Número 48, agosto 2013
Un oratorio para las putas
Dora Luz Echeverría. Ilustración: Silvana Giraldo
 

 

 

…y el canto de todos, que es mi propio canto…

 

Las monjitas necesitan un oratorio —me dijo Diego un día mientras revisábamos la obra.

Venía hablando de las monjas desde hacía más de un mes, el mismo tiempo que llevábamos en las reformas arquitectónicas de un laboratorio. Casi todas las mañanas tomábamos tintico envenenado con canela y hablábamos de la otra reforma, esa del alma y de la vida en momentos en los que la única salida posible es la verdad con uno mismo: Diego había decidido separarse de una bella mujer con la que tenía dos hijos, innumerables perros y una historia de convivencia armoniosa que ya no podía seguir manteniendo sin traicionarse a sí mismo.

Entonces decidió vivir su verdad, por dolorosa que fuera, así muy pocos comprendieran ese paso tan difícil al que solo sigue el encuentro con la soledad.

En el descubrimiento de su nueva vida pocas cosas del pasado lo acompañaron. Unas de ellas fueron las monjitas. Según me contaba, tenían una casa arriba de la iglesia de San Benito donde trabajaban con las prostitutas del Centro. Las había conocido gracias a un amigo que les ayudaba esporádicamente, y Diego, que se sentía entonces tan perdido como triste, se dedicó a buscar todo tipo de colaboración para ellas. Aunque tenía algunos prejuicios frente a las obras de caridad, fui incapaz de negarme cuando me pidió una opinión sobre lo del oratorio. Pensé que podría hacerme la loca y salir del paso con alguna observación trivial, pero el entusiasmo de Diego era contagioso.

Bajamos temprano en la mañana por Ayacucho hasta el Parque Berrío, lo cruzamos en diagonal y caminamos por Boyacá hasta que un olor a pan recién hecho que invadía la calle nos invitó a desayunar.
—Aquí es —dijo.

Pedí un croissant con café mientras él saludaba con cara de muy conocido a todo el mundo: las panaderas, con el pelo algo más teñido que lo normal; la cajera, con un escote algo desproporcionado para las ocho de la mañana; y otras dos mujeres, de blusa blanca y cara lavada, que se adelantaron risueñas a estrecharme la mano.
—¿Entonces usted es la arquitecta?
—dijo la mayor de ellas.

A pesar de la pequeña cruz al cuello y de ese aire indefinible que proporciona la virginidad, pensé que podrían confundirse con alguna oficinista gris. Pero sonreían tan felizmente cuando me mostraron el lugar para el futuro oratorio, algo más grande que un hall, donde habían acomodado tres bancas regaladas y una imagen de la Virgen contra una ventana, que caí, como Diego, en sus redes.

Mientras evaluábamos el espacio disponible, otras tres mujeres, con evidente cara de trasnocho, salieron de un saloncito donde había varias máquinas de coser.
—¿Sí nos van a hacer un oratorio?
—dijo una de ellas mirándome escrutadora—. De pronto así sí podemos rezar tranquilas.

Al hablar con la hermana María de los Ángeles supe que había sido ella la de la idea, porque en la iglesia de San Benito las prostitutas se sentían muy mal: normalmente entraban a primera hora de la mañana, después de una noche de trabajo, y las beatas se molestaban con su presencia, o al menos ellas así lo sentían. En cambio a la casa de las monjitas podían llegar a cualquier hora y eran más que bienvenidas: había café, y nunca, nunca una palabra de reproche.

Cuando la hermana me contó cuál era su filosofía frente a ellas –siempre las llamaba así, ellas–, pensé que no era posible tanta belleza, hasta que después de varias semanas lo pude comprobar. No se trataba de criticar, de juzgar, de condenar; ese espacio estaba abierto siempre para oír, apoyar, ayudar.

—En algún momento ellas se tienen que retirar, por viejas, por aporreadas, por cansancio, y entonces, ¿qué van a hacer? —me dijo.

 

Ilustración: Silvana Giraldo

Comenzaron por enseñarles panadería –la hermana Consuelo sabía hacer panes–, y abrieron una pequeña cafetería a la entrada de la casa. Después llegó Willy, un travesti que sabía de peluquería, y les enseñó el oficio a algunas. Lo del taller de costura resultó todo un éxito cuando Rosalba, retirada del oficio después de haber viajado a Holanda y de ahorrar lo suficiente para comprar un lote y construir una casa de tres pisos, puso una maquila de ropa de cama en la plancha. Rosalba solía llegar temprano, de tacones altos y pelo recogido, saludando con voz chillona y estridente. Daba consejos y ofrecía trabajo si alguna llegaba aporreada. En eso se parecía a las monjitas.
—Cada cual sabe hasta dónde llega —les decía.

El día de la inauguración del oratorio hubo desayuno para todos. Todos éramos Diego y yo, las monjitas y ellas. Sacaron al patio de atrás la mesa de corte, inmensa, para que todas las que llegaran pudieran sentarse, y pusieron bandejas llenas de parva hecha en la casa y olletas de chocolate caliente. La hermana sabía que yo tocaba guitarra y, entre anécdotas a veces subidas de tono que nunca ruborizaron a las monjitas, tarareamos boleros trasnochados. Después de contarles la historia de Gracias a la vida, la canción de Violeta Parra, la cantamos una y otra vez. De pronto, Rosalba se quedó mirando con desparpajo a la más joven de las monjitas, bella como la virgencita que presidía el oratorio.

—¿Sabe qué, hermanita? Lo que me da mucha tristeza es que no sepa de lo que se está perdiendo —le dijo llena de malicia.

Recuerdo la cara de la monjita, ya sí coloradita, en medio del silencio que todos hicimos. Y la frase de la hermana María de los Ángeles, a la que siguió una carcajada unánime.
—Vos tampoco, mijita.
UC

 
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