Número 48, agosto 2013

Digan lo que digan los nostálgicos de las playas o las fiestas familiares, parece que la patria es el mostrador de la tienda. Todo se reduce a un granero bien surtido con empanadas crocantes, ají de cuchara plástica y un grupo de típicos refugiados. Una vitrina en London, Ontario.

 
La tienda colombiana
de mi pueblo

Javier Moreno. Ilustración Cachorro
 

1.
La tienda queda a pocas cuadras del centro del pueblo, en la planta baja de un edificio de apartamentos esquinero sobre la calle Dundas. Colinda con un colegio católico en cuya entrada se erige un caballero cruzado tamaño natural tallado en madera; de cierta forma la efigie demarca la frontera de la zona de influencia del dispensario central de metadona, donde hay varias casas de acogida para adictos, un par de casas tapiadas y una cafetería gratuita para que no pasen frío durante el invierno y, si desean, hablen con algún consejero. Es común verlos afuera en grupos de tres o cuatro conversando bajo la nieve o el sol. Tal vez esperan su turno. Nunca se alejan demasiado de ahí. Son inofensivos. La mayoría son jóvenes blancos en muy malas condiciones, sucios, desnutridos, sin dientes, a veces con niños pequeños. El canadiense promedio recomienda evitar el área.

2.
La tienda es también un pequeño supermercado bien surtido de productos latinoamericanos. Hasta hace pocos años era propiedad de unos peruanos o unos salvadoreños, no sé bien, pero desde 2011 está en manos de dos hermanos colombianos, los Hermida. Nicolás es el administrador de la tienda y coordina la cocina. Ana María se encarga del supermercado y las remesas. A veces Sofi, la hija de tres años de Nicolás, nos recibe en la puerta. Los hermanos Hermida son jóvenes. Crecieron en Chiquinquirá y estudiaron sus carreras universitarias en Bogotá. Él estudió administración y ella microbiología. Nicolás fue el primero en llegar al pueblo, hace nueve años. Después vino el resto de la familia. La tienda era parte de su estrategia para que sus papás recibieran la residencia canadiense. No funcionó, y el año pasado enviaron a los viejos de vuelta a Colombia. Fue un golpe duro.

3.
En el supermercado venden, entre otras cosas, café artesanal importado de una finca en Caldas, refrescos en polvo con sabor a fruta enriquecidos con fibra, concentrados de fruta, bocadillos, chocorramo, maíces varios, un cosmético misterioso llamado "Moco de Gorila", arepas, chorizos, tamales y tubérculos congelados, queso campesino, gaseosa de la nuestra y avena Alpina, además de un muestrario de productos Imusa que incluye desde olletas gigantes para hacer chocolate hasta comales. Estos negocios se basan en la nostalgia. Para mi pesar, a finales del año pasado el señor de Toronto que surtía de kumis y yogurt de frutas estilo latino a toda la provincia de Ontario dejó de responder el teléfono. Ana María no sabe qué pasó con él.

4.
A la tienda vamos religiosamente cada sábado después de la piscina, hacia las once de la mañana. Vamos porque una empanada bien hecha y a buen precio, respetuosa y orgullosa de las tradiciones que encarna, es un lujo que un colombiano en el exilio no puede rehusar. Estas empanadas cumplen. Son realmente buenas. La masa, hecha desde ceros con maíz amarillo entre molido y triturado, tiene la textura y grosor correctos. Una vez frita es crujiente y suave. El relleno es generoso y tiene trozos de carne discernible, y el ají para acompañar es serio, sin complejos ni compasiones. Pedimos cuatro para empezar y nos sentamos en una de las dos mesas disponibles. Las bajamos con un sustituto de Pony Malta hecho en Brooklyn mientras vemos televisión o hablamos con quien ande por ahí. Después de las empanadas pedimos carimañolas o unas arepas de huevo que Nicolás hace con chorizo y chicharrón. Nunca se sabe qué hay, así que lo mejor es preguntar.

5.
Después de seis meses de visitas cada ocho días reconozco a algunos de los regulares. Están los tipos solitarios y recelosos que se comen una empanada parados y se van. También los anglos grandotes que están dispuestos a probarlo todo aunque los confunda la ausencia de tacos. Está el brasileño de gafas de seguridad de laboratorio biológico con bebé en canguro que compra empanadas para llevar y queso mexicano. Últimamente viene un hombre joven de bluyín y camisa blanca que se sienta solo en una mesa y desayuna huevos revueltos con arepa asada y café. No habla con nadie. Come tranquilo y cuando termina se va. También hay una señora que viene con su papá. El señor no habla mucho y se nota que le cuesta moverse. La mujer pide por él (siempre lo mismo, siempre con los mismos reemplazos de ensalada por plátano) y habla por los dos. Conversa sola mientras el viejo come. Cuenta tragedias. Ejemplo: una aglomeración en la escalera de ingreso a un avión en ElDorado en los salvajes años ochenta hace que la escalera se contonee bruscamente y un niño recién nacido salga volando por los aires desde lo alto y caiga en el pavimento, vivo de milagro pero muy magullado. Explica que por eso aceleraron (es un decir) la construcción de los túneles que conducen a los aviones. No me queda claro si estaba presente o si se lo contaron.

6.
Me cuenta Nicolás que cuando Nairo Quintana ganó la penúltima etapa del Tour de Francia la tienda en pleno, particularmente concurrida ese día, lloraba de la emoción ante el televisor, conmovidos sobre todo por la pasión de los comentaristas.

7.
El pueblo está repleto de colombianos. Dicen que hay alrededor de quince mil. Es fácil encontrarlos por ahí, atendiendo negocios, en ventanillas de bancos o de paseo por los centros comerciales. Si el número que encontré es correcto, casi la mitad de los colombianos residentes en Canadá (cuarenta mil) viven acá. Todavía no sé por qué eligieron un pueblo con uno de los niveles más altos de desempleo del país. Supongo que la tranquilidad es atractiva. Y se supone que la finca raíz es barata. La mayoría llegan como refugiados o se refugian al llegar. Desde el año 1999 Colombia está en el Top 10 de países productores de potenciales refugiados que Canadá acoge.

 

 

Ilustración Cachorro

La migración al pueblo empezó hace diez años y solo hasta el año pasado desaceleró debido a cambios en las políticas migratorias canadienses. Parece que Colombia ya no es considerado tan peligroso. En 2007 aprobaban el ochenta por ciento de las solicitudes de refugio de colombianos. El año pasado solo aprobaron el treinta por ciento. El canadiense promedio de todos modos asume que todo colombiano en el pueblo es refugiado y cuenta con un leve gesto de conmiseración automático para expresar solidaridad. Es curioso: pese a la cantidad de paisanos, hay poquísimos negocios explícitamente colombianos. No hay restaurantes y, que yo sepa, solo hay otro supermercado además de la tienda. Predomina, tal vez por la raíz violenta de la colonización, la prevención desconfiada, distante. Nadie sabe quién es quién, y mejor no saber. Son (somos) una legión disgregada e invisible que se materializa fugazmente en amarillo estridente cada veinte de julio. El año pasado la pugna entre los dos periódicos latinos por el control de la comunidad hizo que hubiera dos celebraciones simultáneas del Día de la Independencia, cada una declarándose "la original". Fue un desastre. Este año los organizadores reconocieron el error estratégico y pactaron celebraciones en días distintos. Cuando pasamos por una de las dos a comer lechona un hombre en la tarima, después de alguno de los bailes infantiles, listaba a los patrocinadores. La tienda estaba entre ellos, por supuesto. El hombre recomendó visitarla "porque colombiano compra colombiano".

8.
Dos mujeres mayores, una venezolana y la otra colombiana, desayunan en la otra mesa. La colombiana debe salir de urgencia, así que la venezolana se queda sola terminándose su arepa con chocolate. Antes de que se fuera la colombiana había oído a la venezolana quejarse de la arepa (no esperaba que la arepa de huevo fuera frita) y del chocolate (no era suficientemente espeso). Cuando se fue la amiga empezamos a hablar. Me contó que había llegado a Canadá cuando tenía cuarenta y tantos años, detrás de un canadiense con quien se casó luego de que se conocieran en Miami. Me dijo que ya no creía en el amor. Me reveló la edad de su amiga, que aparentemente es un secreto que ella guarda con mucho celo. Me habló de unos invernaderos industriales al norte del pueblo, cerca del lago, donde trabajó supervisando los cultivos. Antes de eso cuidaba enfermos crónicos. Ahora, ya jubilada, toma clases de pintura y recorre todos los sábados las ventas de garaje del pueblo con su amiga colombiana. Me echó un chiste largo sobre una fila de monjas muertas que quieren entrar al cielo pero antes deben decirle a San Pedro en qué circunstancia, si hubo alguna, tuvieron contacto con un pene. Para expiar su culpa deben luego introducir la parte del cuerpo comprometida en agua bendita. Al final hay una pelea por quién pasa primero entre la que lo mamó y la que se lo dejó meter por el culo. No es un chiste muy bueno. Antes de irse me dijo que apoyaba a Capriles hasta que corrió el rumor de que era homosexual. Eso le parecía inaceptable: mejor nueve hijas putas que un hijo gay.

9.
El sábado pasado uno de los señores que comen empanadas parados junto al mostrador le preguntó a Nicolás cómo iba el negocio. Hace un año largo llegaron al pueblo dos supermercados chinos gigantes y baratos que ofrecen productos latinos. Se rumora que parte de su secreto consiste en importar trabajadores de China a quienes pagan salarios ridículos y mantienen semi-esclavizados en casas viejas adecuadas como dormitorios colectivos. Quién sabe si sea verdad. Nicolás respondió que aunque la tienda va bien la llegada de los chinos ha afectado las ventas porque ahora los colombianos prefieren ir con ellos. "Es que no hay solidaridad", reniega el otro. "No aprendemos de los chinos, ellos sí tienen una comunidad de verdad y son muy unidos: desde que llegaron esos supermercados nadie ve a un chino en un supermercado que no sea chino. Así deberíamos ser nosotros también".

10.
No sé qué haremos cuando nos vayamos del pueblo y nos quedemos sin nuestra tienda colombiana. Será duro volver a acostumbrarse a la falta de buena empanada. Mi desarraigo orgulloso pasa por una mala época. Me estoy volviendo adicto a estas nostalgias.
UC

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