Número 64, abril 2015


Lapidiario
Fernando Mora Meléndez. Fotografías: Juan Fernando Ospina

 
Fotografía Juan Fernando OspinaFotografía Juan Fernando OspinaFotografía Juan Fernando Ospina
 

El hombre se bajó del bus de escalera, a un lado del puente que cruza el río Cauca, en Puerto Valdivia. Llevaba un paquete pesado, envuelto en papel de embalaje. Entró a la fonda junto a los otros viajeros que llegaron a calmar el hambre, a aligerar la vejiga o tan solo a estirar los huesos. Se acodó en la barra y pidió un aguardiente, luego el segundo y el último, que en Antioquia llaman dizque el arranque. Pagó sin esperar la devuelta. Mientras repasaba los muebles con el dulceabrigo, el mesero se dio cuenta de que el tipo había olvidado su envoltorio y salió a buscarlo. No lo vio entre el grupo de pasajeros que volvían a sus buses para retomar el camino. Luego escuchó unos gritos de alarma junto a la baranda de metal donde otros parroquianos acababan de ver al mismo hombre lanzarse al vacío. No parecía que fuera un clavadista espontáneo, de esos que vuelven siempre para tirarse otra vez al mismo río. Y como este no regresó, el mesero abrió el envoltorio: era la propia lápida del que saltó al abismo; en ella se leía un nombre y el epitafio: ‘‘Ahora sí pueden reírse’’.

La lápida existe aún en ese cementerio que queda justo al lado del puente. El viajero dudoso la puede buscar, si acaso pasa por Puerto Valdivia y quiere bajarse a estirar los huesos, o a tomarse el arranque.

Ese es uno de aquellos cementerios para visitar en vida. A veces son los únicos sitios de interés en los pueblos que parecen quedar más allá de los confines. La gente los frecuenta aunque no tenga a nadie enterrado allí, solo por curiosidad filosófica, para gozar del privilegio de sentirse más vivos, y hasta para hacer vainas que solo harían los poetas románticos del siglo XIX, o los góticos de ahora, que aún trasnochan para preservar las ojeras.

Una antigua novia me contaba que de niña le gustaba ir por las tardes al Cementerio de San Pedro porque en su casa del barrio Sevilla, cerca de allí, había un bullicio tal que le impedía concentrarse para hacer sus tareas. Entonces ella ponía sus cuadernos sobre alguno de los sepulcros y llenaba planas, dibujaba o hacía sus divisiones de fraccionarios. Cruzaba la puerta de salida, se despedía de los porteros que ya la conocían, y acaso habían regado el cuento de que esa niña no era real sino el fantasma de alguna muerta ilustre, tal vez María Cano cuando estaba chiquita.

Ir de paseo al de San Pedro fue durante varias décadas un ritual de los vecinos del lugar. Antes de que surgieran los guías acreditados, eran las mamás y las tías quienes urdían sus propias fábulas, fiambre en mano, al lado de tumbas célebres como la de don Coriolano Amador. Se decía, por ejemplo, que la estatua con velo, tallada en mármol, de doña Lorenza, la esposa del patriarca, era la réplica exacta de cómo ella había quedado al morir, cuando vio a su hijo muerto por una sífilis que adquirió con algún amor de alquiler.

La cercanía familiar de Medellín con sus muertos es de hace tiempos. En 1932 la Comisión de Salud Pública, en documento dirigido al Concejo para estudiar la creación de un cementerio laico, recordaba cómo la distancia entre las tumbas y las casas de habitación en Paris era de cien metros, en Alemania, de doscientos metros y en Rusia, de un kilómetro. También anotaba el mismo informe que en la capital antioqueña aquella distancia no parecía importar. Todos los barrios de los muertos que aquí se fundaron, a prudente distancia, terminaron cercados y hasta invadidos por los vivos. El de San Lorenzo, en la Loma de la Asomadera, fue un lugar pintoresco donde convivían las almas de distintos estratos, sin reparos de clase o de raza. Con el tiempo, el sector decayó hasta volverse un barrio de mala muerte, cercano a talleres de artesanía, locales de espiritistas y antros de la vida bohemia. Fue por eso que en 1842 se reunieron cincuenta familias de la élite de la ciudad con el ánimo de crear un cementerio privado para trasladar a sus difuntos. El lugar se llamó primero Cementerio San Vicente de Paúl, luego de San Pedro; aunque desde siempre, en la calle, se le conoció como el cementerio de los ricos.

Casi treinta años más tarde, en 1875, fueron los propios vecinos de San Lorenzo, el cementerio de los pobres, quienes le enviaron un memorial al obispo quejándose de que a pesar de que ya antes se habían quejado ante el párroco, el camposanto lucía su peor abandono. Dijeron que las tumbas y sus cruces estaban sepultadas por la maleza. Andaban tan cansados de rogar que apelaron a una amenaza: si no le ponían mano a los sepulcros, iban a arrojar los restos funerarios al río Medellín.

Un siglo después, ese barrio de difuntos estaba ya cercado por predios de vivos como San Diego, Las Palmas y el barrio Colón. San Lorenzo quedó en medio de una guerra de pandillas. Una de aquellas bandas se lo tomó para hacer sus juergas. Tal vez querían combatir el aburrimiento con actos que exhibían la soberbia del poder, como eso de sacar a los muertos de sus tumbas para prenderles fuego, una falta rastrera de urbanidad que otros glorificaron al ponerle el sello de ritual satánico.

En cuanto a rituales, prefiero el que aún se practica en pueblos como Argelia, en el Lejano Oriente antioqueño. Había allí un animero, llamado Serafín, que llegaba al cementerio a la medianoche del primero de noviembre y convidaba a todas las ánimas a dar su ronda por el pueblo. Las llamaba con susurros casi inaudibles y luego iba de casa en casa, haciendo bulla a las doce de la noche, con una matraca, mientras pedía en su letanía, un padrenuestro por el descanso de las benditas ánimas del purgatorio. Con semejante ruido ningún vivo descansaba en Argelia esa noche. Aunque él las regresaba a sus sitios de reposo, con la dicha del deber cumplido. Me contó que no le gustaba trasnocharlas, pues no tenía mucho de qué hablar con ellas, y además a las ánimas solo se les pide. Es más, me lo dijo con una frase lapidaria: †Con las ánimas no se charla†.

Si la muerte es un lugar común, como dice Tomás Eloy Martínez, también me parece manido lo de ir a hablar con los muertos en los cementerios, habiendo otros lugares. Con los años, el exclusivo cementerio de los ricos, el de San Pedro, se volvió un oráculo popular como el de la Sibila griega. Los herederos de los fastuosos mausoleos familiares encontraron que había demasiado espacio en los panteones y decidieron alquilarlos a gentes del común, a manera de inquilinatos de almas. Lo mismo que ocurrió en las mansiones del barrio Prado, conocido como Prado Rico, subdivididas en extremo, como termiteros urbanos. Así es como los cementerios se van pareciendo cada vez más a sus ciudades.

San Pedro dejó de ser una acrópolis de alcurnia para alojar en sus pabellones a muertos comunes y corrientes. Todos los estratos de la urbe tienen su sitio allí como una maqueta a escala. Las galerías están decoradas con esquelas de Winnie the Pooh, fotos de Nacional o El Poderoso, corazones cruzados por flechas de amor eterno en cuyo interior flotan, entre nubes, los rostros de los seres perdidos.

La pretensión de imitar el gusto de las élites, incluso hasta en las formas de la muerte, animó a las familias emergentes del narcotráfico a construir mausoleos del puro gusto criollo, como el tan visitado panteón de los Muñoz Mosquera.

 

En la nave femenina de este sepulcro familiar se agolpa cada tanto un grupo de peregrinos que piden favores a una muchacha cuya foto, de chulitos desteñidos, los fieles reconocen como “Rosario Tijeras”. Nadie sabe quién fue el primero que vino con el cuento de que aquella finada era la que había inspirado la película que se estrenaba por esos días en Medellín. Desde entonces las romerías acuden a rogar para que se obren sus milagros. Lo curioso es que tal vez estos mismos porfiados arrojan a la tumba fotos de prensa de Flora Martínez, la actriz que encarnó al personaje de Rosario en la cinta de Emilio Maillé. No entiendo, para ser Franco, ese extraño juego entre verdad y ficción, santa y actriz, o milagros de taquilla.

Más evidente era el estruendo de la música antillana que esta tumba tenía noche y día, la que molestó a los deudos porque perturbaba el descanso eterno. Los Mosquera tuvieron que resignarse a poner música clásica, más cercana a la paz de los sepulcros. Sin embargo, las cuentas de energía crecieron hasta obligar a la gerencia a poner contador de luz en el mausoleo, algo que ni a Mausolo de Halicarnaso pudo ocurrírsele. Tal parece, como se ha dicho, que la familia nunca pagó esas facturas. Cuando les cortaron los servicios, las ánimas al fin pudieron recobrar su silencio.

De modo que este Cementerio de San Pedro, pensado al comienzo para gente muy estirada… como los muertos, terminó rodeado por la plebe, siempre prolífica, que le hizo perder categoría. En los años setenta surgieron otros camposantos, con parqueaderos y amplias zonas verdes, similares a los campos de golf, como Montesacro, Campos de Paz o Jardines de la Fe. La idea de inhumar los cuerpos a campo abierto ya había empezado en 1933, según se lee en la Crónica Municipal de Medellín, número 78, del mismo año. Esta vez se convocó a un concurso público para el diseño del cementerio, tanto su trazado general como cada detalle del arte funéreo. Había una bolsa de mil doscientos pesos para el ganador, quinientos al segundo y una mención al tercero.

La idea elegida fue la de un joven urbanista llamado Pedro Nel Gómez, quien luego de su éxito con esta ciudad de los muertos, llevó por los aires su ingenio al crear otra ciudad de los vivos, el barrio Laureles, una retícula de transversales y circulares que sería la maldición de los carteros. Al parecer, con su necrópolis, Gómez había sido más cuerdo, y no era difícil para un familiar encontrar la tumba de su ser querido.

El camposanto se construyó en 1940, en una finca del norte conocida como Rancholargo, con jardines y una plaza, para albergar por primera vez a gentes de distintos credos, clases sociales y hasta un espacio reservado para los suicidas. Tan incluyente proyecto no tendría mejor nombre que Cementerio Universal. Uno hasta cree escuchar el alarde demócrata del político el día que cortó la cinta: “Hemos construido un cementerio donde por fin quepamos todos”. La obra contemplaba además algo insólito para la época: un horno crematorio, más un carro mortuorio para las casas de caridad y los indigentes. En cuanto al primero, hubo una candente oposición de la ortodoxia católica que, de modo lapidario, afirmó: ‘‘La obra inclemente y anticristiana que hace el horno crematorio corresponde a la tierra’’. Al final, el camposanto laico, intervenido por la iglesia, dio descanso a judíos, protestantes y suicidas, pero en zonas demarcadas: juntos pero no revueltos.

También en la vieja necrópolis de San Lorenzo, destinada a los más pobres, había sectores de preferencia o de exclusión. A los suicidas, por ejemplo, se les fue arrinconando en un la franja de la colina que lindaba con la famosa Calle del Sapo, donde iban todos aquellos que requerían de los oficios de brujas y yerbateros, o simplemente a adquirir algún brebaje redentor.

Mientras las pompas fúnebres cada vez son menos suntuosas y aquel asunto se resuelve del modo más discreto, también las alegorías de la Parca, aquella Señora Muerte, de innegable seducción para opiómanos como Gautier o necrófilos como Poe, se han convertido en estampas bucólicas que de vez en cuando reviven películas de culto, como El cadáver de la novia. Otros poetas menos delirantes, como Borges, tan solo se ciñen a contemplar los cementerios de sus ciudades que ya se han vueltos museos, como La Recoleta, de estrechos pasadizos donde los cortejos de turistas se mezclan con los devotos de Eva Duarte de Perón:

Convencidos de caducidad
por tantas nobles certidumbres del polvo,
nos demoramos y bajamos la voz
entre las lentas filas de panteones,
cuya retórica de sombra y de mármol
promete o prefigura la deseable
dignidad de haber muerto.

El lugar también puede ser La Chacarita donde enterraron a Gardel; o Pere Lachaise con sus ídolos caídos y hasta las mascotas esculpidas que velan el sueño eterno de sus amos; o el de Santa Magdalena, a la orilla del mar de Puerto Rico, donde fue a buscar mejores aires Pedro Salinas; o ese cementerio de San Andres con sus cruces pobladas de cangrejos.

Al paso que estos lugares se vuelven museos de la memoria, también los oficios de difuntos se han abreviado. Mi padre contaba que en su pueblo había un narrador de velorios llamado Hipólito Ramos. Este hombre iba hilando, cuento tras cuento, las largas horas en vela. Debió ser un hombre más entretenido que las plañideras. Acompañaba al difunto y reservaba el final de sus cuentos solo para los verdaderos amigos del finado, los que sabían esperar el alba para irse. UC

Fotografía Juan Fernando Ospina

 
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