Puerto Camelias
Pascual Gaviria
La cuadrilla no era más que un grupo de siete colonos con intereses comunes y un líder. No conocían formas de organización distintas a las mencionadas en los cuadernillos comunistas de las Farc o las desplegadas por el ejército en la zona. En otras circunstancias habrían sido sencillamente un grupo de amigos; en medio de la selva, en la vereda El Jardín del municipio de Cartagena del Chairá, eran una escuadra. El profesor tenía el mando y la confianza de sus hombres: "esa gente daba la vida por mí", dice, y cuenta cómo amarraron a un parroquiano por el solo hecho de hablar mal del jefe de la manada. Un antiguo soldado era el encargado de las estrategias y las paranoias. 'El Indio' hacía la cartografía, y entre todos sembraban y marcaban un territorio que dejaba de ser tierra de nadie.
Al comienzo fue el maíz. La coca era todavía un secreto guardado en las selvas del Perú y en las montañas de Bolivia. La escuadra cuidaba el territorio, autorizaba el ingreso, repartía los terrenos para la roza, inventaba una escuela con la tala de cuatro árboles, e intentaba vender sus cosechas a los funcionarios del Idema. La guerrilla era una presencia lejana, un eco que venía del Alto Caguán y dejaba ver sus hombres de vez en cuando para llevar un discurso igualitario o una orden perentoria.
La persona que llegaba a El Jardín tenía que venir recomendada y su visita debía durar al menos veinte días, para ganarse la confianza y evitar que la vereda se convirtiera en puerto de paso de los cientos de recién llegados. La figura del "soldado", sus manos que saludaban dejando una constancia, era suficiente para hacer cumplir un reglamento que se creaba día a día. Una pistola 9mm era la fuerza militar de esa escuadra que sentía fundar un pequeño reino. Crecía el germen de un caserío, se formaban las lealtades y las reglas, las deudas y las necesidades de protección que dan forma a las comunidades primarias: "hasta la guerrilla nos pedía permiso", dice con orgullo el profesor, quien nunca creyó que una de sus normas pudiera convertirse en una emboscada en su contra. Uno de los miembros de la escuadra anunció tarde la llegada de una prima desde Florencia, y para calmar los ánimos dijo que la sacaría temprano al día siguiente. La orden fue que tenía que quedarse al menos dos semanas en la vereda, tiempo suficiente para que el profesor se enamorara de la rehén, con quien vive desde hace más de treinta años.
La marihuana era compañera en las labores del campo. Según las órdenes del profesor, solo se podía prender después del baño y el tinto de madrugada, cuando ya se le había dado al menos un golpe a la tierra, antes del desayuno que llegaba siempre a media mañana. La organización en El Jardín hizo que las Farc se interesaran por el líder de la zona y llegó a Monserrate la invitación para un curso de lecturas políticas que incluían a Marx y Engels. Todo se resumía en una máxima irresistible: "Que los ricos no sean tan ricos ni los pobres tan pobres". El profesor ya estaba en la política, y el río Caguán y la coca jalaban a la pequeña escuadra hasta la orilla.
A comienzos de los ochenta, cuando el jornal se pagaba a 45 pesos, un deslumbramiento llegó en la forma de una semilla que llamaban pajarita. En los límites de El Jardín, en una zona donde si acaso se sembraba un lote de yuca, unos colonos tumbaron diecisiete hectáreas para cultivo y comenzaron a ofrecer cien pesos por jornal: "y a quién hay que matar", fue la primera pregunta de los campesinos incrédulos. Había llegado la coca y todo era de un verde más pálido y más prometedor. Al tiempo llegaron desde el Perú las estacas de las matas de coca, y detrás los cocineros monos, los químicos, y la riada de colonos de Nariño, Huila, Tolima y Cundinamarca.
En ese momento la orilla del río Caguán ya tenía una tienda en la finca Camelias, a más o menos una hora de Remolinos, el caserío más cercano. Marquitos había levantado su rancho para vender enlatados, pilas, jabones, algunos granos y cerveza al clima. Los fines de semana llevaba una res para atraer a los habitantes de monte adentro. "Marquitos nos creó la necesidad de bajar al río, y nosotros comenzamos a prestarle para surtir la tienda", dice el profesor. La plata subía y bajaba en tulas por el río Caguán, las grameras eran artículo de primera necesidad, y en una hoja de papel se trazaron las calles de lo que sería Puerto Camelias: "usted sabe que con la coca se construyen puentes donde no hay ríos", dice el profesor, que muy pronto se convertiría en presidente de la Junta de Acción Comunal, única autoridad del pueblo naciente. Las veredas El Jardín y Palmichal miraban desde la selva el auge de Puerto Camelias, un caserío repentino, advenedizo, cocalero y próspero. En la hoja de fundación de trazó una vía de 300 metros desde el río hasta el monte, y tres calles que la cruzaban: una cercana al río, la calle del medio y la calle del fondo. Luego vendrían la placa polideportiva, la cancha de fútbol, la planta eléctrica, el puesto de salud, la capilla de Nuestra Señora de la Paz y las tiendas y restaurantes. Marquitos no alcanzó a ver el pueblo que había sembrado con sus cajas de cerveza, sus cartones de cigarrillos, su jabón Axion y su degüello semanal. "Ese pueblo lo estábamos construyendo pal futuro. Le pusimos cemento a las calles, pintamos las casas en convites que terminaban en fiesta, ganamos el campeonato de micro con los niños de primaria… Había 95 casas y 105 familias".
Puerto Camelias servía también como una especie de biblioteca para Fabián Ramírez, uno de los miembros del secretariado de las Farc.
El profesor mandaba a comprar todas las revistas y periódicos en los puestos de Florencia; la lectura era su ventaja, siempre lo supo: "yo era un tuerto, rey entre los ciegos.
Cuando llegué, el noventa por ciento de la gente con que me relacionaba era analfabeta". De modo que Ramírez pasaba a revisar prensa y a comentar las últimas noticias con uno de los únicos contertulios informados de la zona, el mismo que terminó siendo negociador de las marchas cocaleras que tuvieron a Samper más caído de lo que estaba.
Uno de los pilotos de las avionetas fumigadoras le reclamaba al profesor en una tarde de cervezas en Cartagena del Chairá: "yo había visto coca, pero ustedes la tienen toda. Con mi tanque no alcanzo a fumigar todos los cortes, me toca en dos tandas, ir hasta Tres Esquinas y volver con el veneno". Coqueros y fumigadores hacían parte de una misma familia; eran los protagonistas de un ritual lejano que todavía se repite, luego de veinte años de erradicación y resiembra. En Puerto Camelias se llegó a embarcar una tonelada de base de coca cada semana. Entre sábado y domingo llegaban los compradores oficiales, y el pueblo era una tronera de música y borrachos. En esa mismo época Sonia –extraditada hace unos años– tenía su discoteca en Peñas Coloradas, y las marchas cocaleras del 96 mostraban que las Farc tenían una base social en el sur que se había subestimado.
Puerto Camelias no resistió los coletazos del Caguán y la ofensiva del Plan Colombia. No fue un pueblo para el futuro, como pensaban el profesor y su tropa. Los cultivos de coca en Colombia se han reducido a cerca de una tercera parte de lo que había a mediados del noventa, y Nariño, Putumayo y Norte de Santander son ahora los más importantes centros cocaleros. De las 105 familias quedan si acaso veinte, entre los rastrojos que se comen las casas de madera. Del restaurante del profesor no queda más que un lavadero al aire libre. Las orillas de una pequeña bonanza dejan siempre algunas historias macabras, fotos borrosas en los cajones de los colonos, y una iglesia que soporta los embates de la selva.