Número 64, abril 2015

Bajo el título de ¡Salud y pesetas! agrupó Rocío Vélez de Piedrahíta dos crónicas médicas escritas a finales de los cincuenta. Publicamos Infarto como un homenaje a la autora, al juego de mesa y a su resistente corazón. Y como una forma de completar el diminuto vademécum de sus historias médicas. Pocos nos hacen reír y pensar escribiendo desde la cama del hospital.
 

Infarto
Rocío Vélez de Piedrahíta. Ilustración: Alejandra Congote

 

Hace tres meses me dio un infarto. En parte porque fue una experiencia inolvidable, en parte porque los médicos no me permiten hacer casi nada, he decidido anotar los recuerdos más salientes de mi enfermedad y que son por cierto los más inesperados.

Estaba yo buena y sana un jueves por la tarde, cuando salí para la casa de mi amiga Rosita que me había invitado a jugar canastas y a tomar té. A mí me encanta jugar cartas con las señoras que no son muy expertas con los naipes. Juegan despacio, con todo cuidado, se equivocan de carta, permiten comentarios ajenos al juego, y sobre todo, no se enojan conmigo cuando doy el morro, ni me preguntan después de jugar toda una tarde, por qué durante la primera partida tiré la jota de trébol teniendo el nueve de diamantes. Nunca he sido capaz de explicar el por qué de mis jugadas tres horas después de haberlas hecho.

Pero indudablemente aquel jueves estaba yo de malas y llegué donde Rosita en el momento preciso en que Emilia, Amalia y Amelia esperaban a que entrara una persona que les hiciera cuarto. En cuanto me vieron llegar, se instalaron y empezaron a repartir sin darme tiempo de saludar a Rosita, ni de quitarme el sombrero. Recogieron las cartas, las abrieron en abanico y con rapidez vertiginosa empezaron a moverlas de un lado para otro; antes de que yo hubiera acabado de recoger las mías, ellas ya estaban listas para empezar, por no decir, para tenderse. Comprendí que Emilia, Amalia y Amelia eran veteranas. Cerré un momento los ojos, recé una jaculatoria a Santa Rita que es la abogada de las causas perdidas; me puse los anteojos, aparté el cenicero, el carriel, los guantes, en fin, cualquier objeto que pudiera distraerme o estorbar mis movimientos; agucé la memoria, el ojo, el oído, los dedos, y empecé a jugar. En un momento se llenó la mesa de canastas de todas las pintas, clases y condiciones. Yo a duras penas alcanzaba a medio escoger una cartica para tirar y nunca me daban tiempo de acabar de organizar mi juego para tenderme. Cuando por fin creí que iba a poner algo sobre la mesa, una de mis compañeras se tendió del todo y empezaron las tres a contar como máquinas calculadoras: hacían morritos de cartas, sumaban, restaban. Amelia que era mi compañera, acabó primero que las otras y sin decirme una palabra me arrebató el juego, lo contó, apuntó, repartió y me encontré nuevamente con un paquete de cartas entre las manos. Mi trío de jugadoras parecía de afán y me recordaban a esos niños que en lugar de saborearse un caramelo, lo muerden y se lo tragan ligerito para poderse comer otro.

Durante más o menos media hora, seguí con todas mis potencias y sentidos concentrados en amortiguar el malestar evidente que sentían mis compañeras al verse abocadas a tener que pasar toda la tarde con una jugadora tan lenta y tan mediocre como yo.

Pero he aquí que las jugadoras de la mesa vecina, que eran del género lento y charlatán iniciaron una conversación a media voz y por el tono y el modo como trataban el tema, comprendí que se trataba de algo sensacional. Me avergüenza decirlo, pero la única tentación que no he logrado resistir nunca es la de intervenir en una conversación que tenga por base un chisme sensacional. Yo soporto el frío, el calor, el sueño y el hambre. Puedo madrugar, trasnochar con enfermos, velar a un muerto, ayunar a pan y agua meses enteros, pero dejar de emitir mi opinión sobre la vida privada de personas que no conozco o sobre hechos que no me constan, eso ¡jamás!

Imagínense el esfuerzo inaudito que tuve que hacer desde ese momento en adelante para atender al cuento y tratar de satisfacer a mis veloces compañeras. De las palabras que lograba entresacar, deduje que se trataba de algo gravísimo que dizque había ocurrido en un club, por culpa de unos diminutos shorts que se había puesto Pepita, la amiga de mi hija Carolina. Yo sé que Pepita no usa shorts porque el papá no la deja, pero cuando logré sacar un momentico para aclarar este punto, los tales calzoncitos ya no le interesaban a nadie. No entendí y creo que jamás podré averiguar cómo llegaron mis amigas a la conclusión de que la culpa del tamaño de los shorts de Pepita, la tenía una señora que yo no conocía, pero de la cual me pude formar una idea muy exacta, por los muchos datos que aportaron varias señoras que eran amigas íntimas de la víctima y que nos relataron en pormenor las confidencias que aquella les había hecho en sus momentos de desahogo. Créanlo Uds. o no, aquella reunión de señoras de aspecto tan inofensivo, todas buenas católicas, de misa y comunión diaria, so pretexto de que la aguadísima vida sentimental de aquella desventurada señora era del dominio público, que nada nuevo estaban diciendo, y que aquella honra mustia y vacilante ya nada tenía que perder, la volvieron trizas a ella y a todas las personas directa o indirectamente relacionadas con su vida. La conversación se agitó a tal extremo, que las jugadoras de las demás mesas (excepto Emilia, Amalia y Amelia, naturalmente), suspendieron temporalmente la partida para aportar a voz en cuello todos los datos que tenían al respecto. Se pasó luego a una crítica minuciosa y detallada de las comunidades religiosas y del clero en general. Afortunadamente no había en aquella reunión ninguna señora protestante y las ventanas que daban a la calle estaban cerradas porque este tema se trató sin el menor respeto y con lujo de detalles.

Como Emilia, Amalia y Amelia seguían, dele que dele, sin darme un momento de descanso, no supe cómo pasamos a hablar de lo egoísta que era Julia (una amiga nuestra) porque no daba la receta de merengues con crema correctamente. De repente sentí la cabeza un poco pesada y se me nubló la vista. Traté de olvidar los sermones, los merengues, la vida amorosa de la señora que no conocía y haciendo un esfuerzo sobrehumano cogí una K de corazón y la tiré. Mis tres compañeras me miraron atónitas y exclamaron con indignación: “¡el morro!”. Miré el morro: alcancé a comprender vagamente que lo había dado, y sin más, caí al suelo sin sentido.

Rosita llamó a un médico que se presentó al instante y diagnosticó un infarto, con lo cual me llevaron cuidadosamente a una clínica y las veinte señoras del costurero se separaron en medio de la más grande excitación. Media hora más tarde, doscientas mil personas sabían y con lujo de detalles, que yo tenía un infarto, por qué tenía infarto y que lo más probable era que me muriera esa misma noche.

Estoy segura de que los médicos, las enfermeras y los demás miembros del personal de la clínica, no olvidarán nunca los veinte días que pasé en su establecimiento.

Yo tengo seis hermanos; eso no es mucho, pero como cada uno de ellos tiene una esposa y seis o siete hijos, algunos casados; y como Diego por su lado tiene ocho hermanos también casados y con sus medias docenas de hijos; como entre los dos juntamos veinte tíos con sus respectivas cónyuges; añádase a esto que tenemos parientes en segundo grado y muchas personas que nos quieren o que nos deben atenciones y se comprenderá fácilmente por qué el ascensor de la clínica no daba abasto aquella noche sino para subir y bajar a mis visitantes. Como mi enfermedad no daba tiempo para ronceos y la noticia que cundió era la de que me iba a morir de un momento a otro, todo aquel gentío se precipitó a hacer acto de presencia: llenaron las salas de espera, el hall, los pasillos, las escaleras. El servicio se dificultó, el teléfono quedó inutilizado y el ruido se hizo insoportable. Cada persona creía que estaba hablando muy bajo, pero aquel enjambre caminando, moviéndose y susurrando, producía inevitablemente algo más que un runrún. A las nueve de la noche, en vista de que no me moría y de que la espera iba a ser larga y monótona, una cuñada tuvo la peregrina idea de traer de su casa una cafetera automática, de esas que silban cuando el agua hierve. Como no trajo ni cucharitas, ni azúcar, ni agua, ni pocillos, atajaban a toda enfermera que pasaba y le pedían “un pocillito, si me hace el favor”; pero cuando la señorita traía el pocillito en cuestión, le pedía otro y otro, hasta tener en uso toda la vajilla de la clínica y en movimiento a todo el personal. Por fin a eso de las once ó doce, un médico tuvo la genial idea de anunciar que yo tal vez aguantaba la noche sin morirme, con lo cual se disolvió la asamblea. Según me cuentan, esta escena se repitió con ligeras variantes, durante todo el día y la noche siguiente, pero yo no me di cuenta de nada.

 
Ilustración: Alejandra Congote

Recobré el conocimiento cuando vinieron a componer el ascensor de la clínica que por descuido del arquitecto, quedaba frente a mi cuarto y que tenía un daño muy raro que no se arreglaba sino a golpes de martillo. Mi médico, que por lo demás me dejó muy satisfecha y agradecida, tuvo la ocurrencia de anunciar que yo ya había recobrado el conocimiento; inmediatamente todo el mundo quiso “entrar un instantico a darme un saludito”.

Los compañeros de clase de mis hijos venían por grupos para ver cómo era una señora con infarto y qué cara hacen los que se les está muriendo la mamá. Empezaron a desfilar por mi estrecha alcoba, docenas y más docenas de personas que se ponían a mis órdenes “para cualquier cosita que se te ocurra”. Recuerdo vagamente que varias señoras me preguntaron yo qué podía comer: contesté que no tenía ni la menor idea, que creía que un poco de oxígeno. Una me llevó un frasco de jalea de moras porque al marido de ella cuando lo operaron del apéndice le encantaba.

Algunos visitantes (hombres por lo general) le decían jovialmente a Diego que no se preocupara que con los nuevos adelantos de la medicina, infarto era una cosa sin importancia. Otros, (mujeres por lo general), con los ojos aguados y la voz trémula, nos recomendaban valor y sometimiento a la voluntad Divina. Muchísima gente, de ambos sexos, quería saber en detalle todo lo que yo había sentido los días anteriores al ataque para estar seguros de que a ellos no les estaba pasando nada semejante. También me trajeron muchas reliquias y cada cual me aseguraba que como mi caso era desesperado, si me aliviaba era un milagro patente de su Santo.

No me explico por qué los directores de las clínicas, conociendo nuestro medio y las costumbres locales, no han organizado un servicio de información en cada piso, que pueda decir a todo el que llega en qué estado se encuentra el enfermo que le interesa y anotar los nombres de los visitantes para pasar la lista a los familiares del paciente. Por difícil que parezca esta medida, resultaría sencilla si se compara con el ruido y el desorden que causan esas animadas tertulias que dificultan el servicio y perjudican a los pacientes.

Mientras estuve en peligro de muerte, las enfermeras se peleaban el privilegio de atenderme. Eran un montón de muchachitas disfrazadas de enfermeras, con zapatos de tennis, que no lograban acostumbrarse a tener la muerte tan cerca y entraban constantemente a curiosearme. Examinaban detenidamente a Diego, a mis hijos, mi ropa, etc. A cada momento encontraban un pretexto nuevo para asomarse y traían compañeras de otros pisos que todavía no conocían “infartos”.

Una noche, a eso de las 9 p. m., no me explico por qué, me quedé un rato sola y pude oír la conversación de dos enfermeras que se sentaron junto a mi puerta a cambiar sus impresiones.

—No querida, ¡qué opinas del gentío que viene a ver esta señora! Yo creo que ha venido más gente que cuando operaron a la del 320. Discutieron acaloradamente si se iba a morir primero la del 320 o yo, cuál enfermedad les parecía peor, de cuál preferirían morirse y cuál de las dos enfermas les parecía más necia y quejumbrosa. Luego pasaron a detallar el vestido, peinado y maquillaje de mis amigas y parientas. Estuvieron, eso sí, de acuerdo, en que mi sobrino Carlos era el hombre más buen mozo que habían visto, que si volvía al día siguiente se morirían y que con un hombre así se querían casar. Luego se quejaron del quehacer que tenían por culpa mía. Parece que la pelotera tenía recargado de trabajo el personal de ese piso, desordenado el servicio, y malhumorada a la monja. Los enfermos del 322 y 323 se habían quejado del ruido y de que mis visitantes, por error o por curiosidad, se les entraban a las piezas. Los niños parecían exhaustos, Diego incómodo, mis vecinos descontentos, las visitas desconcertadas.

Entonces sucedió lo peor de todo: empezó a darme pena de no morirme. Yo había arreglado mis cuentas con Dios Nuestro Señor y había aceptado de antemano todo lo que tuviera a bien resolver; ahora me puse a rogarle que resolviera prontico lo que fuera, porque si esa situación se prolongaba, mis hijos iban a perder el año, yo iba a perder a mis amigos, y Diego iba a perder el empleo.

El Señor en su infinita misericordia resolvió que yo siguiera viva. Ya en mi casa, empecé a devolver las reliquias y las bandejas en que mandaban bizcochos y dulces muy buenos para la digestión pero que mi médico no me dejaba comer. Fascinaban, eso sí, a los niños y a las visitas que llegaban por oleadas a la hora del té, a pesar de que el doctor no se cansaba de repetir que yo no podía hablar y que necesitaba un descanso absoluto. El día que me levanté por primera vez, la dentrodera me dijo de buen modo, pero perentoriamente, que si me daba otro infarto, ella se iba.

Supe que estaba definitivamente fuera de peligro el día en que Diego se sentó en la cama y me dijo: “mira mijita, ¿tú sabes por casualidad, dónde están mis mancornas redondas, que lo que hace que estás en la cama no las he podido encontrar...?”. Yo le dije que tal vez pudieran estar en el cofre en donde las guarda hace diez años. Y efectivamente, allí aparecieron. Supe después que las había buscado durante un mes por toda la casa sin poderse imaginar dónde las habría escondido yo antes de irme a tomar el té donde Rosita. UC

 
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