Número 56, junio 2014

DICCIONARIO DE VICIOS
Un vicio complejo
Eduardo Escobar. Ilustración: Elizabeth Builes

Elizabeth Builes

 
 
No soy un adorador de los vicios como los poetas fundadores de la modernidad, a la manera de Baudelaire, por ejemplo. Creo por el contrario que todos los vicios resultan cargantes a la postre. El opio, la gula, la pereza, la marihuana y el alcohol, lo mismo que los de la carne, tan socorridos que ya no cabemos, fueron cantados muchas veces por poetas amargos y cínicos para hacerse perdonar sus debilidades y fingirse más inteligentes que los demás, o parecer más interesantes por sus negros adornos. Pero la historia está llena de tristes ejemplos de viciosos arruinados en aras de algún dios torcido.

Los vicios no son más que unas adherencias más o menos viscosas que se nos van entreverando entre los hábitos comunes hasta que se nos quedan pegadas contra nuestra voluntad muchas veces. Parásitas de la conciencia. Huéspedes abusivos que en ocasiones acaban por consumir la casa de la carne donde fueron recibidos con alegría. Y al fin matan el alma también por consunción.

Todo vicio se sufre a la larga. Al principio los vicios nos halagan, nos dan la ilusión del lujo de una soberanía nueva, de un hallazgo. Nos ilusionan. Pero después nos humillan. Y es cuando llega la fecha de decidir que no lucharemos más por vencerlos. Y que viviremos con ellos como con una familia de díscolos. Pues nos han ganado la partida con cartas marcadas. Yo no sé si existe una santidad del vicio. Algunos han creído que se puede llegar a donde estamos destinados por el dios interior, a través de caminos perdidos y sombríos.

A mí los vicios por fortuna acabaron por cansarme. No tuve, no tengo, madera de vicioso. Ni para eso serví. Pero aún convivo con algunos vicios menores que no voy a nombrar por respeto con ellos y conmigo. El más persistente, y compenetrante, el mayúsculo, del cual no he conseguido liberarme, y que a veces se me parece a una perversión a pesar del prestigio universal que tiene, lo aprendí temprano en la vida. Es el maldito vicio de leer. Que se prolongó en el otro vicio mío predominante: el de escribir, lo que los médicos llaman la grafomanía.

La obsesión por los libros es el único vicio que no he podido desarraigar, con el cigarrillo, que lo complementa, pues mientras leo y leo y leo libros y libros y revistas y periódicos viejos y nuevos, fumo sin parar, como un condenado, como una fábrica abstraída en el cuento del otro. Está tan arraigado en mí el vicio de leer, que leo, todos los días, bajo la ducha, como otros van a misa, la etiqueta del frasco de champú. La lista de los ingredientes que lo componen, la dirección del laboratorio que lo fabrica, el teléfono del servicio al cliente. Si hasta me engolosina el código de barras y trato de encontrar la música lógica de los alargados neumas y el sentido último y quizás divinamente platónico de la serie de los números enigmáticos, azarosos, que se repiten sin orden ni concierto bajo el código de barras.

Mi padre solía preguntarme ya en la infancia: "Y vos ¿te vas a pasar la vida detrás de un libro?". Yo respondía con un gruñido porque lo que más me embejuca es que me dirijan la palabra cuando estoy entregado a mi concupiscencia solitaria. Y sobre todo si la interrupción está llena de esa desesperanza y esa tristeza de los padres que es la peor de todas porque mezcla el fastidio que siente todo padre por su hijo, para balancear el fastidio que siente todo hijo por su padre. Pero… por este camino acabaremos donde el doctor Freud y en su famoso complejo de Edipo, fruto nada más, además, de su adicción a la cocaína, cuando todavía la cocaína no era vicio de tanguistas y baladistas y toreros.

Como muchas personas en las grandes ciudades de hoy que pugnan y pagan, se agitan y devengan y pagan, fui un entusiasta de los diamantes del clorhidrato de cocaína. Es tan brillante al principio la cocaína, ofrece esa locuacidad inteligente que te parece que fueras a aclarar el mundo con tus argumentos, y esa tensión de la sexualidad que hace creer que te las vas a comer a todas esa misma noche. Pero la cocaína es un vicio triste, empezando porque nos instala en la esfera del rumiante y por fin nos lleva a la deplorable depresión, o la indiferencia, que es peor cuando eres un saco vacío.

Es muy extraño que las liturgias de la cocaína, el picador, los espejos que hacen de tabla de picar, las cucharitas de plata, según la clase de azotea, y los dólares enrollados o los euros o los vulgares, devaluados pesos, usados en los palacios de los políticos y en las discotecas de los banqueros y en las reuniones de los adolescentes de la clase media y en las covachas de los recicladores de basura, al fin se conviertan en ágapes de catatónicos donde se muerden los dientes del mismo modo que si mambearan. El reflejo de las mandíbulas quizás es inducido por el elemental de la planta. (Y los lectores pueden atribuirme la intuición).

El último vicio persistente en mí, el indestronable, es el vicio de leer, entonces. Leo libros y libros como otros los acumulan para fotografiarse con su biblioteca y descrestar a las visitas. A mí lo que me gusta es leerlos, desde los pormenores legales de la portadilla hasta el colofón. Y en el leerlos debo incluir el subrayarlos. Es mi manera de poseer los libros, de tomar mi venganza con ellos, cruzarlos de rayas, rayitas y rayones y notas al margen y piques de mi invención según los asombros que prodigan. Además así se hacen imprestables. Pues un lector de la clase de los escoliastas, como yo, sabe que dejarle sus subrayados a un vecino póstumamente, inesperadamente interesado en enriquecer el intelecto, es como exponer en paños menores el alma y los sueños más secretos en la mano o como mostrar una radiografía de los entresijos en el documento de identidad. Al contrario de Baudelaire, que alabó el envilecimiento, (Carrasquilla elogió la pereza), yo no le encuentro ventajas a mi vicio fuera del aislamiento que me proporciona. Borges se enorgullecía de los libros que había leído más que de los que escribió. A mí en cambio el vicio no me envanece. Leo porque no tengo remedio. Por compulsión. Y porque lo demás en este mundo me parece superfluo frente al placer de sentarme a bracear en el oleaje oceánico de la tinta de imprenta en que se convirtió el habla humana con el descubrimiento bendito de la prensa.

Algunos teóricos de la filia o folía suponen que debe estar relacionada con la dopamina como la teta para el infante hambriento o la heroína para el heroinómano. El heroinómano ejerce un vicio heroico como su nombre indica. Ay, los engaños opiáceos. La falsa santidad de la goma de la amapola. Jean Cocteau, embutido en una bata de seda llena de quemaduras, le dijo a un amigo que el opio lo convertía en mariposa. El amigo, con mucha probabilidad un escéptico de mierda, lo recusó: si saltaras por la ventana sabrías que no eres una mariposa mucho antes de estrellarte en el pavimento. Y Cocteau repuso: si saltara, mi cuerpo llegaría al andén, lentamente, detrás de mí. Pero no saltó. Se murió de viejo y de tristeza cuando supo que se le había muerto su amiga la Piaff. Otra idólatra de los fantasmas del opio. Las guerras del opio no fueron menos crueles que las guerras de la cocaína. Los sueños de las drogas acaban por comprometer a los imperios.

Pero las drogas y las lecturas no se van. Y yo me curé de las drogas para no tener que renunciar a los libros. Aunque bien sé que no se han escrito los libros que puedan compararse con los éxtasis del buen hachís africano y con la hiperestesia del ácido lisérgico y ni siquiera con la ramplonería rampante de la borrachera alcohólica. Aunque, bueno, yo leí un buen tramo de la Estética de Luckács con un solo ojo mientras desocupaba un cajón de botellas de vino. Eran otros tiempos.

En cierto sentido la tinta de imprenta tiene el poder de sumergirnos en el otro que se nos articula en juegos de espejos enfrentados. Pero los libros a veces conducen al vértigo más allá del reconocimiento con un prójimo. Yo tuve que expulsar los míos de mi dormitorio el día que en el umbral por donde accedemos al ensueño me asaltó el terror de imaginar cuántas palabras me rodeaban, iguales y distintas, cuántas comas, cuántos signos de interrogación, cuántas voces virtuales cerradas en fila en la pared, en diversos niveles del ser, cada uno con su propia discusión; y vi el desfile de los espectros de esos autores convertidos ya en puñados de polvo, en sombras en el gran desfile de los nombres que alguna vez fueron llamados en este mundo.

Todo vicioso de los libros al fin se da cuenta de que todos están diciendo lo mismo, desde el venerable Mahabarata y el alegre Ramayana o la Biblia con su conciencia paranoica de Dios. Pero uno sigue leyendo. No porque la lectura sea placentera, porque hay libros aburridos y angustiantes, y aun los más jubilosos y expresivos de la buena salud, como el de Whitman, rezuman lo trágico de la vida tanto como Pascal. No creo que la lectura nos haga mejores ni sabios. Siempre hubo montones de pequeños hijosdeputa que leyeron montones de textos esenciales que solo los empeoraron. Y hay tomos y tomos de crónicas de guerras justificadas en algún libro como la Biblia, el Corán, El capital. Tampoco creo ya que exista, como fue mi esperanza cuando empecé a leer, el libro que explique el por qué de las cosas y el para qué y en qué clase de tiempo sucede lo que sucede; no el cómo, que es la migaja que nos dan los libros de la ciencia ahora, donde todo para invariablemente en el cuento negro del agujero negro del corazón de la galaxia.

León de Greiff, un lector insaciable, al final de su vida, después de leer todo lo que debía leer un hombre de su tiempo, se dedicó a consumir las novelitas de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía a la venta entonces en las farmacias de esquina. La vida había dejado de interesarle. Pero seguía vivo para la concupiscencia de leer. Una periodista le preguntó una vez si con esa lectura no se sentía perdiendo el tiempo. Y el gran poeta, hosco como era, le respondió: "No se preocupe por eso, señorita. Mi tiempo es mío". Y le tiró la puerta en las narices. UC

 
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