Número 64, abril 2015

¡Miren al Che!
Carlos Sánchez Ocampo. Fotografías por el autor

 
 
Esta es la historia de un caraqueño que se parece al Che Guevara y aunque ya tiene más de cincuenta, y cada vez se parece menos, sigue comprometido con su papel. No le importa que todos quieran ver en él a ese de boina negra, pelo esponjado sobre las orejas y los mismos veintinueve años que todos conocemos. La historia resultaría triste si Humberto solo hiciera por parecerse a una foto, pero el destino y la suerte histórica de su personaje en la Venezuela bolivariana le deparan diversos papeles y funciones, y así el personaje le aumenta historia a la persona y la foto de Ernesto perfila la figura de Humberto.

Humberto López se parece al Che Guevara desde siempre. Muestra dos fotos: una suya y otra del guerrillero, ambos a la edad de doce años, y queda probado que no es invención ni moda. Nació en el 23 de Enero, “barrio revolucionario desde antes que Chávez existiera”, repite todo el que quiere decir algo sobre este lugar, de modo que allí, con los desinteresados y dispuestos amigos de los diecisiete años, tuvo la revelación del Che Guevara y de su figura reaparecida en la de él mismo. Desde entonces usa barba, pelo largo y mantiene el estilacho militar de su vestimenta. El tabaco vino después, pero es solo un adorno para acentuar el parecido, él no fuma.

La figura del Che Guevara, ya muerto, creció por el mundo y se hizo legendaria. Entre tanto, Humberto crecía debajo de su sombra mítica. Pero de parecerse al Che no sacaba más que eso: parecerse al Che, una lisonja instantánea que solo servía para revelar su orientación política. Años después, cuando en Venezuela se hablaba de socialismo por toda parte, Humberto empezó a ser más Che que antes y a serlo de formas distintas. No importaba su cara larga contra la cara redonda del héroe. No importaba que la mirada del legendario fuera y viniera de más lejos. No importaban las diferencias sino el símbolo, y el símbolo, que siempre es generoso, hizo innecesario lo que le faltaba a Humberto, y vistoso y cierto lo que podía ostentar.

Dice que está viviendo lo que siempre quiso vivir. Sonríe seguro y dispuesto mientras explica que ser la imagen del Che es mejor idea que representar a Superman o a Batman. Es alto, las botas a medio pie lo elevan un poco más. Las facciones muy definidas, rudas. La barba pulcramente recortada y con esmerada motica de pelos debajo del labio. Es mecánico autodidacta.

El 28 de enero de 2010 a las cinco de la tarde sonó su celular. Humberto siempre contesta. Pero cuando no lo hace, quien lo llama escucha un mensaje inequívoco: “¡Socialismo o muerte. Venceremos!”. Esta vez soltó el tabaco y contestó. “Dígame”. No había brusquedad, sorpresa ni admiración en su voz determinada por ese borde delicado, casi afeminado, que tiene la voz de los caraqueños. Era una mujer desde alguno de los cerros de El Valle, al sur de Caracas. Quería que los acompañara el martes siguiente en la Mesa Técnica Comunitaria de su barrio. Ese día los visitaría un diputado chavista. Para ellos sería muy importante, además de inolvidable, que él los acompañara. El Che no conocía a la mujer ni al político y del lugar solo sabía que era peligroso. Asuntos para cotejar, pues ser el Che Venezolano le registra buen número de enemigos desconocidos. En internet, periódicos y noticieros lo adjetivan: payaso, ridículo, empleado de la revolución, escoria, demente, irrespetuoso, pantallero, drogadicto, borracho y hasta preguntan si no hay quién lo quiera matar. Dice que no le importa lo que piensen, sin embargo, un día decidió responderles por internet: “A toditos junticos: cuerda de valientes mediáticos los reto a toditos juntos en el mirador de la Cota Mil a las doce de la noche y lleven las armas que quieran el día que quieran sin llevar a su mamá y a su papá y serán historia”. Agregó foto de masacrados en Irak, con la leyenda: “Así quedaron los últimos que me desafiaron”. Ahora, un año después, se ríe contándolo.

Pero él ha hecho acompañamientos semejantes y dijo que sí sin demasiadas vueltas. “Listo camarada. Me llamas después, eh… para confirmar”. Apagó la cajita color plomo, muy gastada. Mientras la guardaba dijo: “Esto lo tengo porque solo es apretar un botón”. Retocó la frase con gesto de desagrado consentido y pareció quedar en paz y justificado ante la historia universal, es decir, ante la última tecnología y ante el cacique Chacao. El Che Guevara y Simón Bolívar lo miraron varias veces desde una pared.

Estábamos en su casa en las faldas del Ávila tutelar, al oeste profundo de Caracas. Un barrio de los años cincuenta con mucha domesticidad, colores y peligros expuestos. Allí vive con su compañera y tres de sus seis hijos. El más pequeño, de tres años, se llama como quisiera llamarse su padre: Humberto Che López. Luchadores de muchas revoluciones llenan una pared de la sala. Otra pared está pintada con manchas cafés, verdes, negras como una tela militar. En el resto del salón hay gorras, banderas, llaveros, boinas rojas y negras, cuchillos, balas, mapas, escudos de Venezuela. Dos espadas que él mismo forjó están cruzadas y Bolívar, muy pensativo entre ellas.

Todo sitio de su casa revela y define a Humberto. En una salita interior hay un cuadro de Chávez prisionero. Está vestido con esmero de seminarista. Comedidamente arrodillado en el piso de su celda, la boina roja en el suelo, la cama sin tender, los brazos y la mirada dirigidos al techo, donde, parido por una nube, el Libertador hace esfuerzos inmarcesibles por bajarle la espada hasta ese lugar interminablemente humano. Desde otra nube, Dios mismo laburando vigila que la historia nazca bien.

En el barranco donde se apoya su casa, cavó una gruta para que moren en ella otros héroes y compromisos que también conoce. Allí se refugia, medita, ora ante una cofradía de indígenas que lucharon contra invasores: Guaicapuro, Paramaconi, Murachi, Chacao, Arichuna, Jerónimo, Águila Blanca. Los acompaña don Juan Tabaco, don Juan Retornado, la India Tibisay, “buena para domar amores”, y también el Libertador Simón Bolívar en su versión milagrera. El Che me los presenta uno a uno.

Una noche, hace años, mientras repetía oraciones a sus manes, sintió el apremio de escribir una para el Che Guevara y resultó que antes de tener un pedazo de papel y un lápiz en la mano, ya la tenía enterita en la tela del pensamiento. Fue un dictado, dice, y enseguida, mostrando el brazo: “Mira hermano, se me crispan los pelos de contarte eso”. Veo los poros hinchados y los vellos despiertos, erizados. Y al menos otra vez, en el transcurso de nuestras conversaciones, le sucederá lo mismo.

“Oh espíritu poderoso y valeroso de Ernesto Guevara ‘El Che’, tú que luchaste en las montañas y tu ideología revolucionaria luchadora de igualdad, tú que fuiste y abandonaste todo por una causa: la revolución de los pueblos y la libertad de los oprimidos y de los más necesitados, tú que fuiste revolucionario que con amor guiabas tus tropas en las luchas por la igualdad de los derechos y la libertad.
Yo invoco a tu espíritu desfacedor de entuertos para que me proteja de los enemigos traidores, engaños, calumniadores, emboscadores y farsantes en nombre de Dios Todopoderoso y María Santísima.
Con el permiso de mi Dios Todopoderoso de las montañas, de la naturaleza, de los ríos, invoco al ‘Comandante Che Guevara’ con su espíritu triunfador y luchador para vencer a mis enemigos.
Se enciende una vela azul y se fuma un tabaco con el anillo”

—¿Por qué azul la vela, Humberto?
—Porque el azul es profundidad.
—¿Y por qué el tabaco con el anillo?
—Porque el Che los fumaba así.

El martes pactado llegó a El Valle una hora más tarde de la indicada. Montaba una motocicleta Yamaha imitación Harley. Alforjas negras tachonadas de estoperoles plateados, tiras de cuero en los manubrios y vestido a usanza militar. Sabiendo que guerra avisada no mata soldado y siendo más realista que comunista, llevó a un compañero dispuesto a algo más que una foto. Como mi propósito era ver y preguntar su vida, me había invitado: “Sería bueno que estuvieras”.

La reunión era en un tercer piso. Subió las escaleras apresuradamente, se acercó resoplando ante la puerta abierta del salón, la transpuso y apareció sonriente ante la gente. Los aplausos estallaron cuando todavía estaba en la puerta. El político interrumpió su charla y agradeció su presencia. El rostro de cada concurrente se expandió. El Che Venezolano era aplaudido por todos. Tenía los brazos en alto y con ese ademán hacía tres cosas: saludaba, recibía el agasajo y pedía que terminaran de saludarlo, que ya era suficiente. Saludó con dos palabras: “Patria y revolución”. Peroró brevemente: La revolución era muy difícil, necesitaba la participación de todos, tenía muchos enemigos, ellos mismos, él, podían ser ese enemigo si no tenían compañerismo y unidad. Mientras hablaba abría los brazos y se veía más grande en su traje camuflado. Respaldó al diputado con algo más que su popular presencia: “Todos deben apoyarlo. La revolución necesita muchos como él”. Llevaba la boina negra que él mismo hizo, la guerrera abierta y debajo una camiseta roja sin leyendas. En el cuello el collar protector de cinco nudos que él mismo “trabajó”. Cada nudo un héroe de la Independencia: “Bolívar, de quien seguimos sus pasos. Sucre, su hijo predilecto. Miranda, el verdadero padre de la Independencia. Zamora, que quiso cumplir la ilusión de Bolívar, y Ribas, que fue un muchacho comandando muchachos. No es superstición, hermanito, es ideología espiritual”. En estuchitos adheridos al cinturón cargaba una copia diminuta de la constitución, un discurso de Fidel Castro: Seamos como el Che, un encendedor Zippo, un llavero, el celular. En la bota izquierda una cartuchera para cuchillo. Tiene cinco cuchillos, uno para cada par de botas.

Ese martes algunos querían una foto con él. Es algo que ya conoce. Los celulares y su ofrecimiento fotográfico aportan suerte histórica a su personaje. Dos señoras, él en medio abrazándolas por los hombros. Una colegiala parada a su lado. Un muchacho estrechándole la mano. Un señor con un niño de tres años en brazos. El Che posa para todos. Al niño le dio una recomendación: “Vas a jugar, pero también vas a estudiar. Eso es lo que te abrirá los caminos, oíste. Toda la vida te vas acordar de esto”. El pequeño lo miró indiferente, sin memoria ni agradecimiento.

 

Fotografías: Carlos Sánchez Ocampo

Una semana después lo llamé y quedamos en vernos al día siguiente. Me recogería a las diez de la mañana en la estación del metro Agua Salud. Me invitaba a La Piedrita, el barrio más revolucionario de Venezuela, tanto que llega a ser piedra en el zapato del gobierno revolucionario. Habría un acto con médicos cubanos. “Sería interesante que lo vieras”. Ese día, después de media hora de espera lo llamé. Ya sentía frustradas las ínfulas con que decoraba esa jornada periodística montado en su poderosa Yamaha.

—Hola Humberto. Te habla Carlos.
—Qué tal hermanito. ¿Cómo estás tú?
—Bien, bien. Estoy aquí en Agua Salud.
—Voy bajando, hermanito, espérame.
—Listo. Te espero en el sitio de los mototaxistas.

Quince minutos después lo vi venir entre carros y motos por la avenida Sucre. Venía por el lado contrario a la parada. Necesitaría una maniobra para recogerme. No venía en la moto, sino conduciendo un jeep Willys, verde militar, descapotado. Me olvidé, pues, de la moto y ya me sentía compartiendo el verde oliva del jeep cuando lo vi pasar frente a mí sin siquiera sonar la bocina. Un carro veloz entre otros carros veloces. En la parte alta del parabrisas alcancé a leer tres palabras: Patria, socialismo o muerte. Pensé que más abajo daría la vuelta y regresaría por el lado de la parada, pero pasaron quince minutos más y no apareció. Lo llamé. Me ofreció disculpas. Declaró que con el afán que tenía se le pasó recogerme. Que dónde estaba. Que me quedara ahí. Que ya iban por mí. “Disculpa hermanito”. A los pocos minutos apareció la moto con estrella roja que me había indicado. Me monté y naturalmente intenté frasear algo con el piloto, pero resultó hermético como un poste de alumbrado, así que no hice más preguntas y me limité a disfrutar del viento. No era lejos y muy pronto entramos por una calle que se cerró ante un gran portón de malla metálica. Del otro lado abrieron y así entramos a La Piedrita.

En el acto hubo reconocimientos, discursos, cantos, bailes. En ninguno participó el Che, pero su presencia era un suceso tan suficiente que algunos con tomarse una foto al lado suyo lograban el mayor recuerdo de ese día. Siempre hubo corrillos a su lado, le recordaban compromisos, pactaban nuevos tratos, le entregaban papeles. Apenas pudimos hablar, así que debí contentarme con esa manera de oír a una persona que es verla. Como además él debía atender una reunión a la una de la tarde, quedamos en vernos el martes a las diez y treinta también en Agua Salud.

Esa vez llegó muy serio y posicionado en su jeep. El tabaco apagado en la boca. Subí. Me saludó apretando mi mano con sus dos manos grandes, nervudas. Su anillo de plata tallado con lenguas de fuego brilló en medio de los dos. El Che sonrió a un lado de su tabaco y despegamos de ahí. Bajamos por la avenida Sucre hacia el propio centro de Caracas. Ir en ese carrito descapotado era una celebración. El Che casi manejaba con una mano porque la otra debía ocuparla en responder los saludos que brotaban a los lados. Camionetas, automóviles, motociclistas pitaban, saludaban. Desde las aceras salían gritos: “¡Miren al Che!”. Casi no los oíamos porque llevábamos la voz de Alí Primera cantando el Himno Nacional a volumen de campaña. “Solo con su canto es el ideólogo de esta revolución, más que Chávez, oíste”. Dos guardas de tránsito levantaron sus manos para saludarlo. El Che respondió: “¡Epa comando!”. En una esquina de El Calvario, mientras la pausa de un semáforo, un mendigo se acercó muleteando en un palo forrado con trapos: “Che, dame ahí una bomba”, dijo, muy seguro de sí. El Che sonrió y le pasó un billete de dos bolívares, casi medio dólar. El hombre se retiró a la acera sin agradecer. Desde el jeep el mundo de afuera era un manantial de saludos fugaces. Solo el Che era nítido y con la suficiente quietud para obtener algún poder de la situación. También hubo bien expresadas miradas de odio porque la acera que se deslizaba ante nosotros era un espejo del proceso que divide al país.

Íbamos para la oficina de Protección Civil del Distrito. La misión: una silla de ruedas para una anciana de su barrio. El Che hace esa clase de favores: consigue citas, cupos, trabajos. Conoce las necesidades y sabe las puertas donde está la solución, entonces toma los atajos. No lo hacía por candidato a algo, que le pidan un favor y poder cumplirlo lo regocija: “Porque ahí trabaja la esperanza, hermanito”. Y también lo hace porque son favores antiburocráticos. Para él se trata de eso, de burlarse de la burocracia. “Hay tanta que habrá que darle un día de almanaque al revolucionario burócrata”, ironiza. En aquella oficina no tenían la silla pero el director, su amigo de abrazo y tira de chismes, le dijo dónde. El Che agradeció al amigo que lo ayudaba a ser el Che y salimos de ahí.

Pero a veces no puede ir él mismo al lugar donde se aletarga la solución de algo. En esos casos entrega al necesitado un papel en blanco con un sello redondo color rojo. Arriba se lee: Che Venezolano, abajo C.B.R. y le indica a la persona dónde debe ir. Las tres letras unas veces significan Comando Bolivariano de Resistencia, pero otras, sobre todo en esos papelitos, significan, Contra Burocratismo Revolucionario.

—¿Y da resultado ese sello?
—No siempre, pero a veces sí. Tres letras solitas asustan a un burócrata.

Se ríe, pone su mano en mi hombro. “Poco a poco hermanito, cada uno hacemos un poquito”. Y enciende por enésima vez su tabaco babeado y me mira complacido de ser el Che y de vivir aquí donde su personaje le da tanta vida a su persona. Sabe que al símbolo le sobran vida y salud, mientras el tiempo se los arrebata a él. Sabe que ese es su poquito. UC

Fotografías: Carlos Sánchez Ocampo

 
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