Siete personas rodean el carrito de frituras. Martha levanta la tapa de la freidora, mete la espumadera y empieza a voltear las empanadas. Los siete miran fijamente al manjar que flota en aceite hirviendo; hipnotizados por las burbujas que estallan, escuchan ese ruido que parece lluvia incesante mezclada con televisor sin señal.
Ávidos, se entregan al anticipo del placer, imaginan el crujido de la masa dulce deshaciéndose en la boca. "¿En cuánto tiempo están?", pregunta un joven mientras se empina para tener mejor visión de la freidora. "Cuatro minutos", responde Camilo, el hijo de Martha. "¿Me guarda diez, por favor?". Los otros sospechan que pueden quedarse sin nada y empiezan a hacer sus pedidos. Nadie quiere quedarse sin las Empanadas de Martha. Dos de los que esperan, clientes fieles, se posicionan frente a las cocas en las que ella pondrá las empanadas, y el ají —el famoso ají— con zanahoria rayada.
A esta hora (seis y media de la tarde del viernes, día de buenas ventas) los bares, las tiendas y las aceras de Bantú están poblados de estudiantes que beben cerveza y fuman. El olor del tabaco pone ansiosa a Martha. Hace cuatro meses dejó el cigarrillo. "Necesito voluntad", piensa en voz alta, y se hace la que no tiene ganas ni de un puchito de Pielroja. El médico le dijo que si no dejaba de fumarla se vería andando con un tanquecito de oxigeno pa'rriba y pa'bajo.
Ella cree que no fue tanto el cigarrillo, sino el efluvio de blanqueador y detergente que respiró tantos años limpiando los baños de casas ajenas y las baldosas de la iglesia de San Cayetano. Ya habían nacido los tres hijos —John Fredy, Felipe y Camilo—, que dependían de ella. De tanto doblar su cuerpo menudo sobre el suelo, la máquina de coser, la masa de maíz, su columna se fue encorvando como el tallo de la dalia que soporta feroces vientos.
"¿Porqué mi mamá toda la vida fumó y cocinó con leña y jamás la vi asfixiada como a mí?". María Eva Díaz, su mamá, la tuvo el 23 de abril de 1954, en Angostura. A los tres meses se vino para la ciudad, al barrio Guadalupe, con José Julián, su esposo, y todos los hijos. Martha fue la quinta de ocho hermanos. María Eva le enseñó a hacer empanadas con masa dulce y a fumar.
Cuando asaba arepas, que luego repartían los hijos en las tiendas del barrio, le decía: "Martha, tráeme un cigarrillito". Y Martha, trece años — intrépida y obediente—, se los llevaba prendidos. "Una vez hubo escasez de cigarrillo, solo se conseguían de los caros, y yo tenía una profesora que fumaba. Yo le decía: 'ay, profesora, le va a mandar unos cigarrillitos a mi mamá, es que qué pecao, no ha podido conseguir'. Hasta que un día me pilló y me dijo: 'Yo creo que esos cigarrillos son pa'vos". Cof cof. Tose y luego se ríe de esa tos tan oportuna.
Las empanadas están listas, doradas, humean. Martha les escurre el aceite con la espumadera y las pone en las cocas. Hay de queso. Hay de papa. Las siete personas que rodean el carrito de frituras no esperan a que se enfríen. Se lanzan sobre ellas, les echan cucharadas y cucharadas del ají que inventó Martha. Comen comen comen, quieren más, se acaban. "¿Cuánto demora la otra tanda?", pregunta un muchacho mientras se come la última que queda.
***
Es sábado. Suena el teléfono en la casa de Martha.
—Aló.
…
—Sí, mañana le cuento mija. Es que me están haciendo una entrevista pa'salir en un colombiano.
…
—Por la innovación de las empanadas y el ají.
…
—Sí, claro, vea yo le digo cómo se llama el periódico. Se llama Centro Universo, Johana. Mañana le muestro el periódico. Mañana que nos queda más tiempo, porque son poquitas empanadas, lo leemos.
…
—Bueno, ahora me trae las chanclas. Hágale pues. Chao.
…
"Entonces, ¿en qué íbamos? Ah… sí, que a mí todo el mundo me dice: 'ay, doña Martha, yo nunca me he comido una empanada como estas. Ay, en ninguna parte yo he visto este ají con zanahoria'. Entonces, de tanto decimen eso, a uno como que lo animan. ¿Quiere jugo? Qué pregunta tan tonta la mía". Se levanta de la silla, abre la nevera, sirve jugo de mango.
Hace treinta años empezó a vender empanadas afuera de la casa materna, en Aranjuez. Las hacía en fogón de leña con una hornilla que le hizo su papá. Las vendía todas, o casi todas, pero las ganancias no alcanzaban para mantener a los tres hijos y al marido enfermo. Martha se preguntaba qué hacer para ahorrar más. Hizo cuentas y vio que haciendo el ají era en lo que más gastaba, pero como empanada sin ají no es nada decidió hacer un experimento para que le rindiera.
"Empezamos a hacerlo con zanahoria y repollo licuado, pero no me gustó. Entonces lo dejé solo con la zanahoria rayada. Le eché un poquito de esto, un poquito de lo otro y pegó. Hay gente que viene desde Envigado y Bello a comprarme y me dicen: 'ay, no, es que esas empanadas son únicas'. Yo me inventé ese ají dizque para que rindiera y ahora menos rinde porque como queda tan bueno… Pero es que paga hacerlo porque la gente vive encantada. Que qué ají tan delicioso. 'Ay, usted de dónde se inventó este ají. ¿Me va a decir la fórmula?'. Yo primero la decía. El que me quitó el vicio fue Camilo: 'Amá, usted para qué se pone a decir eso. Eso no se puede decir'. Y yo le explicaba, 'Camilo, aunque ellas lo hagan no les queda igual'. 'Amá, no digas eso, hacete la boba'. Y ya no la digo. Ya me volví egoísta. Y si la gente supiera la bobada que lleva eso, que no es nada ni siquiera tan especial, eso no lleva nada de raro".
Vuelve a levantarse de la silla, abre la nevera y saca un tarro lleno de ají. "¿Dulce o picante?", pregunta y sirve un poquito en una taza, mientras confiesa la pereza que le da rayar la zanahoria. "Eso es muy mamón. Pero vení, ¿eso del ají sí es una innovación? Es que a mí una vez me dijeron, 'señora, usted por qué no consiampira esas empanadas en el Parque del Emprendimiento'. Yo no sé qué era lo que tenía que ir a hacer allá, que aprendiera dizque a emprender. Yo pensaba ¿Eso si será verdad?". Carraspea y abre sus pequeños ojos marrones a la espera de una respuesta. Se mira las manos finas, pecosas, cansadas. "Yo digo que sí, pero no sé".