Mi negra no tiene concepto
Jaime Jaramillo Escobar
Después de seis años de forcejeos y de peleas inútiles, de peregrinar con los instrumentos por toda la ciudad, de hacer el ridículo sobre tarimas, de soportar las exudaciones estancadas de cinco sujetos (cuatro de ellos sin camisa) en salas, cuchitriles y terrazas, es inevitable que crezca un cariño enfermizo, a veces cercano a la amistad y a veces a la resignación, hacia esos seres insensatos que no tienen nada mejor que hacer los sábados en la tarde que sacarse la rabia y el desencanto de la semana a golpes de batería, acordes distorsionados y gritos malheridos, para delicia del loco del barrio y tormento del vecino con Parkinson (q.e.p.d.)
Dos de ellos ostentan unas tetillas generosas sobre las que sueltan escarnios mutuos, cada uno convencido de que no se ve tan tetón como el otro; otros dos juegan a introducirse sus instrumentos por donde la naturaleza decidió que las cosas salieran, mientras otro rumia con aplicación un almuerzo frío y seboso, y el último se ríe y deja escapar efluvios peligrosos para su organismo y para el ecosistema. Es lo que pasa en casi todas las bandas. Siempre se repiten los mismos actos, los mismos chistes, las mismas canciones. Si el universo es monótono, ¿por qué sus habitantes tendríamos la obligación de ser distintos? Y, sin embargo, el universo no parece aburrido de ser universo. O no siempre.
Uno de los integrantes de la banda manejaba un bus. Por eso llegaba a los ensayos a mirar feo y explotaba ante cualquier observación sobre su manera de tocar. La crudeza del matrimonio, una hermosa hija y un cambio de empleo degradaron su ira endemoniada a una simple mala cara que ya no se puede quitar. Tiene otros talentos: hace la imitación perfecta de un borracho; su fenotipo le ayuda.
El otro es un alma atormentada que hilvana de manera magistral conversaciones sobre Nietzsche, los aburridos pero misteriosos hábitos sexuales de las colegialas y la protuberancia de su trasero, hasta que su interlocutor comprende que en aquel duendecillo de no más de metro y medio está cifrado el universo. Los chamanes del centro lo persiguen para hacerle un lavado de aura, pero él se niega y continúa padeciendo y esparciendo por doquier su mala suerte. Tiene el poder de tomar siempre las peores decisiones, y es capaz de hacer que su moza se convierta en su novia y su novia en su moza.
El otro, como todos los humoristas, es un sujeto amargado que se regodea en la estupidez humana. Es como una hiena: siente la necesidad imperiosa de burlarse de los demás en todo momento. Como todos los testarudos, cree que tener una opinión muy suya significa que el resto de la humanidad vive en un error. Como todos los seres excesivamente racionales, incurre en aberraciones por completo irracionales, como creer que al pasar por un lugar que fue escenario de batidas del ejército se lo va a llevar el ejército. Siempre negará que es un ser noble y sensible.
Quedan tres, sin mucho picante para gastarles líneas: uno de ellos se divorció tres veces (en la primera le dio culebrilla, en la segunda se quedó sin lavadora y en la tercera le robaron la moto); el otro no sabe qué hacer con su vida (dice que mataría por vivir del arte, pero termina escribiendo proyectos educativos y trabaja de corbata); y el otro se disfraza de payaso, canta donde le den cincuenta mil pesos, cree que es feliz y suele acompañarlo el patetismo.
Digamos que la banda se llamó Naveplaneta por culpa de la lectura de Moby Dick (es preferible ese nombre con algo de sentido a decir que se llamaron "el poste" porque tenían una canción que hablaba de un poste).
Hablaré de dos de los lugares de ensayo de la Naveplaneta. Empecemos por la que fue su casa durante más de cuatro años: era –cómo no– una plancha con una preciosa vista sobre esta ciudad de pobres corazones. Eso no es nada raro, se sabe que la mitad de las bandas ensayan en un lugar así; lo diferente era la pequeña hazaña necesaria para entrar: no había escaleras de concreto, se subía por unas de madera con un peldaño podrido, que no desembocaban de inmediato en la plancha sino en el hueco de una reja sobre la que había que hacer equilibrio cinco pasos hasta llegar al concreto. Una vez allí se podía entrar a la pieza de uno de los integrantes, el que se cree anarquista y durante un tiempo sustentó su apuesta durmiendo en el piso. Primero tuvo una cama en la que no cabía estirado, pero decidió desarmarla para que no le quitara espacio a los instrumentos, y a partir de entonces desarrolló un extraño gusto por dormir en el suelo sobre trapos y cobijas. Al principio trapeaba a las carreras una hora antes de que llegara el primer integrante, pero luego cogió confianza y no volvió a tener el más mínimo asomo de consideración por la rinitis de sus compañeros. Por lo demás, incluso cuando trapeaba con Sanpic la pieza olía a cañería rota, por culpa de una antigua maldición que pesa sobre los hombros de su madre y que puede enunciarse más o menos así: "usted, señora, jamás tendrá buenos trabajadores, y cada trabajo que le hagan se lo harán mal y a medias".
En ese cuarto algunas veces creyeron que iban a salir de pobres gracias a las desgarradoras canciones que se gestaban, aunque en realidad los únicos que las escuchaban eran los vecinos, quienes bostezaban desde las casas del frente con una especie de resignada curiosidad, y el contrato multimillonario nada que llegaba a la plancha del anarquista. ¿Qué estaría pasando? Raro sí era.
En aquel cuarto había un baño sin puerta. Al principio, cada vez que uno de ellos (el más habilidoso) iba a ejecutar ese acto de conexión rítmica con el cosmos, exigía a los demás que se fueran del lugar. Más tarde fue capaz de hacerlo con la cortina cerrada. Finalmente, el descaro llegó al punto de seguir la conversación con el pantalón en el suelo, mientras los demás trataban de no ceder a su morbo y miraban para otro lado. El morbo siempre será más fuerte.
Los otros lugares de ensayo no merecen mayor atención, salvo el penúltimo: era la zona de ropas de otra terraza, al otro lado de la ciudad; había que amarrar una colcha de cuatro clavos para evitar las úlceras por el sol, y cuando llovía tenían que dejar de tocar y dedicarse a tapar los instrumentos con lo que hubiera a la mano, que casi siempre eran los colosales calzones blancos de la dueña de la casa que se oreaban allí como testimonio de su grandeza. Ingrato fue aquel lugar con los tercos habitantes de la Naveplaneta. Pese a que en la esquina había un meadero de borrachos atendido por una mujer de pechos exagerados en el que cada fin de semana había una pintoresca y fatal trifulca, la policía insistía en amonestar solo a nuestros cantarines, cuya barahúnda no ocurría en la madrugada, como las folclóricas peleas del bar, sino a plena luz del día. Se supo, sí, que el ruido de la Naveplaneta aceleró la agonía de un vecino con Parkinson, quien al oír los primeros redobles parecía olvidar que estaba agonizando y se ponía a dar saltos de aquí para allá (q.e.p.d.).
Pero no todo fue brega ni homicidios culposos. Frente a ellos, en un tercer piso, un día la naturaleza los colmó con el espectáculo de sus bendiciones, iluminándolos con gran solaz y regocijo. El primero en percatarse fue el anarquista, quien se limitó a mirar de reojo y a sonreír para sus adentros; después lo notó el malacaroso, y luego todos, uno a uno, fueron testigos de cómo las cinco lesbianas que vivían al frente se paseaban casi desnudas de un lado a otro, como diosas, fingiendo trapear un corredor. La reacción de los Naveplanetarios estuvo a la altura de su nivel intelectual: empezaron a gritar como gorilas rabiosos y a pedirles a las provocadoras que se quitaran todo, a lo cual ellas respondieron que listo, que de una, pero que ellos también debían quitarse la ropa. Por supuesto, ninguno accedió: algún pequeño secreto han de ocultar.
Se sabe que todas las relaciones empiezan sin que esté muy claro qué espera cada una de las partes. Y aunque lo supieran, tal conocimiento sería inútil, pues los actores de una relación suelen estar vivos –aunque no es obligatorio–, y uno de los corolarios de esto es que están sujetos a cambios. Pues resulta que la Naveplaneta empezó como un espacio para oler gente distinta a la que se olía a lo largo de la semana, y nadie esperaba nada más de ese ejercicio. Pero como los años se obstinaban en pasar, y el anarquista ya empezaba a quedarse calvo, y encima le dio por dejar progenie (una preciosa monita con visos rojos), comprendió que debía ponerse a trabajar en serio. Y como a la gente perezosa le repugna cualquier trabajo que implique trabajar, el anarquista decidió que quería hacerse a un circo, una gran carpa, para su quinteto de payasos; es decir, quería vivir de la música.
Pero me disculpan, esa es otra historia y no pretendo enzorrarlos más por hoy. Pese a todo, sigue andando la Naveplaneta. Baste eso por ahora.