Número 56, junio 2014

Cien años de la Gran Guerra y todavía merece su nombre. El catálogo de muertos es tan amplio que hemos decidido irnos por los libros. ¡Puta guerra! es la primera de una serie de reseñas de guerra que tendrá a los escritores como generales. Para el estreno lo hemos hecho acompañar de un dibujante mayor y un cabo en historia. Al pie de página y en pie de guerra.

¡Puta guerra!
Javier Moreno.
Ilustraciones tomadas del libro ¡Puta guerra!
 

En el colegio las guerras se enseñan no solo desde la perspectiva de los bandos vencedores sino desde la posición de sus comandantes. Sus narrativas establecidas justifican la aniquilación descarnada con cuentos fáciles sobre el honor, la libertad y la valentía; o excusas idiotas sobre la muerte de tal o cual gran señor (nunca es la codicia, nunca es la mezquindad de los poderosos con ansia de más), y subliman la masacre porque siempre es incómodo reclamar gloria sobre una pila de cadáveres vistosa, podrida y humeante. Los muertos vulgares afean la épica. La grandeza moral de los héroes no admite, mientras se combate, descripciones explícitas de la suerte de los anónimos que en su nombre, o el de la abstracción vacía que representen (sea país o sea idea), sacrifican sus vidas muy literalmente en el campo de batalla.

¡Puta guerra! (Putain de Guerre!) es el segundo álbum documental del dibujante y escritor francés Jacques Tardi (apoyado por el historiador Jean-Pierre Verney) sobre la guerra del catorce al dieciocho. El primero fue La guerra de las trincheras (1993), un compendio de anécdotas de combatientes franceses que empezó a coleccionar desde niño, casi inadvertidamente, a través de conversaciones con su abuelo (uno de esos sobrevivientes que nunca volvió realmente). Tanto en ¡Puta guerra! como en La guerra de las trincheras, Tardi enfatiza antes que nada la condición condenada del combatiente solitario, su desconexión radical con La Historia de los libros y la indefensión resignada que casi lo define, esa melancolía del que se sabe muerto. Los soldados que pueblan sus anécdotas pocas veces viven más de tres páginas antes de explotar bajo una carga de artillería o terminar baleados en tierra de nadie, de camino a posiciones adelantadas, por algún francotirador providencial (un Franz o un Fritz con una ametralladora bien emplazada). Las cabezas vuelan, los torsos son agujereados, las extremidades son molidas y destrozadas por la metralla, las bayonetas atraviesan hígados e intestinos o abren la panza para dejarlos fluir. Es un infierno y nadie quiere estar ahí. Ni siquiera saben por qué están ahí. La incomprensión es el sentimiento predominante. Obedecer conduce a la muerte. Desobedecer a la muerte por corte marcial. El mayor premio es ser herido o capturado por el enemigo porque ahí termina el horror. Ser prisionero es un alivio.

En ¡Puta guerra!, Tardi recorre cronológicamente la campaña francesa por cinco años, desde el catorce hasta el diecinueve, bajo la voz de un combatiente parisino sin nombre, desesperanzado, lleno de amargura y un humor oscurísimo, que presencia con horror y resignación cómo los cuerpos de sus compañeros caen o se deshacen entre el fango y la mierda de las trincheras, entre esa rutina incomprensible de las cargas a horas precisas y las treguas ocasionales para fraternizar e intercambiar comida con alemanes tan perdidos como ellos. La Primera Guerra Mundial fue probablemente la última donde el contacto físico entre combatientes enemigos era frecuente (el narrador se cruza con el mismo soldado alemán varias veces en tiempos muertos entre batallas), y la primera donde la masacre masiva podía ejecutarse desde distancias rotundas, ya fuera a través del prodigio de las máquinas voladoras, con artillería de alta potencia o con gases misteriosos desarrollados por futuros premios Nobel. El Medioevo y la Modernidad en comunión. La destrucción siempre a la vanguardia de la ciencia.

Escenas: un alemán (un "huno", un "boche", un "krautz") salta desde un zepelín en llamas; su paracaídas no abre; tres huérfanos caminan por varios días hasta llegar a París, donde los recibe una carga de artillería alemana disparada desde el pueblo del que venían; los reclutas forzados de las colonias africanas al frente de cada combate; el cura soldado que dice que si Jesús viviera tomaría un fusil para luchar contra Alemania y que un día salió de la trinchera, caminó hacia el enemigo y nunca volvió; el contraste entre la magnificencia de los generales condecorados y sus discursos ("Me gustaría haber visto a todos los sabihondos aquí, en el corazón del infierno: Joffre, el presidente, el Kaiser, los ministros, los curas y hasta el último general. Y mi madre, por haberme traído a este mundo"), y los fusilados (con tiro de gracia en la sien) por cantar una canción ("Adiós a la vida, adiós al amor / Adiós a todas las mujeres / Este es el fin, para siempre / Esta guerra despreciable / Debemos dejar nuestros huesos / En la planicie de Craonne / Porque estamos condenados / Hemos sido sacrificados", dice el coro); los pedazos de carne desperdigados sobre la tierra de nadie bajo nieve (escribí por error "tierra de sangre", casi lo dejo); el cuerpo seco de un hombre empalado en un árbol por la fuerza de alguna explosión; los muertos a merced de los gusanos junto a los vivos enloquecidos; dos páginas de retratos de hombres que perdieron sus caras: sin nariz, sin ojos, sin mandíbula; la medalla colorida en la almohada de una momia sin brazos ni piernas, con gusanos bajo las vendas controlando la gangrena.

¡Puta guerra! es un trabajo de representación minuciosamente detallado de la psicología y sociología del combatiente (su entorno, sus condiciones de vida, su miedo, su nostalgia, su confusión, el absurdo omnipresente); y también del desarrollo de la guerra en un sentido global, desde las primeras escaramuzas casi lúdicas, con uniformes ridículos de Mambrú en pastizales belgas, hasta el abandono de las trincheras, esos frenocomios bajo tierra que se inventaron, parecería, para no tener que sepultar a quienes caían bajo sus propias balas o las ajenas: los desgraciados abrían sus propias tumbas, era conveniente. A medida que los años pasan (a tres páneles largos por página) los colores brillantes de los primeros dibujos se difuminan hasta decantarse por un juego de grises ocasionalmente manchado del rojo de la sangre que brota de las heridas abiertas o el amarillo verdoso de los gases. Cuando llega el final de la guerra vuelven los colores, pero apenas parcialmente: gane quien gane todos pierden, excepto por los que siempre ganan. La destrucción es profunda. Los miembros perdidos no vuelven a nacer. La guerra no acabó con las guerras. UC

 

¡Puta guerra!

¡Puta guerra!

¡Puta guerra!

 
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