Número 48, agosto 2013

Leticia, Amazonas
Sebastián Gómez

Tal vez fue el hastío el que me empujó a comprar un tiquete de avión rumbo a Leticia, la enigmática capital del departamento más grande de Colombia. Me fui con el firme propósito de acostarme tarde, despertarme tarde y no contestarle el celular ni a mi mamá, además de aguantar calor y comer tucunaré, un pez de agua dulce muy popular en las comarcas amazónicas de Perú, Colombia y Brasil, las tres naciones colindantes donde se erigió el bastión portuario de Leticia, que, como todos los puertos del planeta, sean fluviales, marítimos o aéreos, está lleno de historias sorprendentes.

John Jairo Escobar fue el taxista que me recogió en el aeropuerto Alfredo Vásquez Cobo. Setenta y cinco años, trigueño, barba cana y gorra Lacoste: "nada como la ropita de buena marca, ¿sí o no, paisa?", dice. Es un tipo recorrido, un personaje como cientos en este país, producto típico del atrabancado siglo XX colombiano. Nació en Campoalegre, Huila; se crió en Manizales, Caldas; prestó servicio militar en Florencia, Caquetá; fue guaquero en Montenegro, Quindío, y arrendador de caballos de paso fino en Purificación, Tolima. Hoy es propietario de una flamante nave modelo 1996, un Chevrolet con una banderita de Colombia izada en la antena a pesar de tener placas de Manaos. "Los brasileros son buena gente hasta que se emborrachan; por eso es que a veces no me gustan. Yo aquí, en esta frontera, cada día me siento más colombiano", pontifica John Jairo, a quien más de tres décadas en Leticia le han conferido conocimiento de causa.

Las diferentes oleadas de migrantes de todos los departamentos del país, atraídos por las múltiples bonanzas que ha tenido Leticia, hacen de la ciudad un crisol de acentos, fenotipos y habitus nacionales. En Leticia es posible desayunar changua, almorzar lechona o bandeja paisa y comer pan con avena "original de Venadillo" (Tolima).

También es posible oír reguetón, salsa romántica, guasca y el omnipresente vallenato, que, por cierto, es bastante socorrido por los brasileros de Tabatinga, ciudad limítrofe con Leticia en su margen oriental.

A pesar de lo distante de otras capitales de departamento y del escollo que supone la enorme selva, en Leticia se siente con menos rigor el pérfido centralismo nacional. Comparada con Sincelejo, Puerto Carreño o Mitú, Leticia es una ciudad de alcances mayores. "Se mueve plata, que es lo que le gusta a la gente", asegura John Jairo. Claro, la plata de las bonanzas que han movido hasta la cuenca amazónica a gente de la alta Guajira. No por nada hay siete sucursales bancarias, varias casas de empeño, decenas de sanandrecitos donde se comercializan electrodomésticos procedentes de la zona franca de Manaos, y celebérrimas casas de citas.

Pero en Leticia no todo está revestido por el sórdido cariz de las zonas fronterizas. En la vía a Tarapacá –pueblo célebre en la historia militar colombiana– se ubica la sede Amazonia de la Universidad Nacional de Colombia, un respetado y hermoso claustro universitario donde se imparten posgrados con un nivel académico de reconocimiento mundial. Gracias a esta sede universitaria, también migran jóvenes estudiantes de varias regiones del país, movidos por el deseo de desentrañar los secretos biológicos, antropológicos, históricos y lingüísticos de la selva. Los estudiantes –sobre todo los del interior– se han ido convirtiendo en un fenotipo propio de la ciudad, y por ellos han prosperado algunos agradables bares de rock n' roll."

"El perdido busca el monte", replica John Jairo cuando le pregunto por la gente y las historias de Leticia, retomando una frase que aprendió de su papá. "Eso ha sido es por las bonanzas, no le busque más", remata con la milenaria sabiduría de los taxistas. "Perdidos pero encontrados", agrego antes de referirle la historia de un muchacho de Duitama, Boyacá, que se hizo sacristán de una parroquia de Leticia y cualquier día apareció muerto, irreconocible por los tiros y machetazos que le habían propinado. Al parecer, el joven en cuestión fraguó un negocio turbio en Muzo, y el estafado, un ahijado de Víctor Carranza, lo buscó por medio país hasta ubicarlo en la capital amazónica. Lo ajusticiaron a la salida de la sacristía por órdenes del esmeraldero.

"Es que cuando uno conoce la plata, y ve que eso se multiplica...", dice John Jairo, y me sigue contando algunos pormenores de la codicia suscitada por las bonanzas: "de los tiempos del caucho hay muchas historias que ya están por ahí escritas en libros". Libros que se pueden consultar en la Sala Amazonas de la Biblioteca del Banco de la República, de la que John Jairo es asiduo visitante: "nada más sabroso, paisa, que venirse para acá, con aire acondicionado, a leer la prensa y resolver el crucigrama".  En efecto, en la biblioteca existe, amén de una bella sala de exposiciones, una excelente documentación sobre el llamado "conflicto de Leticia", en la que hay varios textos de aquel "cantor de América, autóctono y salvaje", José Santos Chocano, gran poeta del Perú y militante de la causa maderista en México, quien siendo parte del servicio diplomático peruano mantuvo sendas posiciones políticas frente a los resultados de la única guerra internacional sostenida por el Estado colombiano.

 

"Pero yo de eso no sé nada. Por ahí hay una estatua en la plaza, un monumento a los soldados de la guerra", aclara el taxista.

John Jairo arribó a Leticia a mediados de la década del setenta, luego de pasar por Cali, Popayán y Florencia, donde remontó el Orteguaza y el Caquetá, y desembocó en el Amazonas en una embarcación que surtía cerveza y víveres a los poblados ribereños. En la capital de la entonces Intendencia del Amazonas comenzó a trabajar en lo que él denomina como "la bonanza blanca": la fiebre de la coca, la pasta procesada en las cocinas amazónicas de Perú, Colombia y Brasil, poderoso motivo para que colombianos como John Jairo se aventuraran a radicarse en la ciudad. "Aquí había prostíbulos famosos hasta en el Brasil", dice, refiriéndose a El Padrino, Monterrey y Las Pachas de Tarapacá, grandes lupanares donde oficiaron mujeres de Barranquilla, Medellín y Cali, además de ecuatorianas, brasileras, peruanas y hasta una venezolana llamada María Antonieta. También hubo travestis de nacionalidad desconocida que a puerta cerrada ofrecían espectáculos en los burdeles: "un soldado de allí de la base se enamoró de uno", cuenta John Jairo.

En Leticia es vox pópuli que Gonzalo Rodríguez Gacha –aunque algunos insisten en que fue Pablo Escobar– estuvo presente en la inauguración de la primera gallera, rifó un reloj de oro y compró en efectivo varias toneladas de polvo traídas desde Iquitos por el río, mercancía que sacó de la selva rumbo a algún destino en el Atlántico. Se cuenta, además, que a finales de los setenta, atraído por la bonanza cocalera, apareció un tal 'Sietepintas', gatillero antioqueño que purgó condena en el penal de Araracuara. Su mote se debía a que se cambiaba de ropa varias veces al día. 'Sietepintas', que vendía marihuana cultivada por él mismo, murió acuchillado por un tipo de apellido Candamil, "que mataba a cuchillo y a cuchillo murió", mientras bailaba samba en un bar de Tabatinga en horas de la madrugada. Al parecer, un patrón paisa mandó vengar la muerte de 'Sietepintas', y le ordenó a uno de sus trabajadores que exhumara el cadáver de Candamil, le cortara la cabeza y se la llevara para constatar su muerte.

Historias como esas se gestaron durante la bonanza cocalera en la Leticia del célebre capo Evaristo Porras Ardila, cacique del narcotráfico amazónico y socio de Pablo Escobar, quien falleció menesteroso en 2010. Sobreviven las ruinas de su mansión, cercana al centro de Leticia, una edificación de dos pisos que, según se cuenta, era réplica de la casa de los Carrington, el clan que protagonizó Dinastía, la célebre serie de televisión ochentera. "Pero esas historias no se acaban ahí", dice John Jairo.

En Leticia el tráfico de estupefacientes hacia Brasil, el Pacífico y el Atlántico siguió siendo un rubro intermitente de la economía, aunque ya no es posible hablar de "bonanza" como en las agitadas décadas pasadas. De hecho, algunos personajes vinculados al boom cocalero llegaron a convertirse en celebridades menores al diversificar sus horizontes financieros hacia otros negocios clandestinos. Uno de ellos, "un loco gringo que nunca se había visto" llamado Mike Salinski, incursionó en un negocio que nunca se había explotado con intensidad en la Amazonia: las pieles de animales. Serpientes, caimanes, micos y otros mamíferos sucumbieron a la codicia del gringo, a quien vieron pagar en dólares varios barcos repletos de jaulas con animales que posteriormente serían desollados. "Uno veía cómo volvían a embarcar todos esos cueros ensangrentados para el Brasil", comenta John Jairo un poco perturbado. Las pieles se comercializaban en Río de Janeiro, São Paulo y Caracas, y luego se revendían a confeccionistas de New York, París y Milán.

Las noticias sobre el enriquecimiento de Salinski a costa de la fauna endémica no tardaron en alertar a las autoridades. La Policía Nacional de Colombia y el Inderena le incautaron lo que sería el último cargamento de micos vivos que tenía asegurados para el desuello y, a decir de varios leticianos que también conocieron al gringo, gran parte de los primates que hoy pueblan la conocida Isla de los Micos, en Puerto Nariño, son descendientes de aquellos que la autoridad logró decomisarle.

"Historias es lo que hay para contar aquí en Leticia, mijo", dice John Jairo. Historias que no cesarán de producirse pronto, pues en la ciudad se siente la preparación del próximo Mundial, y cada vez aterrizan aviones de mayor capacidad en el aeropuerto Alfredo Vásquez Cobo. Manaos, capital de este tropical infierno verde, acogerá a miles de personas que llegarán por el río desde varios rincones del septentrión suramericano para gozar de los negocios y las emociones del evento futbolístico. Habrá una nueva bonanza, un nuevo sartal de historias para contar, escribir y recordar. Mientras tanto, a la espera de buenos horizontes, el taxista sonríe feliz. UC

 

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