La obra del escoliasta Nicolás Gómez Dávila ha gozado de una amplia difusión en los últimos años. Traducciones a diferentes idiomas, eventos académicos dedicados a discutir sus libros, compilaciones y reediciones han consolidado en la academia lo que algunos pocos lectores amigos ya sabían desde los años cincuenta: que el nacido en Cajicá en 1913 es autor de una de las obras más importantes de la literatura del siglo XX. Este año, con motivo de su centenario, nuevas versiones a lenguas extranjeras, reuniones de estudiosos y aficionados, homenajes y galas en diferentes países permiten observar el prestigio y la acogida para sus prosas y sus aforismos, que siguen seduciendo a lectores de los más diversos orígenes.
Vale la pena aclarar dos asuntos: la acogida de los escolios es reciente y gran parte del entusiasmo se debe a la contradictoria seducción que ejerce la figura del escritor, aquel "solitario de Dios", como lo llamó Franco Volpi, su divulgador europeo.
Si bien desde la aparición de los primeros textos de Gómez Dávila en la revista Mito este tuvo lectores entusiastas (Ernesto Volkening, Hernando Téllez), su recepción en Colombia solo se dio luego de iniciativas editoriales irregulares que arrancaron las páginas de las manos del autor. De hecho, apenas hasta la publicación de las compilaciones de escolios hechas por el Instituto Colombiano de Cultura (en 1977, 1986 y 1992) su obra empezó a conocerse entre lectores que, aun aceptando su importancia filosófica, advirtieron la cuidadosa artesanía con que habían sido hechos los escolios, un remoto género de escritura aforística que el autor rehabilitó.
Dominan en estas piezas la gracia, la agudeza, la paradoja, en una especie de síntesis vecina del ensayo mínimo, la poesía y la forma sapiencial. "Una suerte de puntillismo literario", como él mismo lo definió, donde siempre corresponde al lector encontrar el "texto implícito" a que remiten los fragmentos. El sentido del humor, la elegancia conceptual, el dominio sobre el paralelismo, la imagen y la negación no tienen parangón. También habría que añadir la tendencia a la estrategia de choque, la fustigación y la definición negativa, heredadas de los moralistas franceses, las cuales parecen coincidir con el deseo de las estéticas vanguardistas de producir una conmoción en el lector.
Incluso reconociendo su manera fulminante de llevar al paredón las más apreciadas certezas modernas, es notoria la manera orgullosamente humilde de referirse a su propio oficio: "no intento ofrecer sino esbozos de ideas, leves gestos hacia ellas". Aunque, como advierten los estudiosos del escoliasta, nunca nos sentiremos bien transcribiendo fragmentos de un escritor que ahuyentó de antemano a sus comentaristas y a los comentaristas de todas las obras: "Quien cita a un autor muestra que fue incapaz de asimilárselo".
Pese al tono sentencioso de sus piezas minúsculas y afiladas, la suya es una escritura que fluye con rara naturalidad, revelando impensados matices en opiniones corrientes o engañosamente simples. "La inteligencia aísla; la estupidez congrega", dice en uno de sus escolios. "Humano es el adjetivo que sirve para justificar cualquier vileza", señala en otro.
Por su parte, la figura del escritor de los escolios ha pasado a ser tan característica e inconfundible como la misma obra. En esto, por supuesto, han jugado papel relevante el mito y las imágenes, algo en lo que poco reparan los académicos. Las imágenes comunes hablan de un hombre que, apoyado en sus grandes posibilidades económicas, practicó un estilo de vida aristocrático, distante de las urgencias de su época y de los imperativos de la vida contemporánea, a cuyos ídolos fustigó de un modo que aún resulta embarazoso para los defensores del progreso, la igualdad y la democracia.
La academia colombiana, empeñada a veces en un proselitismo fácil y en creer que la cultura es la zona franca de la moralidad burocratizada, hambrienta de figuración mediática, ha encontrado difícil la ubicación de un escritor de características que aterran a los magos de la corrección: católico, reaccionario, enemigo de la técnica, el desarrollo, la democracia y el progreso. Algo que desde otra perspectiva resulta comprensible, si pensamos en alguien que se atrevió a decir que "el amor al pueblo es vocación del aristócrata" porque "el demócrata sólo lo ama en período electoral". Muchos autores, luego de señalar el gozo que les producen los escolios, proceden a aclarar que las ideas del colombiano les causan irritación. Algo que recuerda al Borges que confesó valorar los textos filosóficos estéticamente, y no por lo que en últimas decían. Eso ocurrió, por ejemplo, con Fernando Savater, quien en El gran odiososo expuso sus reservas con alguien que pudiera suscribir ideas a partir de axiomas inaceptables, pero cuya escritura es irresistible y cuyas conclusiones críticas acaban por convencer en no pocas ocasiones.
Por otro lado, un anciano políglota, de elevada estatura, recluido en la enorme biblioteca de su casa, alejado de las veleidades de la vida literaria y la academia, es la imagen más recurrente que nos ha dejado su mitología. Un hombre que pacientemente se atribuyó a sí mismo una tarea secundaria: la de glosar el largo texto de la tradición: "Amanuense de siglos, sólo compongo un centón reaccionario", se retrató en uno de sus fragmentos. Sin embargo, están también las declaraciones enigmáticas sobre la vida familiar, la amistad y los amores literarios y filosóficos, que todavía aguardan a un biógrafo capaz de recoger el desafío que lanza uno de sus fragmentos, usado por Villegas Editores en la guarda de uno de sus libros: "vivir con lucidez una vida sencilla, callada, discreta, entre libros inteligentes, amando a unos pocos seres".
El autor de estas líneas, entre los muchos Gómez Dávila, reconoce dos como los más dominantes: el que atrae a lectores que buscan las ideas, la coherencia en el pensamiento e, incluso, una especie de guía moral. (Se conocen varios que, religiosamente, envían a sus contactos un escolio comentado y adhieren con fiereza a la ideología de la que derivan). Y, por el otro, aquellos que, con independencia de su filiación política o religiosa, encuentran irresistibles, desde el punto de vista estético o de la hondura filosófica, los escolios y las notas. Dos hábitos de acercamiento a una obra que no se deja encasillar, que vive en su maestría formal y en una rara coherencia. De seguro hay otros, pero quizás son estos los que, con independencia de los matices, convocan a la mayoría de lectores. Se trata de un testimonio invaluable: el de una artesanía paciente y laboriosa, que eligió formas menores porque ellas son "la expresión verbal más discreta y más vecina del silencio".