Número 64, abril 2015

Moravia social tour
Carolina Calle. Fotografía Juan Fernando Ospina

 

Después de cruzar un río, atravesar un bosque y escalar dos montañas, ese hombre que reparte saludos en cada calle pero no es un político, que tira besitos a las señoras pero no es un donjuán, que mastica un palillo de dientes pero no es un camionero, se para al frente del grupo que le sigue los pasos y con la convicción de un culebrero les dice: “Moravia es el paraíso”.

Y ahí, en la cumbre del morro, da un giro de 360 grados para que la brisa lo abrace y señala hacia cada punto cardinal mencionando los encantos de esa vecindad. Moravia queda a una cuadra del parque de diversiones, a un puente de la terminal de transporte, a una loma del hospital, a una manzana del cementerio, a una carrera de la universidad, a una diagonal del jardín, a un atajo de las estrellas, a una rampa del acuario y a un sendero del cielo.

“¿Qué más se le puede pedir a la vida?”, insiste. Lo escuchan veintidós hombres y una mujer cuyas miradas están perdidas en el paisaje del valle. Unos sacan sus bitácoras y escriben, otros alzan sus cámaras y graban la divisa. Luego quieren la foto de grupo y le piden al personaje que pose con ellos. Y así, la imagen de Orley queda incrustada en el recuerdo del turista que atravesó la frontera y coronó el tour en la principal altura de Moravia.

Siempre habrá una respuesta cuando Moravia es la pregunta: invasión, resistencia y transformación son las palabras claves que la acompañan. Hay tesis de grado, documentales, canciones, libros y archivos de prensa que llevan por título el nombre del barrio. Y allá llegan nativos y extranjeros, estudiantes y profesores, periodistas y cineastas, políticos y artistas.

Todos quieren con Moravia y la ruta empieza y termina con el hombre que se sabe todas las travesías para llegar a sus personajes: Orley Argiro Mazo. Además de director técnico de futbolito, mánager de bailarines, columnista de prensa barrial, fotógrafo de fiestas étnicas, recolector de piedras bonitas y coleccionista de frascos antiguos, ha sido el guía turístico del barrio desde que Moravia se convirtió en la “capital” de la comuna 4 y en el barrio que más moja prensa de la zona norte de Medellín.

La expedición empieza en el Centro Cultural Moravia. Los visitantes, de gorra y zapatos cómodos, llegan preparados para un largo recorrido, cruzan la quebrada La Bermejala y caminan sobre el pavimento que ocultó las huellas del Ferrocarril de Antioquia. De esos ranchitos de madera que estaban al pie de la carrilera y que vibraban con cada tren solo quedaron fotos en sepia, un recuerdo en blanco y negro y el hábito de sacar los trapitos de colores al sol.

Ahora —en la carrera 55— prolifera el ladrillo y el temblor lo originan los decibeles de los equipos de sonido. Al principio de la cuadra se alquilan los hallazgos de los recicladores: prendas de vestir de segunda para primeras comuniones, vestidos fucsia para los quince, corbatas negras para entrevistas de trabajo o abrigos de Papá Noel quién sabe para qué.

Hacia el final de esta vía se rentan lavadoras a mil pesos la hora. Se prestan asientos para que los vecinos pongan el parqués, el dominó o las cartas sobre la mesa. El asfalto termina en dos callejones con salida y en una “montaña de mentiras”. “Este morro lo hicieron a punta de escombros”, cuenta Orley y comienza a subir por una rampa peatonal y estrecha que desemboca en El Oasis, uno de los dos sectores con más presencia afro de Moravia que inició como asentamiento temporal para damnificados de inundaciones e incendios.

Allá todavía se vive a la usanza de la primera época —en los años cincuenta— cuando Moravia era considerada una invasión. En el principio de los tiempos cuando el barrio no era barrio y todo alrededor era plano, las primeras viviendas surgieron de la conquista del pantano. Como estaban situados al nivel de río Medellín que tenía su cauce desperdigado, casi todo a la redonda tenía tierra movediza.

Fotografía Juan Fernando Ospina

Antes de llamarse Moravia tuvo otros nombres: Fidel Castro, Camilo Torres y El Zancudo. Cerca estaba el Bosque de la Independencia donde llegaban practicantes de pesca al lago que aún se conserva, y jinetes, al hipódromo que alguna vez hubo en donde ahora compiten las orquídeas por el primer puesto en la Feria de las Flores.

A finales de los años setenta, la alcaldía de Medellín le concedió los terrenos al Parque Norte para que ampliara sus atracciones. Pero, mientras decidía cómo hacerlo, diseñaban los planos y compraban los aparatos, le prestó el espacio a las Empresas Varias en 1977 para que acomodara todos los desperdicios del área metropolitana.

Entonces las volquetas quedaron autorizadas para moverse en la zona y vaciar toneladas de desechos. Dos montañas fueron ascendiendo, se hicieron curvas y carriles sobre la misma basura para que los vehículos pudieran moverse con soltura, y Moravia se convirtió en otro parque de atracciones pero para personas con hambre. Llegaron desplazados, mendigos, desempleados, damnificados, pero no de paso sino para quedarse porque el basurero era el único lugar que les daba trabajo a largo plazo.

Como el camino iba creciendo verticalmente entonces se necesitó de transporte especializado para sacar la materia prima. Llegaron los conductores de burros a quienes se les llamó ‘burreros’. A los encargados de separar la comida del resto de desperdicios se les denominó ‘chuteros’. A los que hacían trampas con cabuyas para cazar gallinazos se les dijo ‘tramperos’. A los edificadores de ranchos que decidieron convertir sus oficinas en viviendas se les llamó ‘tugurianos’.

El rumor de que había oportunidades se fue regando y a la terminal de transporte llegaron inmigrantes que solo tuvieron que cruzar un puente para hacer parte del barrio. La ciudad se estiró por un lado, se ensanchó por el otro y ese par de cerros que aparecieron de la nada comenzaron a sobresalir por su altura, por la neblina putrefacta y por el sobrevuelo de aves de rapiña.

De esta época quedó el registro del cineasta antioqueño Diego García Moreno en 1983 cuando filmó el cortometraje Balada del mar no visto. El protagonista es un hombre negro que camina por Medellín buscando una salida al mar con su canoa al hombro. Y su sueño termina oxidado en la cúspide del basurero, en medio de un paisaje lúgubre, fétido y desolado que el director no tuvo que intervenir porque el escenario era el morro natural de Moravia.

Si no fuera porque en 1984 se ordenó su clausura quizás hoy serían rascacielos de basura y de escombros. El cierre de los botaderos fue la apertura tácita a quienes necesitaban dónde construir sus casas así fuera sobre un suelo inestable y tóxico. Desde entonces esos espacios que atraían ratas y recibían visitas de gallinazos se convirtieron en los sectores más poblados de Moravia.

Y aunque en 1993 obtuvo el reconocimiento oficial y su nombre fue incluido en el mapa de los barrios, muchos de sus habitantes todavía tocan madera cada vez que se recuestan a las paredes de sus casas. En El Oasis los techos de zinc están cuñados con piedras. Las paredes además de oídos tienen bocas porque las dedicatorias escritas sobre la tabla cuentan historias.

La modernidad les llegó con la nomenclatura que les puso números sobre las puertas para que los mensajeros no se perdieran con la correspondencia, la cuenta de servicios y el impuesto predial. El interior de las viviendas parece una unidad de urgencias médicas cuyas piezas están separadas por cortinas corredizas. Los clósets son cajas de cartón que se ocultan debajo de la cama. En la sala nunca faltan los televisores de pantalla plana ni el bafle del tamaño de una caja de cerveza empinada.

Durante ese tour, un par de niñas andan cogidas de gancho en la calle mientras tararean un reguetón. Un niño eleva su cometa desde el segundo piso esquivando la antena de Directv de los vecinos.

Los señores tiran los dados, los billares están llenos de brindis, las máquinas de azar atragantadas de monedas y las tiendas surtidas de hielo y chicha.

La publicidad está hecha a mano y pululan letreros pegados del vidrio, del poste o del ladrillo que promocionan productos y servicios típicos: “Se cosen extensiones”, “Se compra cabello humano”, “Se hacen trenzas”, “Se vende gallina criolla y menudencia fina”, “Se hacen remiendos”, “Se buscan envases de límpido”, “Se fabrican batolas”, “Se alquila pieza para persona sola”.

Un trío de vecinas lee en voz alta los titulares de la prensa amarilla y una parejita de adolescentes se besa delante del río Medellín que mece una balsa cerca de la orilla. Los caminantes mientras tanto siguen pendientes del suelo para esquivar las mierdas de los perros y Orley continúa saludando y guiñando el ojo como si fuera un marinero, como si ese barrio fuera su mejor puerto.

Fotografía Juan Fernando Ospina

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Moravia es el único barrio de Medellín con gentilicio —moravita—, quizás porque tiene algo de pueblo y mucho de país. Moravia tiene que ver con el río y con el mar, está poblada por la nostalgia de la marea y del caudal. Es un barrio de puentes y riberas, de llegadas y partidas.

En el sector La Herradura trabajan los areneros, señores con botas como don Víctor, que se meten todos los días al río a recoger arena para vender y, por qué no, a echarle el ojo a la corriente por si alguna vez los sorprende y les lleva un tesoro de aguas negras.

En el sector Moravia, desde la madrugada se exhibe el pescado fresco en la carreta de don Rafael: “tilapia, bocachico, dorado”, antes del mediodía su vitrina ya está vacía. En el restaurante El Mesón, la sucursal de la sazón pacífica, la especialidad es la trucha y el sancocho de bagre. María Pájaro le hace la competencia, ofrece las delicias de la costa Atlántica pero en su hogar, ella es la chef y la anfitriona. Abre su propia puerta y organiza su mesa para que los turistas descubran a qué sabe realmente un menú “casero” cuando la casa es Moravia.

En El Bosque, don José Velásquez, un sastre de aguja gigante, confecciona una atarraya blanca para echar al agua. Los transeúntes y hasta los vecinos lo confunden con un costeño porque trabaja de chanclas y pantaloneta, y lo que hace tiene más cara de hamaca. Cuando termina de tejer, mira de un lado a otro desde la acera para cerciorarse de que no haya tráfico, coge impulso, gira la cintura y lanza la red sobre el pavimento para comprobar su alcance y para no olvidar el movimiento que hacía antes de que el río que le daba peces comenzara a bajar cadáveres entre sus aguas.

 

Fotografía Juan Fernando Ospina

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—¿De dónde son ustedes? —les pregunta Orley a los turistas que lo circundan sudorosos luego de subir la segunda montaña del tour. “De Aranjuez”, “de Castilla”, “de Belén”, “de Manrique”, “de acá mismo”, se escuchan las voces.
—¿Hace cuánto viven en Medellín? —replica Orley.
—Toda la vida —responde uno de ellos.
—Aquí en esta montaña hay una partecita tuya y de tu familia —le dice, y todos los demás fruncen el ceño preguntándose “¿cómo así?”.
—Sí, estamos parados sobre toda la basura que produjimos entre los años 77 y 84 cuando este sitio funcionó como botadero municipal —explica Orley.

Hasta la primera década del siglo XXI los gases hacían bruma, para subir había que taparse la nariz, las chispas eran parte del paisaje y los incendios, gajes del oficio. La mayoría de pobladores se fueron hace cinco años, cuando les dijeron que vivir en el morro era sinónimo de calamidad. La mayoría cambió sus ranchos por apartamentos, los senderos por las escaleras, la madera por ladrillo, a Moravia por Los Álamos, La Aurora y Pajarito.

Hubo algunos que no aceptaron el canje, se quedaron y escribieron grafitis sobre las fachadas de sus viviendas: “Ante el desalojo ni me rindo ni me aflojo”, “El riesgo real del barrio es el apetito voraz de la administración”. Aunque saben del riesgo que corren porque la montaña sigue sudando y cada tanto el viento les vuela el techo o reaparece el fuego, le perdieron el miedo a morir quemados o a contraer la rabia, no renunciaron a la vista, a la planicie que tienen a la redonda ni a su posición estratégica en la ciudad.

Hoy en día se dan el lujo de vivir entre dos estaciones del metro, Universidad y Caribe, de ser propietarios de un epicentro artístico como el Centro Cultural Moravia que es la envidia —de la buena— de los demás barrios.

Tienen la suerte de estar rodeados de ciclorruta, sin bajadas ni subidas, y de tener la posibilidad de llegar en bicicleta al Centro de Medellín en contados minutos. Tienen la suerte de ser vecinos de la Terminal del Norte, del Jardín Botánico, del Parque Explora, del Planetario, del Parque de los Deseos, del Museo cementerio de San Pedro, del Alma Máter, de la zona médica, de Ruta N, del abc de Medellín. Todo está cerca. Por eso en Moravia la tierra escasea y el precio del arriendo está en alza. Los demás barrios del norte señalan a los moravitas como gente “de modito” o los tildan de “pinchados”.

“Sigamos el recorrido”, les dice Orley a los caminantes y los lleva al costado occidental. Entonces alza su mano como si fuera un agente de tránsito, señala a lo lejos, por allá a las montañas de Robledo y les dice: “la alcaldía dice que a los habitantes del morro los reubicaron pero para mí, los desubicaron”.

El éxodo generó un duelo en la comunidad, entre quienes se fueron y quienes se quedaron. Como las despedidas son muertes pequeñas, en septiembre de 2010 se hizo un velorio chocoano y un grupo de mujeres le dijo adiós al morro como lugar de residencia, augurándole vida eterna en la memoria de sus antiguos habitantes y vecinos, deseándole un verde futuro, sin chispas, incendios ni gases tóxicos, amén.

Doña Leonor Padilla fue una de esas vocalistas, devota de la Virgen del Carmen y de San Pacho, que le dijo adiós a la montaña. Suele cantarle desde su balcón al río Atrato, al muelle, a la panga y a ese pueblito de dos sílabas que todavía tiene el acento en su corazón. Se llama Beté y allá dejó a la familia, la escuela y el chontaduro. Pero en su piel se trajo la bandera y en su voz el hábito de celebrar hasta la muerte. Cuando era niña aprendió de su padre a llevarles serenata a los difuntos, a cantar y a bailar delante de los dolientes un repertorio para el adiós.

“Muchos oficios tradicionales en Moravia se extinguieron —continúa su discurso Orley—, algunos de esos gremios sobreviven como el de los chatarreros, peinadoras, ropavejeros, recicladores, areperas…”. En ese momento los visitantes se miran entre sí y se sonríen con picardía. “Tan malpensados”, les dice Orley antes de continuar hablando sobre otro tipo de ocupaciones en Moravia.

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Fotografía Juan Fernando Ospina

—¿Y cuál es la ocasión para esta noche? —le pregunta Wendy a su clienta fija mientras enreda una lana escarlata en un crespito y comienza a hacer la primera trenza.
—Los grados de mi nieto —responde Ana y luego respira profundo, empuña las manos, frunce el ceño y arruga la frente.
—¡Tan bello! —replica Wendy que continúa de aquí para allá con un mechón, de allá para acá con una greña.
—Sí, se graduó de preescolar, el año entrante comienza la primaria —agrega con orgullo.

Para los egresados del Pacífico, radicados en Moravia, todo —hasta que no se demuestre lo contrario— es susceptible de festejarse. Wendy, en El Oasis, presiente esa fiebre de verbena con solo tocar las cabezas de sus clientas.

El domingo la rumba los busca, el baile los apretuja, el vallenato los derrite, el reguetón los deshace, la champeta los contenta, hay efervescencia de melanina. A lo largo de la quebrada La Bermejala hay un bulevar con humedad de fiesta cada fin de semana. A la venta está la “cerveza envenenada”, los “chorizos encoñadores”, el “bolis de champaña”, la “longaniza afrodisiaca”.

En Moravia hay un Chocó Chiquito y en ‘El Hueco’, cerca de un puente y de la quebrada que atraviesa el barrio, se encuentran todos los paisanos de Condoto y de Istmina, de Bagadó y de Quibdó, antiguos navegantes del San Juan y del Baudó, con el mismo antojo de mapalé y de borojó, de bunde y currulao.

Cuando el alcohol los convence de que la noche es infinita, llega la lluvia de harina y esa sensación de que ya nada importa: ni que se acabó el tiempo, ni que es lunes, ni que hay que ir a trabajar. Lo que importa es que hay vida, que cualquier día el mundo se puede acabar, que cada domingo debe haber carnaval.

“Se habla mal de mí, (…) porque yo me tomo mis tragos, no ve que pa eso trabajo, no le hago mal a nadie, ni tampoco soy irresponsable”, dice Harrison Palacios. “Me la paso rumbiando toda la semana, hasta las cinco de la mañana, con mis amigos y con mis panas y rematamos el otro fin de semana”, reconocen Jeff, Dilma y Yommy.

“La vida yo también me la gozo, sin amarguras yo la paso sabroso”, declara Jahír Córdoba. “De profesión soy rumberólogo, donde se encuentra la rumba, ahí estoy yo”, rematan los cinco artistas en el coro de la canción Rumberólogo del grupo Explosión Negra.

La propuesta musical tiene el color de la cumbia con tintes de ska; el olor de la tambora con esencia de marimba; el sabor de la chirimía revuelta con hip-hop y la textura del cielo chocoano con aguacero de gaita. El sonido desata algarabía en los hombros, chapaleo de cintura, flexión de rodillas, sudor en movimiento y estiramiento de sonrisa.

Entonces llega el alboroto, los espectadores cantan, luego aplauden, gritan: “qué tumbao”, “otra, otra”, “hasta abajo”. Este cuarteto ha sido embajador del Chocó, de Medellín y de Moravia —cómo no— en Canadá, Estados Unidos y México. En 2011 fue preseleccionado por los premios Grammy Latino y nominado a mejor álbum en los Premios Shock por su trabajo Barro de Medellín, y en 2014 tuvo el honor de compartir tarima con el septeto de matronas negras de Moravia que dieron un concierto a capela de música mortuoria en una calle ciega del barrio.

En Moravia existe también una propuesta contraria, algo sombría. Se trata del hombre de la implosión negra, del réquiem a domicilio, el especialista en exequias, de profesión “velorólogo”: donde hay velorio, ahí está Ovidio Conde. Él se denomina a sí mismo el intérprete de las Ánimas del Purgatorio.

Su presentación tarda solo treinta minutos: tiene el color de las flores marchitas con tintes de ceniza; el olor de la camándula con esencia de sufragio; el sabor del tinto recalentado; la textura del incienso con la piel de la tristeza. Su voz causa encogimiento de hombros y nudo en la garganta.

Se alquila para hablar cuando nadie quiere hacerlo, recita discursos póstumos, dona palabras de aliento durante un entierro y dirige la novena de los fieles difuntos. Cuando llega al escenario, se da la bendición y suelta sus rogativas: “dale Señor el descanso eterno”, “¿ánimas del purgatorio quién las pudiera aliviar?”. Entonces sigue la melancolía, los asistentes cierran los ojos, luego rezan, repiten en coro: “Dios las saque de penas y las lleve a descansar”, “brille para ella la luz perpetua”.

Ovidio se entera de un sepelio cuando recibe la llamada de un amigo, conocido o desconocido: “aquí lo esperamos en la novenita, usted sabe que con nosotros le va bien”, le dicen aludiendo a la propina que suelen darle al final del acto. También recibe notificaciones directas del más allá; a las honras fúnebres de la madre de Orley, por ejemplo, llegó porque las ánimas le avisaron, entró a la sala y, sin presentarse ni conocer a nadie, empezó a orar.

Él hace parte de la lista de personajes ilustres de Moravia que Orley menciona antes de terminar la visita guiada. Marina Aguilar y Antonio Guzmán, quienes en tiempos de tugurios, protegieron con desvelo la cancha de fútbol para que no fuera invadida y el barrio no perdiera un espacio para el encuentro, están en la lista. Gracias a ese terreno de juego, los dos sectores de Moravia que estuvieron en guerra hicieron las paces en medio de un cotejo.

También están Vicente Mejía, el padre que llegó con hostia y sotana a dar misa en medio de gallinazos y basura. Aceneth Restrepo, la partera que, en épocas de desalojo forzado y gases lacrimógenos, atendía partos de emergencia: en andenes, escaleras, patios, barrancos, donde las contracciones no dieran más espera. ‘Mamachila’, la primera madre comunitaria que, en temporadas de desempleo, le cuidaba los hijos a las vecinas para que pudieran salir a buscar trabajo.

Gloria, la conciliadora de otrora cuando los problemas del barrio eran por las fronteras de los ranchos, los maridos coquetos y las filas en la tienda. Feliciano Córdoba, el negro al que se le prendió el bombillo y gestionó el primer transformador de energía que le dio la luz a El Oasis. Leider Mosquera, fundador de los “Reyes del perreo”, el grupo de estudio que se tomó al reguetón en serio.

Shakira, el barbero afro que hace maravillas cuando mueve la navaja sobre el churrusco en la mejilla. José Taborda, el fabricante de límpido que descubrió la fórmula secreta para sacar las manchas de plátano y mamoncillo. Heroína Córdoba, fundadora del morro y cantautora que le hizo críticas al sistema a punta de villancicos.

Ana Mosquera, emigrante del occidente colombiano, portadora del virus de la alegría y conquistadora de Chocó Chiquito, el legendario sector del vacilón y de la bella negramenta. Petrona Moreno, la morena que en compañía de diecinueve mujeres le cambió la pinta a la principal altura de Moravia: pasó de ser el morro de basura, a ser un campo de concentración de catleyas, bromelias y bifloras.

Ubaldina Bedoya, la especialista en bolis, el postre típico preferido por los niños que distribuye a través de su ventana. Doña Ricardina Mosquera, la que todos los días al atardecer sale a la esquina a ofrecer el mecato favorito para brillar colmillos: “paticas de gallina” y “pescuezos de gallito” apanados.

Y así, se va yendo Orley entre palabras e historias durante el descenso del morro. En el camino de regreso tres niñas saltan lazo, una señora baila salsa en la acera, un joven viste al maniquí negro con cara de caballo en las afueras de un almacén de ropa, un par de zapatos tambalean colgados de los cables de la luz, una chancla está a la deriva atascada en una alcantarilla.

Orley sigue repartiendo saludos, tirando besitos a las doñas, masticando el mismo palillo de dientes y desbaratando la imagen que la mayoría tenía de Moravia cuando creían que era frontera, callejón y laberinto. “Vuelvan por acá, no me olviden”, les dice Orley mientras se despide y todos se lo llevan sin darse cuenta. Él todavía no se menciona a sí mismo como un personaje célebre en su recorrido, no lo sabe, pero es el hombre puente, es el souvenir que todos se llevan, el que nadie olvida después de salir de Moravia. UC

 

Fotografía Juan Fernando Ospina

 

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