Número 56, junio 2014
 
 
Mientras los entendidos dicen que la mejor correspondencia del movimiento nadaísta se perdió, un archivo familiar guarda cartas reveladoras de Gonzalo Arango y de su amigo el novelista Arturo Echeverri Mejía, autor de Marea de ratas. Tiempos en que un rebelde de aureola negra y un capitán de kepis blanco se dirigian la palabra.
 
 
 

Marea de cartas
Fernando Mora Meléndez

 

En medio de los trastornos del amor, poco antes de que la muerte lo sorprendiera en un carro expreso, rumbo a Villa de Leyva, Gonzalo Arango renegó de su movimiento literario e hizo un escrutinio de sus papeles. Tenía decidido irse del todo para Londres con su novia y había expurgado ya la enorme cantidad de cartas que cruzó con sus amigos durante décadas. Los que conocieron esa correspondencia aseguran que lo mejor de ella se perdió, a pesar de lo publicado por Eduardo Escobar en su libro Correspondencia violada, o en Cartas a Aguirre. Lo demás es silencio. Y el escondrijo final de esos papeles hace parte de la leyenda que los mismos nadaístas han tejido.

Según el poeta Jotamario Arbeláez, Gonzalo guardó el arrume de folios donde un vecino que tenía una colchonería y, cómo nadie los reclamó, el hombre decidió picarlos como relleno para su fábrica. La otra versión quiere ver a Gonzalo en medio de un patio haciendo una hoguera, como cualquier procurador desquiciado, para purgar las herejías de la lengua. Solo el día del juicio final, por la tarde, sabremos si era cierto que las mejores cartas del Nadaísmo fueron las que se perdieron o si por el contrario, nada que ver.

Mientras tanto, cada cierto tiempo se rescata una serie de epístolas del profeta, en algún secreter familiar, que muestra aspectos poco conocidos sobre la personalidad de Arango, sus afectos y desafectos, las crisis de talento, las rupturas amorosas, sus divertidos encargos, y el arte de la amistad que supo practicar hasta el final. Algo de esto se descubre en las cartas, aún inéditas, que dirigió al escritor Arturo Echeverri Mejía, y que conservó la viuda de él, Beatriz Harry, en su archivo familiar.

Los dos amigos se conocieron una mañana en la oficina de abogados de Alberto Aguirre, a la que acudían sin avisar varios contertulios como Fausto Cabrera y Carlos Castro Saavedra. Parece que en ese momento el encuentro entre un agitador social y un exmilitar no fue fácil, según lo recordó Gonzalo: "Alberto nos presentó, pero yo olvidé su nombre pues estaba envanecido por mi futura gloria de escritor. Luego, me dijo como un honor que 'ese' era capitán de la marina, pero por entonces yo odiaba eternamente a los militares, así que un capitán me daba igual que un escarabajo. Como si no fuera suficiente, me agregó que también le habían dado la Cruz de Boyacá, yo me preguntaba cuántos habría matado".

Pronto Gonzalo se dio cuenta de que a Arturo Echeverri le habían condecorado no por hacer la guerra sino después de su hazaña de construir, con sus compañeros de la Armada, un barco de vela y hacer la travesía de 3.000 kilómetros, desde Puerto Leguízamo, en el río Putumayo, siguiendo el curso del Amazonas hasta el mar Caribe, para perderse tres días en alta mar y atracar, por fin, en Cartagena, en una aventura que fue noticia en varios diarios del mundo porque aquel era el viaje fluvial en velero más largo realizado hasta entonces. Al respecto, Echeverri había escrito un diario de abordo donde anotó, además de las observaciones técnicas, relatos de lo que encontraba en el trayecto, como el de un hombre que vivía solo en un tambo donde vendía plátanos en compañía de un mico disecado y del recuerdo de su mujer y su hija, que se habían enrolado en la prostitución.

El manuscrito, que tenía el mismo nombre del barco, Antares, era más que una bitácora de marinero; traía el carácter y la forma de una novela. Alberto Aguirre y otros amigos la ayudaron a editar, los mismos que hacían parte de una tertulia que se reunía en un local del Centro, el Café Madrid.

Arturo Echeverri era doce años mayor que Gonzalo. Y después de veinte años en las filas militares había renunciado a un puesto burocrático en el ejército, con la idea de montar una finca por Caucasia y escribir en los ratos libres. Así lo describió Aguirre: "Un hombre curtido por mares y fatigas, que había conservado el puro corazón. Tenía esa misma ternura, aún más conmovedora en hombre de tal estructura y de tales experiencias. Vencida aquella desconfianza inicial, Arturo y Gonzalo se hicieron ahí mismo hermanos. Y lo fueron siempre. Ese día salieron juntos, Arturo lo llevó a almorzar a su casa y le regaló un vestido de paño casi nuevo. Le decíamos 'el vestido del Capitán'".

Arango nunca olvidó ese gesto que luego comentaría en un discurso para despedir a su amigo, ¡Adiós, mi Capitán!: "Entonces le tomé mucho afecto a este capitán porque era muy bueno. Quiero decir que ni siquiera se le notaba que era capitán, pues era muy inteligente. Pero este es un prejuicio que tenemos los intelectuales por los hombres de armas, el mismo que tienen ellos por nosotros, que somos indisciplinados y pensadores, ja, ja. Pero el capitán sí era capitán, de veras. Y hasta donde yo sepa, era un gran capitán, el más valiente, el mejor capitán del mundo. Yo estaba tan seguro de esto que a veces le decía 'Mi Capitán', como si yo fuera un simple cabo de vela".

Gonzalo trataba de escribir una novela en una pequeña finca que le consiguió su padre en Belencito Corazón. Aguirre le había regalado un cuaderno de doscientas páginas con la condición de que ganaba un premio si acababa antes de la fecha acordada, o pagaba una multa si incumplía. Los fines de semana bajaba con una jícara de limones y otras frutas que le regalaban los vecinos, a conversar con Arturo y con los otros. Después de un tiempo Echeverri Mejía se fue con su esposa para Colorado, en el Bajo Cauca, a abrir monte. Por las mañanas se subía al tractor o armaba un planchón para andar por el río, por las tardes corregía los párrafos de su libro. Ni Gonzalo ni él parecían muy a gusto con lo que escribían. Aunque Arturo tenía otras preocupaciones: "Esto de los muchos oficios es, al fin, una frustración de una vocación a la cual no he podido ser fiel: la de escribir".

Fue por esos días en los que Echeverri pasaba meses sin asomar la cabeza por el Café Madrid, cuando Gonzalo empezó a escribirle esas cartas apremiantes. Y como no recibía respuesta, volvía a mandarle otra más.

"No me explico por qué no das respuesta a mis cartas, tu debes tener muchas cosas para contar a tu amigo y que nos agradaría conocer. Por qué no me dices: 'Las cosechas se han perdido por culpa de la lluvia' o 'La violencia se renueva manifestando con ella que el hombre está perdido' o 'esta noche en la cama, mientras fumaba, me asaltó la idea de darme definitivamente a la tarea de escribir mi novela'. En fin, de que el pasto está seco, verde, rojo, todo lo de tu vida tiene un hondo significado, y yo me creo con derecho a preocuparme de la tuya ¿pues estás tan solo y tan olvidado?".

Echeverri debió contestarle algunas veces, aunque era menos verboso y más contenido que su amigo, pero además andaba más que ocupado en los trabajos de una tierra en la que poner una letrina o desbravar un potro eran labores menores al lado de la defensa de su vida. El cerco de terror se estrechaba sobre los campesinos de la región, aún después de que se hiciera el plebiscito entre liberales y conservadores. La violencia en esa región era tan atroz que el Capitán tuvo que ingeniar un sistema de alarma que haría disparar varias escopetas al mismo tiempo, alrededor de la casa, cuando entraran los bandoleros. Las noticias de los crímenes apenas si llegaban a Medellín.

Mientras tanto, Gonzalo Arango le enviaba un libro, El Conformista, de Alberto Moravia, un recorte de periódico con un cuento suyo, y le proponía que regresara pronto de esa tierra brutal para fundar juntos una revista. Además le hacía encargos curiosos: "Querido poeta, voy a pedirte un favor: me han dicho que en Caucasia se consiguen tortuguitas con gran facilidad, no importa el tamaño ni la hermosura, pues creo que todas son admirablemente feas, pero estos seres curiosos tienen un aire metafísico que los hombres no han querido reconocer".

Arango no le cuenta a Echeverri para qué necesita la tortuga, aunque le recalca que "es para algo muy importante", incluso le dice que se la puede enviar a una oficina del correo aéreo de Avianca, donde trabaja una hermana de él, Inés, que ayudaría en el trámite.

A Arturo Echeverri le gusta conversar con los campesinos, comparte con ellos algunos ratos entre las faenas, le tienen cariño. De pronto, esta simpatía empieza a despertar sospechas entre los grupos de extrema derecha, además lo vinculan con los liberales de Rionegro, donde había nacido en 1918. Como declara que no pertenece a ninguno de los bandos también lo recelan por su filiación desconocida. Gonzalo se entera del acoso y le escribe de nuevo: "Pero esta falta que me haces se vuelve mayor cuando se une a tu distancia el peligro de esa tierra bestial donde te pueden suceder cosas inconfesables".

Hasta ese momento, Arturo y su familia habían disfrutado de una vida apacible en medio de las privaciones y los trabajos. Beatriz Harry, la esposa, cuenta que la prensa llegaba cada semana, que colgaban a secar la ropa en los alambres del telégrafo, pero se disfrutaba a plenitud con la belleza del paisaje. Solo hasta una mañana en que el propio policía de la vereda, que apreciaba mucho a Echeverri, vino a avisarle: "Mi Capitán, vienen por usted". De Medellín, según lo comprobó después Arturo, iban en camino dos policías del F2 de la época, con la orden expresa de asesinarlo.

Echeverri Mejía regresa esa misma noche a la ciudad con su familia y el manuscrito de Marea de Ratas, una novela que todas las editoriales de la ciudad se negaron a publicar por temor a su contenido y que, a la postre, imprimirá, una vez más, el sello Aguirre Editores.

En su libro, Echeverri Mejía cuenta sin patetismos el drama de un pueblo de pescadores sometido al oprobio de un oficial. Llama la atención la fuerza de sus personajes, un biólogo extranjero condenado sin motivos y las debilidades de un tirano de pacotilla que se revelan de modo alusivo, con diálogos escuetos, a la manera de los novelistas norteamericanos de la Generación Perdida que Arturo había leído en los cuarteles. El libro se convierte en una de las novelas más logradas sobre la violencia que al propio autor le ha tocado encarar.

Arturo vuelve a encontrarse con sus amigos del café. Ante el fracaso de su hacienda en el Bajo Cauca, apela otra vez a su espíritu industrioso para poner una fábrica en la que se hace casi de todo: fruta cristalizada, calentadores, bolas de billar, juguetes de madera, palos de escoba y otras cosas más, todas reunidas bajo un nombre menos realista que sus novelas de ficción: Industrias Pinocho.

Mientras Arturo Echeverri, el militar, había renunciado a la Armada porque decía que "no quería ser el edecán de Mariano Ospina Pérez", el presidente conservador, Gonzalo Arango, el iconoclasta, inauguró con el presidente Carlos Lleras Restrepo el Buque Gloria, en un acto veintejuliero que contradecía toda la virulencia nadaísta. Uno de sus condiscípulos lo llamó antipoeta y lo acusó de haber mojado, con la champaña de ese acto, toda la pólvora de su movimiento.

Después de desafiar incontables peligros por agua y tierra, Echeverri no logra derrotar su enfermedad. Los amigos lo visitan en su lecho de muerte, donde sigue escribiendo. Apenas tiene cuarenta y cinco años. Desde la capital, Arango le escribe una última carta, lúcida y conmovedora.UC

 

Arturo Echeverri Mejía
Arturo Echeverri Mejía
 

Gonzalo Arango por Francisco León Ruíz. 1970
Gonzalo Arango por Francisco León Ruíz. 1970
 

Alberto Aguirre por Jorge Mario Múnera
Alberto Aguirre por Jorge Mario Múnera

 
Carta
 
El Monasterio, Bogotá. 1964

Querido Arturo:

¿Cómo vas hermano? Aquí estoy sobornando al buen dios de la amistad para que no sufras. Qué sacrificios no haría yo para que eso no fuera posible. Tú debes saber hasta dónde me duele tu vida, y hasta dónde mi corazón se rebela en silencio contra el absurdo.

De allá me vine sin verte, como siempre, como si no pasara nada. Es mi manera vagabunda de ser. Tú recuerdas que siempre dejé las citas sin cumplir para ir a tu fábrica. Aparecía como un fantasma y luego me iba en una errancia sin itinerario. Tú no te disgustabas nunca conmigo, y ahora tampoco, y lo mismo te va este abrazo por correo.

Hace poco volví de vagar por los andrajosos puerticos del Río Magdalena. Una experiencia muy vital y reconfortante. Ebrio de pureza animal, embrutecido de sol en aquellas playas ardientes, reconciliado en mi corazón por virtud de los paisajes.

Más o menos viviendo la aventura panteísta de mi amigo "El Pez Ateo" por las ciudades del sol. Fui feliz hasta la locura. Luego me embarqué en una chatarra crujiente que me arrastró hasta Santa Marta. Allá termina la tierra y empieza el paraíso. La belleza de la bahía es insólita y amarga. Demasiada para un corazón humano. Vi a Dios sentado sobre una roca muy taciturno contemplando el mar. Estaba triste y arrepentido de la criatura humana, tan imbécil. En su opinión, el hombre no era digno del paisaje. En lugar de adorarlo, se dedicaba al contrabando de whisky y a ser candidato a diputado. Unos bastardos sin ideales espirituales, sin un sentido místico del mundo. Muy desesperado, mi amigo Dios maldijo la raza humana y se lanzó de cabeza al océano. Pobre Dios ahora comido por los cangrejos. Fuera del mar, lo otro divino que encontré fue la emoción de Bolívar caminando tísico y desilusionado bajo las ceibas de San Pedro Alejandrino. Venía de amar mucho al Libertador a través del libro de Fernando González. Y esta emoción se hizo más violenta al evocar su cielo moribundo y su soledad en aquel paisaje en que toda la gloria humana es inferior a la naturaleza, pues lo terrible de la gloria es que sea mortal y que el paisaje le sobreviva. Bueno, allá se me reveló la miseria y la grandeza del destino.

Después ya no tuve con qué pagar la inmunda ratonera donde vivía y regresé a este santo y estoico monasterio donde habito. Otra vez quemándome y creando mi destino en este horno de purificación. Definitivamente todas mis cartas están jugadas a la belleza, esta diosa cruel que nos premia nuestro culto con el infierno. Desesperada alegría la de este rito. Tú que eres uno de sus elegidos conoces ese placer mortal.

De paso te hablo de eso. Ayer, sin advertir nada de tu enfermedad le pregunté a Eduardo Mendoza si te conocía. Me dijo sin pensarlo dos veces que tu novela era lo mejor que se había escrito en Colombia en los últimos años. Incluso que se la había hecho leer a Javier Arango Ferrer como el documento literario más artístico y trascendental sobre la violencia. De verdad me emocionó oírle expresar un concepto tan espontáneo y desinteresado. Luego le cuento lo que te pasa, y se puso muy callado y abatido. Yo no sabía que te estimaba y admiraba tanto. Pero la culpa es tuya porque siempre has sido el más humilde y profundo de los escritores. No ostentabas con tu intimidad de artista. Siempre parecías ir por la calle como un asombrado, y en tu camino me encontrabas y me invitabas a un café y un cigarrillo. Nunca hablabas de literatura porque precisamente eres un artista muy ocupado con la vida. Bueno, había qué adivinarte que eras novelista. En cuanto al más grande y puro de los amigos no había qué adivinarlo, porque esas cosas se te salían al rostro y desnudaban tu intimidad. Estar contigo fue siempre una fiesta. Siempre será duro renunciar a ese derecho que teníamos sobre ti. Yo no lo aceptaré nunca sino como una maldición, como enigmas de dioses que vuelven a exilar a los mejores de entre nosotros. Extraño tu exilio compañerito, y amargo el cáliz que nos dejas.

Mi amigo Eduardo te manda un saludo y una petición muy cordial: desea publicar uno o dos de tus cuentos en el suplemento. Yo le dije que tenías algunos inéditos, y que tal vez por mi intermedio era posible que cedieras alguno. El estará encantado y honrado de publicarlos. ¿Por qué no haces este regalo a tus amigos? Espero que te sea posible.

Si de pronto quieres pensar en uno que te ha querido mucho, piensa en Gonzalo. Yo te recuerdo, y esta pensadera en ti me jode lo más tierno de mi vida.

Saludos para Beatriz, tu señora, los niños, Hernando y Marina. Y todo lo poco que tengo para ti.

Gonzalo.

 
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