Número 56, junio 2014

Cien años de la Gran Guerra y todavía merece su nombre. El catálogo de muertos es tan amplio que hemos decidido irnos por los libros. ¡Puta guerra! es la primera de una serie de reseñas de guerra que tendrá a los escritores como generales. Para el estreno lo hemos hecho acompañar de un dibujante mayor y un cabo en historia. Al pie de página y en pie de guerra.

 

La fascinación de la guerra
Reinaldo Spitaletta
Ilustraciones tomadas del libro ¡Puta guerra!

 
Si es tan atroz, si es tan inhumana, sin con su ejercicio el hombre muestra la peor parte de su condición, ¿por qué la gente va a la guerra? ¿Por qué se entusiasma con ella? Tiene que haber más de una razón (¿o de una sinrazón?) para que los rebaños armados marchen —muchas veces cantando— al matadero. Carl von Clausewitz declaró que la guerra es la continuación de la política por otros medios. También podría ser, con otra perspectiva, la falta de política, entendida esta como el arte de la convivencia pacífica entre los pueblos, como la convivencia dentro del conflicto.

Mirado así, tal vez desde una óptica idealista, el deber ser de la política es el de aprender a tener conflictos sin la necesidad de la eliminación del otro. Lo cual corresponde a un estadio de civilización. Pero, al contrario, lo que ha caracterizado a las civilizaciones es la guerra, la violencia, la imposición de un modo de vida o de pensamiento sobre otro, el dominio de unas clases sobre otras. O de una superpotencia sobre naciones subyugadas.

La resolución de conflictos sociales, económicos, políticos, tendría que realizarse con métodos que permitan la integridad del otro, la preservación del opositor. Pero, ¿cuáles? Hasta ahora, la guerra sigue siendo una especie de sangrienta partera de la historia. La lucha por el poder se traslada a los abruptos terrenos de la fuerza, casi siempre bruta, que trascienden lo político para darle paso a la confrontación armada. El poder nace del fusil, sintetizaría Mao. Proponer como solución a los conflictos la construcción de una sociedad armónica, con características paradisíacas o angelicales, se parece más a una esperanza de ilusos pacifistas, con mucho corazón y poco cerebro, que a una obra pragmática. Oponer ese estado de ensueño a la amenaza de la guerra, con el fin de evitarla, es menos una posición razonable que una chapucería. A la guerra —gritan los guerreros— se le combate con guerra.

La guerra emite sus cantos de sirena, a los cuales sucumben los que no alcanzan a taparse a tiempo sus oídos. Tiene un incontrolable poder de seducción. ¡Hay que ir al campo de batalla!, ordena un dirigente, un general, un candidato, y abundan las salvas de aplausos. ¡Oh, qué valiente! Mambrú se fue a la guerra. Y, casi siempre, al combate irán los hijos de los pobres, que no los del banquero, ni los del dueño de la fábrica, ni los del magnate de la trasnacional. Las arengas guerreristas se dirigen a la emoción, se les suman, como a una receta macabra, ingredientes varios, o nacionalistas, o de defensa de la patria, cuando no de la religión o de un credo político. Se trata, como suele ocurrir, de mostrar la guerra como única posibilidad para defender la democracia, el establecimiento, o, en otros casos, para mantener los privilegios de una clase social. Pero en el fondo del aturdido entusiasmo que genera subyace un motor: la guerra como una manera de la felicidad, tal como lo planteó Estanislao Zuleta.

"Los diversos tipos de pacifismo hablan abundantemente de los dolores, las desgracias y las tragedias de la guerra —y esto está muy bien, aunque nadie lo ignora—; pero suelen callar sobre ese otro aspecto tan inconfesable y tan decisivo, que es la felicidad de la guerra. Porque si se quiere evitar al hombre el destino de la guerra hay que empezar por confesar, serena y severamente la verdad: "la guerra es fiesta", escribió en su ensayo Sobre la guerra.

Ese mecanismo interior produce una exacerbación sensorial. Hay que marchar contra el enemigo contentos porque nos motiva una causa justa, la de defender nuestros valores, nuestro futuro, nuestro país, nuestra religión, nuestro Estado. No importa morir, porque se trata de un aporte, de un sacrificio propiciatorio para que el dios de la guerra nos bendiga, para ganarnos la entrada a un paraíso, para dejar sin brozas el camino. Por él caminarán otros. Es como ir a una bacanal a emborrachar nuestros sentidos, que la sangre también embriaga. Nuestra cuota para el baile. Al pueblo alemán lo embarcaron en la aventura (o desventura) de la guerra, con sueños megalómanos, con delirios colectivos, con promesas del superhombre. Y con una expresión de la vindicta (el experimento propagandístico ya lo había promovido, en la Primera Guerra, el presidente Wilson de los Estados Unidos).

Los líderes lo saben, y, por eso, palabras como honor, principios, heroísmo, grandeza de una nación, saltan en sus convocatorias como los conejos de prodigio del sombrero de un mago. Vista la guerra como un goce colectivo, los guerreros son muy manipulables: a cada uno se le puede inculcar el rol del redentor. No importa el mutilado ni el herido, y menos el muerto que ya cumplió, porque los asiste la animosidad del combate, una suerte de mesiánico destino.

Nadie duda, de otra parte, de las posibilidades estéticas de la guerra. La literatura, la pintura, el teatro, la epopeya, el cine han dado fe de su belleza trágica. Una lanza que atraviesa la cabeza de un guerrero en las llanuras de Troya, el último aliento de un miliciano en la guerra civil española, los sembrados de trigo abonados por cadáveres, la luz que agoniza mientras transcurre una batalla, el canto de un grillo en la pradera tras el cese de los disparos, en fin, tantos libros y cuadros y crónicas y películas y fotografías dan cuenta de ella.

Pasa casi siempre que al que va a la guerra, con todo y su festejo, con toda su expectativa de asistir a una orgía de sangre y horror, desconoce las causas de la misma; llega con sus sentidos enardecidos, como quien, invitado a una juerga, aparece con varios tragos tomados. Por supuesto, la dimensión estética de la guerra la ven los artistas, no el soldado, no la víctima, tampoco el victimario. Para los parientes del combatiente caído tal vez no pueda haber nada de belleza en su sacrificio. Qué de estético puede tener la muerte de mi hermano, el balazo en la cabeza a mi amigo, la destripada de mi padre a punta de bayoneta; pero, como un atenuante, el que marchó a la batalla podrá tener un consuelo: murió por el honor, la patria, el líder, la causa. Y llegan las medallas.

Esa felicidad epidérmica que produce la guerra hace creer a los que a ella se suman que es una llamarada que no quema. Sobre todo en estos tiempos mediáticos en los que uno puede ver los misiles y las bombas como si fueran fuegos de artificio; en que tantos observan en primera fila, sin mancharse, sin salpicarse, los ataques israelíes a los palestinos; los bombardeos estadounidenses a Iraq, a Libia, a Sarajevo, como si asistieran a una piñata. O los atentados en cualquier lugar del mundo. Vista en la pantalla chica (que ya no es tan chica), la guerra parece un juego cibernético.

Lo decía el desolado Hamlet, al ver la destrucción inmediata de veinte mil hombres que, por un capricho, "por una estéril gloria", iban al sepulcro como a sus lechos, "combatiendo por una causa que la multitud es incapaz de comprender, por un terreno que no es suficiente sepultura para tantos cadáveres".

Qué edad tan detestable esta en que ahora vivimos. La voz es la del triste caballero manchego. "Cuán menos son los premiados por la guerra que los que han perecido en ella", advertía Don Quijote en su discurso sobre las armas y las letras. Sin embargo, la euforia de los cañones continúa. Por los siglos de los siglos… UC

 
¡Puta guerra! ¡Puta guerra! ¡Puta guerra!
 
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