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—¿De dónde son ustedes? —les pregunta Orley a los turistas que lo circundan sudorosos luego de subir la segunda montaña del tour. “De Aranjuez”, “de Castilla”, “de Belén”, “de Manrique”, “de acá mismo”, se escuchan las voces.
—¿Hace cuánto viven en Medellín? —replica Orley.
—Toda la vida —responde uno de ellos.
—Aquí en esta montaña hay una partecita tuya y de tu familia —le dice, y todos los demás fruncen el ceño preguntándose “¿cómo así?”.
—Sí, estamos parados sobre toda la basura que produjimos entre los años 77 y 84 cuando este sitio funcionó como botadero municipal —explica Orley.
Hasta la primera década del siglo XXI los gases hacían bruma, para subir había que taparse la nariz, las chispas eran parte del paisaje y los incendios, gajes del oficio. La mayoría de pobladores se fueron hace cinco años, cuando les dijeron que vivir en el morro era sinónimo de calamidad. La mayoría cambió sus ranchos por apartamentos, los senderos por las escaleras, la madera por ladrillo, a Moravia por Los Álamos, La Aurora y Pajarito.
Hubo algunos que no aceptaron el canje, se quedaron y escribieron grafitis sobre las fachadas de sus viviendas: “Ante el desalojo ni me rindo ni me aflojo”, “El riesgo real del barrio es el apetito voraz de la administración”. Aunque saben del riesgo que corren porque la montaña sigue sudando y cada tanto el viento les vuela el techo o reaparece el fuego, le perdieron el miedo a morir quemados o a contraer la rabia, no renunciaron a la vista, a la planicie que tienen a la redonda ni a su posición estratégica en la ciudad.
Hoy en día se dan el lujo de vivir entre dos estaciones del metro, Universidad y Caribe, de ser propietarios de un epicentro artístico como el Centro Cultural Moravia que es la envidia —de la buena— de los demás barrios.
Tienen la suerte de estar rodeados de ciclorruta, sin bajadas ni subidas, y de tener la posibilidad de llegar en bicicleta al Centro de Medellín en contados minutos. Tienen la suerte de ser vecinos de la Terminal del Norte, del Jardín Botánico, del Parque Explora, del Planetario, del Parque de los Deseos, del Museo cementerio de San Pedro, del Alma Máter, de la zona médica, de Ruta N, del abc de Medellín. Todo está cerca. Por eso en Moravia la tierra escasea y el precio del arriendo está en alza. Los demás barrios del norte señalan a los moravitas como gente “de modito” o los tildan de “pinchados”.
“Sigamos el recorrido”, les dice Orley a los caminantes y los lleva al costado occidental. Entonces alza su mano como si fuera un agente de tránsito, señala a lo lejos, por allá a las montañas de Robledo y les dice: “la alcaldía dice que a los habitantes del morro los reubicaron pero para mí, los desubicaron”.
El éxodo generó un duelo en la comunidad, entre quienes se fueron y quienes se quedaron. Como las despedidas son muertes pequeñas, en septiembre de 2010 se hizo un velorio chocoano y un grupo de mujeres le dijo adiós al morro como lugar de residencia, augurándole vida eterna en la memoria de sus antiguos habitantes y vecinos, deseándole un verde futuro, sin chispas, incendios ni gases tóxicos, amén.
Doña Leonor Padilla fue una de esas vocalistas, devota de la Virgen del Carmen y de San Pacho, que le dijo adiós a la montaña. Suele cantarle desde su balcón al río Atrato, al muelle, a la panga y a ese pueblito de dos sílabas que todavía tiene el acento en su corazón. Se llama Beté y allá dejó a la familia, la escuela y el chontaduro. Pero en su piel se trajo la bandera y en su voz el hábito de celebrar hasta la muerte. Cuando era niña aprendió de su padre a llevarles serenata a los difuntos, a cantar y a bailar delante de los dolientes un repertorio para el adiós.
“Muchos oficios tradicionales en Moravia se extinguieron —continúa su discurso Orley—, algunos de esos gremios sobreviven como el de los chatarreros, peinadoras, ropavejeros, recicladores, areperas…”. En ese momento los visitantes se miran entre sí y se sonríen con picardía. “Tan malpensados”, les dice Orley antes de continuar hablando sobre otro tipo de ocupaciones en Moravia.
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—¿Y cuál es la ocasión para esta noche? —le pregunta Wendy a su clienta fija mientras enreda una lana escarlata en un crespito y comienza a hacer la primera trenza.
—Los grados de mi nieto —responde Ana y luego respira profundo, empuña las manos, frunce el ceño y arruga la frente.
—¡Tan bello! —replica Wendy que continúa de aquí para allá con un mechón, de allá para acá con una greña.
—Sí, se graduó de preescolar, el año entrante comienza la primaria —agrega con orgullo.
Para los egresados del Pacífico, radicados en Moravia, todo —hasta que no se demuestre lo contrario— es susceptible de festejarse. Wendy, en El Oasis, presiente esa fiebre de verbena con solo tocar las cabezas de sus clientas.
El domingo la rumba los busca, el baile los apretuja, el vallenato los derrite, el reguetón los deshace, la champeta los contenta, hay efervescencia de melanina. A lo largo de la quebrada La Bermejala hay un bulevar con humedad de fiesta cada fin de semana. A la venta está la “cerveza envenenada”, los “chorizos encoñadores”, el “bolis de champaña”, la “longaniza afrodisiaca”.
En Moravia hay un Chocó Chiquito y en ‘El Hueco’, cerca de un puente y de la quebrada que atraviesa el barrio, se encuentran todos los paisanos de Condoto y de Istmina, de Bagadó y de Quibdó, antiguos navegantes del San Juan y del Baudó, con el mismo antojo de mapalé y de borojó, de bunde y currulao.
Cuando el alcohol los convence de que la noche es infinita, llega la lluvia de harina y esa sensación de que ya nada importa: ni que se acabó el tiempo, ni que es lunes, ni que hay que ir a trabajar. Lo que importa es que hay vida, que cualquier día el mundo se puede acabar, que cada domingo debe haber carnaval.
“Se habla mal de mí, (…) porque yo me tomo mis tragos, no ve que pa eso trabajo, no le hago mal a nadie, ni tampoco soy irresponsable”, dice Harrison Palacios. “Me la paso rumbiando toda la semana, hasta las cinco de la mañana, con mis amigos y con mis panas y rematamos el otro fin de semana”, reconocen Jeff, Dilma y Yommy.
“La vida yo también me la gozo, sin amarguras yo la paso sabroso”, declara Jahír Córdoba. “De profesión soy rumberólogo, donde se encuentra la rumba, ahí estoy yo”, rematan los cinco artistas en el coro de la canción Rumberólogo del grupo Explosión Negra.
La propuesta musical tiene el color de la cumbia con tintes de ska; el olor de la tambora con esencia de marimba; el sabor de la chirimía revuelta con hip-hop y la textura del cielo chocoano con aguacero de gaita. El sonido desata algarabía en los hombros, chapaleo de cintura, flexión de rodillas, sudor en movimiento y estiramiento de sonrisa.
Entonces llega el alboroto, los espectadores cantan, luego aplauden, gritan: “qué tumbao”, “otra, otra”, “hasta abajo”. Este cuarteto ha sido embajador del Chocó, de Medellín y de Moravia —cómo no— en Canadá, Estados Unidos y México. En 2011 fue preseleccionado por los premios Grammy Latino y nominado a mejor álbum en los Premios Shock por su trabajo Barro de Medellín, y en 2014 tuvo el honor de compartir tarima con el septeto de matronas negras de Moravia que dieron un concierto a capela de música mortuoria en una calle ciega del barrio.
En Moravia existe también una propuesta contraria, algo sombría. Se trata del hombre de la implosión negra, del réquiem a domicilio, el especialista en exequias, de profesión “velorólogo”: donde hay velorio, ahí está Ovidio Conde. Él se denomina a sí mismo el intérprete de las Ánimas del Purgatorio.
Su presentación tarda solo treinta minutos: tiene el color de las flores marchitas con tintes de ceniza; el olor de la camándula con esencia de sufragio; el sabor del tinto recalentado; la textura del incienso con la piel de la tristeza. Su voz causa encogimiento de hombros y nudo en la garganta.
Se alquila para hablar cuando nadie quiere hacerlo, recita discursos póstumos, dona palabras de aliento durante un entierro y dirige la novena de los fieles difuntos. Cuando llega al escenario, se da la bendición y suelta sus rogativas: “dale Señor el descanso eterno”, “¿ánimas del purgatorio quién las pudiera aliviar?”. Entonces sigue la melancolía, los asistentes cierran los ojos, luego rezan, repiten en coro: “Dios las saque de penas y las lleve a descansar”, “brille para ella la luz perpetua”.
Ovidio se entera de un sepelio cuando recibe la llamada de un amigo, conocido o desconocido: “aquí lo esperamos en la novenita, usted sabe que con nosotros le va bien”, le dicen aludiendo a la propina que suelen darle al final del acto. También recibe notificaciones directas del más allá; a las honras fúnebres de la madre de Orley, por ejemplo, llegó porque las ánimas le avisaron, entró a la sala y, sin presentarse ni conocer a nadie, empezó a orar.
Él hace parte de la lista de personajes ilustres de Moravia que Orley menciona antes de terminar la visita guiada. Marina Aguilar y Antonio Guzmán, quienes en tiempos de tugurios, protegieron con desvelo la cancha de fútbol para que no fuera invadida y el barrio no perdiera un espacio para el encuentro, están en la lista. Gracias a ese terreno de juego, los dos sectores de Moravia que estuvieron en guerra hicieron las paces en medio de un cotejo.
También están Vicente Mejía, el padre que llegó con hostia y sotana a dar misa en medio de gallinazos y basura. Aceneth Restrepo, la partera que, en épocas de desalojo forzado y gases lacrimógenos, atendía partos de emergencia: en andenes, escaleras, patios, barrancos, donde las contracciones no dieran más espera. ‘Mamachila’, la primera madre comunitaria que, en temporadas de desempleo, le cuidaba los hijos a las vecinas para que pudieran salir a buscar trabajo.
Gloria, la conciliadora de otrora cuando los problemas del barrio eran por las fronteras de los ranchos, los maridos coquetos y las filas en la tienda. Feliciano Córdoba, el negro al que se le prendió el bombillo y gestionó el primer transformador de energía que le dio la luz a El Oasis. Leider Mosquera, fundador de los “Reyes del perreo”, el grupo de estudio que se tomó al reguetón en serio.
Shakira, el barbero afro que hace maravillas cuando mueve la navaja sobre el churrusco en la mejilla. José Taborda, el fabricante de límpido que descubrió la fórmula secreta para sacar las manchas de plátano y mamoncillo. Heroína Córdoba, fundadora del morro y cantautora que le hizo críticas al sistema a punta de villancicos.
Ana Mosquera, emigrante del occidente colombiano, portadora del virus de la alegría y conquistadora de Chocó Chiquito, el legendario sector del vacilón y de la bella negramenta. Petrona Moreno, la morena que en compañía de diecinueve mujeres le cambió la pinta a la principal altura de Moravia: pasó de ser el morro de basura, a ser un campo de concentración de catleyas, bromelias y bifloras.
Ubaldina Bedoya, la especialista en bolis, el postre típico preferido por los niños que distribuye a través de su ventana. Doña Ricardina Mosquera, la que todos los días al atardecer sale a la esquina a ofrecer el mecato favorito para brillar colmillos: “paticas de gallina” y “pescuezos de gallito” apanados.
Y así, se va yendo Orley entre palabras e historias durante el descenso del morro. En el camino de regreso tres niñas saltan lazo, una señora baila salsa en la acera, un joven viste al maniquí negro con cara de caballo en las afueras de un almacén de ropa, un par de zapatos tambalean colgados de los cables de la luz, una chancla está a la deriva atascada en una alcantarilla.
Orley sigue repartiendo saludos, tirando besitos a las doñas, masticando el mismo palillo de dientes y desbaratando la imagen que la mayoría tenía de Moravia cuando creían que era frontera, callejón y laberinto. “Vuelvan por acá, no me olviden”, les dice Orley mientras se despide y todos se lo llevan sin darse cuenta. Él todavía no se menciona a sí mismo como un personaje célebre en su recorrido, no lo sabe, pero es el hombre puente, es el souvenir que todos se llevan, el que nadie olvida después de salir de Moravia.