La segunda ronda de las elecciones presidenciales mostró la efectividad de la máquina de los dueños del poder político en el país y permitió comprobar que sin grasa no funciona. Los mochileros de la Costa Atlántica y los caciques del interior recibieron su emolumento para poder atraer a los votantes y lo lograron.
Por supuesto, los incitados de la izquierda, encabezados por Clara López y Gustavo Petro, minimizan lo que significó el hecho de que varios miles de votos de esos mochileros y esos caciques doblaran las votaciones del 25 de mayo en Barranquilla, Valle y Córdoba. Para ellos el aporte más importante fue el de la izquierda, que movida frente a la opción de paz, sacó doscientos mil votos en Bogotá y otros tantos en muchas ciudades del país donde Clara obtuvo muchos votos en mayo.
Cualquiera que sea la interpretación, el país, con esperanza de paz o con maquinaria democratera, escogió a Juan Manuel Santos y le quebró el cogote a la ilusión que tenía casi la otra mitad de compatriotas de elegir a Uribe como caudillo, en cuerpo ajeno, a través de Oscar Iván Zuluaga.
Fue una batalla entre el antisantismo y el antiruibismo. Fue una batalla entre los santistas, que tenían cómo y con qué sacar a la gente a votar, y los que no saben sacar un chivo a mear, como los uribistas elegidos al Congreso.
Los antisantistas, presididos por el expresidente Uribe, fueron horadando la conciencia de millones de colombianos y construyeron la imagen de que el presidente Santos es un traidor. A eso le agregaron una dosis muy grande de comparación entre lo que hizo Uribe y lo que no ha hecho Santos. Y como Santos se encargó de ayudarles distanciándose de aquel país provinciano al que Uribe llegaba con soltura y gobernando sin gentes de los más exquisitos círculos bogotanos, el antisantismo se regó como verdolaga en playa.
En vísperas electorales y ante el atrincheramiento de Santos y sus amigos en torno a la defensa de las conversaciones en La Habana, y por ende de la paz (como él y su gobierno entienden ese intento de traer a las Farc al redil de la política), el antisantismo tuvo como agregado el sentimiento contra Timochenko y compañía.
En los anti-Farc estaban, obviamente, los uribistas, pero fundamentalmente los derechistas y todos los viejos defensores del latifundio y las víctimas de los atropellos de la guerra de cincuenta años con las guerrillas; y las familias del medio millón de soldados, policías, marinos y aviadores que existen en Colombia. El pánico de entregar todas las estructuras del país a una minoría armada que no ganó la guerra, los puso en pie de guerra.
Por otro lado, el antiuribismo creció animadamente no tanto por mano del presidente Santos como por su círculo de amigos y asesores que vendieron de Uribe la imagen de paraco, amigo de los métodos burdos y patrocinador de los falsos positivos. En ese esfuerzo se fueron uniendo todos los izquierdistas que en Colombia existen, pero principalmente los columnistas de la prensa bogotana, los comentaristas políticos y la clase profesoral universitaria. Desde distintos ángulos se hizo crecer el antiuribismo: desde las lejanas selvas del país donde se refugian las Farc hasta el pináculo de la oligarquía bogotana. Fue un aceite que movió la maquinaria del pánico por lo que podía volver a hacer Uribe, y se regó por muchas orillas de Colombia generando un rechazo ante la posibilidad del caudillo detrás de un candidato anónimo hacía apenas tres meses. El triunfador no fue Santos, fue el terror de que Uribe volviera a gobernar a Colombia a su manera.
El enfrentamiento se dio oficialmente en la última ronda electoral. El antiuribismo resultó ganador y el antisantismo perdedor. Zuluaga lo reconoció dentro de una ética y una óptica que se estila en la forma de hacer política decente. Uribe no. Después de que Zuluaga y Carlos Holmes habían hablado y reconocido al triunfador; después de que Santos había hablado en una fiesta que tuvo aires parecidos a las ridiculeces de Mockus o que más bien parecía una fiesta de fin de año del colegio Nueva Granada, Uribe habló. ¡Y quién dijo miedo!
Uribe no sabe perder. Lo he dicho siempre. Nos lo ha demostrado una y otra vez. Pero en esta oportunidad no solo no reconoció el triunfo de Santos, sino que se vino con una andanada mostrando lo que todos los colombianos sospechamos ocurrió en las elecciones presidenciales, pero que no queremos remover ante un abrumador triunfo de casi un millón de votos de ventaja. El que Uribe no sepa perder no significa que haya ganado. En la democracia el que pierde, pierde. En Colombia, así esté de por medio la paz, que debería ser construida por todos, Uribe y millones de sus amigos no la aceptarán.
El Porce, junio de 2014.