los rostros.
—¿Vas a decir que no sabés donde fue esta foto? Fijate bien.
Hago caso, miro las vigas, una pared de madera, de pronto un clóset, pero nada, no se me ocurre.
—Ni idea, te tocó decirme —le digo soltando la foto y agarrando la copa.
—Pues aquí arriba, creo que por esa época Jose recién empezaba a vivir ahí. Claro, la mansarda encima del bar. Me pasan un par de noches por los ojos, fiestas que empezaron en la barra y terminaron en el patiecito de arriba, en sus cuarteles de invierno. Al poco tiempo de conocernos le dije por joder que vivir encaramado en un bar le daba un aspecto de Rick Blaine o de Carlitos Way, cantineros famosos que sin embargo nunca se probaron sirviendo tragos en el Medellín de los 90.
—Me acuerdo que la primera vez que subí casi dejo la cabeza en esa punta —le señalo a nadie la escalera en caracol, la Mona se entretiene dándole golpecitos a la copa con un extremo de la foto, está ahí pero en otro lado, en un lugar que es suyo por derecho propio: el de la vida que compartió con su amigo. Siento que sobro y no me molesto en avisarle que voy a fumar. Me levanto, termino mi trago y salgo a la puerta. Es viernes y el parque está lleno. Grupos de jóvenes le hacen corrillo a una botella, fuman, conversan, se dejan estar. Ya cumplieron, dirán, y lo que resta es tirar por la borda cuerpo y cabeza. En eso están ellos y en eso estoy yo.

Antes, tener que pararse de la barra o de la mesa para poder fumar era todo un suplicio, pero ahora, tiempo después de la ley, me parece de lo más normal estar aquí, en la puerta, diciendo cosas sabidas al lado de otros fumadores… A todo se acostumbra uno, hasta mejor, no llegamos con la ropa pasada a humo y se fuma menos. Y así y así, reforzando el colegaje con verdades de a puño termino el cigarrillo.

El parque a reventar y en el bar espantan; como le gustaba a Jose, una o dos mesas a lo sumo, y si era posible, ocupadas por parejitas entretenidas en hablar pasito y besarse mientras las cervezas se iban calentando. Que lo dejaran a sus anchas en su barra, lejos de las alborotadas noches de fiesta. Por eso si uno quería conversar con el hombre lo mejor era aparecerse el domingo o el lunes, días de guayabos concertados en los que solo beben los zapateros y la gente muy seria, y él trabajaba o presidía desde la barra. Hoy hubiera sido una buena noche para acercarse, fiarle dos tragos, invitarlo a uno y ponerle tema; pienso y recuerdo que más o menos así lo conocí.

—¿Y la Mona? —le pregunto a Márgara, me siento otra vez y organizo a mi modo las fotos.
—Entró a la bodega, que la esperés y te tomés un trago mientras, que ella invita.
—¿En la bodega haciendo negocios? Márgara se ríe y me llena la copa.

Suena una canción de los Rolling Stones, una de tantas de las que aquí se oyen; tan conocida, que hasta yo, todo un desconocedor, podría tarariarla. Pero estas fotos y esta noche precisarían de otra música y, sobre todo, de otro volumen. A Jose le gustaba más el bolero, el fado, el tango, la bossa nova, y cuando él estaba a cargo, eso era lo que se oía. Por la música, por el respeto que le inspiraba, lo vi enojarse y echar a una mesa completa.

La historia fue más o menos así. Por aquel entonces el bar andaba de capa caída y con la intención de levantarlo se les ocurrió invitar semanalmente a dos guitarristas, muy virtuosos por lo demás. Tocaban para pocos, pero se afanaban con el repertorio y la gente respondía hablando bajito, sin dejar de hacer sus cosas, pero atenta; algunos, entre ellos mi amigo, estaban ahí expresamente para oír a los músicos.

Cuando entré a buscar un taburete libre y a tomarme algo, el concierto ya había empezado. Jose, en un extremo de la barra, se concentraba en el ron y en los dedos de los guitarristas. Lo saludé y me senté a su lado. En una mesa cercana a los músicos y a nosotros, varias personas festejaban un cumpleaños dando cuenta a velocidad de gran borrachera de una botella de guaro. Risas, manoteos, brindis, todo a espaldas de la disposición y el ánimo del lugar.

 
Fotografías archivo El Guanábano


El hombre, que se había volteado un par de veces para hacerme partícipe de su indignación, no aguantó más, se paró, enfiló hacia los bullosos y muy cortésmente les dijo: “Se van”. Y ellos, entre bravos y sorprendidos, fueron saliendo, no sin antes hacernos saber que de mejores lugares los habían echado y cosas así.

Lo simpático vino después, cuando a Jose lo acometió la culpa y dedicó parte de la noche a reafirmar su gesto buscando apoyo moral: “¿Será que los traté muy mal?”, me preguntaba y se contestaba: “Pero es que estaban haciendo mucho escándalo y no dejaban oír nada”. “Hombre Jose —le decía yo después de acabado el concierto—, que prime el bien colectivo; mejor contame cómo te va pareciendo El desfile del amor”. Y a él, que no le iba pareciendo nada sino que ya le parecía, la pregunta destinada a abrir otro surco y despegarle la aguja, apenas si le arrancó un: “Pitol es muy buen escritor, deberíamos leerlo más”. Eso fue todo, no se entusiasmó como otras veces cuando le dije que esa semana iba a ir a la biblioteca de Comfenalco a ver qué tenían del mexicano. Nunca le presté más libros del autor y la conversación sobre esa novela nos quedó pendiente.

De este lado solo yo y del otro Márgara mirando pal páramo a falta de clientes que atender:
—Oíste, esto está vacío, será muy maluco si brincamos a Chico Buarque…
—¿Cuál te pongo?
—Las canciones en español, las que ponía Jose.
—¡Faltaba más! ¿Otro ron? —Pues qué se le va a hacer —le digo, me tomo el último conchito y le estiro la copa.

Servido el trago, Márgara cambia la música y yo cojo otra vez las fotos. Las voy pasando hasta que llego a una que me llama la atención. Jose solo, haciendo carrizo en una silla azul de patas metálicas. Parece el corredor de una finca, las baldosas rojas son de las viejas y él lleva puestas unas botas empantanadas. Ahí tenía mi edad, o hasta menos, en todo caso no pasaba de treinta y cinco. Seguro la foto fue tomada antes del bar o por la época en que recién empezaba. La imagen me conmueve, de pronto la juventud, o esa, digamos, abstraída seriedad. Encuentro en la postura, en el gesto que podría pasar por adusto, las señas particulares del amigo que conocí después; eso, y estar medio borracho en la barra donde tanto hablamos y bebimos, me obliga a refrenar sentencias lastimeras sobre la fugacidad de la vida, lo poco que somos y lo solapado que es el cáncer.

Mejor dar un timonazo y rescatar de una vieja laguna la noche en que Jose, paternal y resignado, me oía moler unos versos de Blaise Cendrars: “No obstante, yo era un poeta muy malo. / No sabía llegar al fondo de las cosas. / Tenía hambre / Ya todos los días ya todas las mujeres en los cafés ya todas las copas”… Y yo, poeta malo con adolescencia dilatada, obligaba al pobre cantinero a soportar mi borrachera transiberiana. Al otro día, buscando en los bolsillos de la chaqueta con qué comprarme un Gatorade, me encontré una hoja con varios títulos en la caligrafía de mi amigo: Llévame al fin del mundo, El plan de la aguja, Moravagine, El oro. Así supe, horas después de que él me lo hubiera dicho, y en el tiempo en que creía saberlo todo, que Cendrars también había sido novelista. Esa semana volví al bar en otro estado y le di las gracias por las recomendaciones literarias.

Ahora que lo pienso, una de las cosas que más extraño de Jose, era su peculiar manera de leer. Una vez que lo vi con un best seller ochentero en la mano y le pedí explicaciones por su pecado, me dijo sin pararle muchas bolas a mi indignación juvenil: “Esa es la ventaja de ser un cantinero y no un intelectual, puede leer uno lo que quiere sin rendirle cuentas a nadie”. Nunca más volví a reprocharle sus deslices y seguí prestándole libros; cosas que me encargaba o que simplemente me gustaban y él leía o releía y comentábamos sin otra intención que la de gozar de un placer compartido. Así nos hicimos amigos, así lo recuerdo, conversando de literatura y de todo, oyendo su música, bebiendo en su barra.

Se acerca, inconfundible, la risita maliciosa de la Mona, pero al que veo salir primero de la bodega es al facultativo Hugo Caro. Lleva la camiseta azul cielo, la de los superhéroes, santo y seña que reconozco y me hace pensar que la fiesta que trae viene de ayer y tiene vida por delante. Antes de saludarlos, y como preparándome para lo que me espera, le señalo a Márgara mi copa y encarrilo bien todas las fotos. UC

Fotografías archivo El Guanábano

 
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