Árboles en el solar de la casa
donde nos escondíamos a jugar
mamacita con las peladas
Helí Ramírez
Árboles
Ignacio Piedrahíta. Fotografías: Juan Fernando Ospina
Los árboles son memoria y prodigio. Su tronco es tan fuerte y sólido que lo tomamos por eterno, y las hojas tan móviles y tan gráciles que nos parecen emparentadas con el viento. Y en la oscuridad perpetua, invisibles, las raíces son el símbolo de lo que siempre nos atará a la tierra. Más longevos que los hombres, a los árboles los miramos con especial respeto. A un árbol no se le quiere como a una mascota, ante los árboles nos inclinamos.
Para quienes han crecido en la selva el árbol es el origen del mito, es medicina y vivienda, es guía en el camino y balsa para el río. En el campo, los árboles mantienen las fuentes de agua y sus raíces protegen el suelo de la erosión. ¿Cuál de todos estos significados se conserva en la ciudad? Se dice que entre calles y casas los árboles son más valiosos debido a su escasez, pero de lejos se ve que la relación que tenemos con ellos es bastante pobre. Una de las pocas virtudes que les reconocemos es que con su alquimia vegetal convierten el hollín de los carros en aire puro, y sobre esta última tarea basamos en buena parte la nobleza simplona que hoy le concedemos a los árboles en la ciudad.
También decimos que un árbol es bello y da sombra, pero la belleza de un árbol, como toda belleza, tiene muchas interpretaciones. Prueba de esto son las abundantes quejas de la gente respecto a los árboles. No son pocas las llamadas que reciben las entidades públicas para que corten un árbol, ya sea porque le tapa la vista a un vecino o impide que se vea el letrero de un negocio, o porque la acera y los techos se "ensucian" de hojas y se taponan. No todas las quejas son tan absurdas y egoístas, otras son justificadas. Los árboles son seres que necesitan muchas condiciones favorables para crecer, y a veces llegan a hacer daño con sus raíces y sus ramas, o representan verdadero riesgo para las personas.
Un árbol que crece en Medellín no la tiene nada fácil, y menos todavía si intenta medrar en el centro de la ciudad. Una vez se siembra un arbolito, cuentan los que se ensucian las manos de tierra, lo primero que se roban es el cerco; es decir, lo despojan de la única defensa que tiene contra los hombres. De ahí en adelante vienen otras pruebas más duras. Los árboles jóvenes sufren mutilaciones, ya sea porque los niños se trepan a las ramas todavía tiernas, o porque la gente se les recuesta y los tuerce. Algunos árboles adultos de los parques son tomados por orinal –sin importar que haya baños públicos–, como es el caso de un robusto mamoncillo en la Plazuela Nutibara. El exceso de orines, por no hablar de desechos de otra laya, es capaz de quitarle la dignidad hasta a un gigante.
Si la tierra que rodea un árbol está más baja que la acerca, un destello de inteligencia le dice al peatón que se trata de un basurero. Muchos troncos de árboles se convierten en el depósito perfecto de bolsas de basura, escombros y hasta bultos de cemento. En la Plaza Botero mataron un árbol a punta de resinas para construcción, pues este se las bebió cuando las dejaron a sus pies; esta es apenas una manera de ilustrar el hambre y la sed que aguantan los árboles del Centro. Les ve uno la boca abierta y las hojas mustias y amarillas, pidiendo agua a gritos. Igual pasa en los barrios, donde la gente sale a lavar la acera y el carro, pero no se le pasa por la cabeza echarle un poco de agua al árbol que da sombra a su casa.
A menudo, gracias al desconocimiento, la gente por hacer bonito, hace feo. No falta el que, con tiempo de sobra, le construye a un árbol una jardinera. Esto es como si a uno lo vistieran todos los días con cuello de tortuga. Tal vez un filósofo lo agradecería, pero si a alguien de a pie lo atavían de esa manera, muere sofocado al día siguiente. Si los árboles necesitaran jardineras la naturaleza ya se las habría proveído, y más bonitas y funcionales.
A los árboles los machetean para darles la forma de un cono o de un cubo, porque hay quienes consideran que la fronda con la que vienen es poco elaborada. Otros prefieren cortar los árboles o arbustos nativos para remplazarlos por mal llamados jardines zen, que finalmente son un pedrero y tres matas; no quieren que el frente se les vea como si fuera monte, ni mucho menos que atraiga animales. Los jardines japoneses originales están llenos de diferentes especies, y tienen cuevas y grutas cuyo objeto es imitar la naturaleza en su forma más pura. Un verdadero jardín zen es misterioso y oscuro, retorcido y seductor, y no una caricatura de piedra redonda con dos pencas asépticas.
Los árboles son bonitos, pero también hacen maldades. Las palmas de corozo son especiales para chuzar balones, y a veces también les sacan los ojos a los niños. Más de un anciano se ha descaderado al resbalar en una fulgurante flor de guayacán. Los terminalia, esos gigantes que crecen por pisos, huelen a grajo cuando florecen. Durante ciertas temporadas, en la estación del metro de San Antonio, ve uno a la gente levantando el brazo o mirando si pisaron mierda cuando estos árboles están en flor; de ahí que alguien que sepa nunca sembraría un terminalia al pie de un restaurante, para evitar conflictos.
Los árboles no son todos iguales, y por eso hay que pensar dos veces al momento de sembrar. No se puede plantar un guayacán, que en buenas condiciones puede crecer hasta 35 metros de altura, al lado de un poste, ni debajo de las líneas de energía, ni en un separador de veinte centímetros, porque no solo traerá problemas cuando crezca, sino que se levantará como en camisa de fuerza y sufrirá. Un caucho cabe en cualquier parte cuando está pequeño, pero cuando está grande es capaz de arrugar el pavimento como si fuera de cartón. Los laureles del barrio Laureles –que son traídos de la India y ni siquiera son laureles–, seguramente se sembraron sin calcular el tamaño que alcanzarían. De lejos se ven muy bonitos, pero sus troncos están dolorosamente estirados según la forma del separador de la vía, y muchas de sus ramas fueron mutiladas por riesgo de caída.
Sembrar un árbol en la ciudad no siempre es la buena acción que se enseña en la primaria. Gracias a la conciencia ecologista de cualquier vecino, en un separador de barrio con menos de un metro de tierra pueden haber, todavía pequeños, una ceiba, un piñón de oreja y un guayacán. Nuestro sentido de lo que es un árbol es tan romántico como patético. Pensamos que, por ser silvestres, los árboles no necesitan sino dejarlos ser. La gente los siembra con la mejor voluntad, pero sin saber cuánto van a crecer y en qué condiciones. No sabemos qué tierra ni qué espacio de aire piden, ni siquiera cuánta agua, o cuánto abono, ni qué cuidados necesitan.
Sin embargo, el paisaje no es tan negro. Entidades como el Jardín Botánico, la Alcaldía y el Área Metropolitana ven por los árboles. En Medellín, en alguna medida, se siembran árboles bien sembrados y se les hace mantenimiento. Dicen los expertos que ojalá fuera una sola entidad la encargada de decidir y acometer todo lo relacionado con los árboles de la ciudad, desde su siembra hasta su tala, si amenazan con caerse o si hay algún diseño de urbanismo en marcha.
Los casos de tala masiva de árboles suelen alcanzar titulares de prensa. La extensión de la línea de Metroplús en Envigado está en boca de la gente por estos días. Diría uno que si la comunidad se ha envalentonado de tal forma es porque algo está fallando: o se equivocó la empresa al diseñar y explicar el proyecto, o la comunidad al dejarse llevar por el fanatismo. Hay árboles que definitivamente no son negociables –y se justifica que alguien se encadene a ellos para evitar su tala–, pero por lo general es posible que una modificación urbana se haga de acuerdo con una compensación inteligente de unos árboles viejos por otros nuevos.
En Medellín ya se han hecho proyectos que involucran la tala o el traslado de algunos árboles, y la experiencia muestra que, si se hace bien, el resultado final puede ser más conveniente para los habitantes. En la Regional, en la Avenida El Poblado y en el pasaje Carabobo hubo resistencia inicial, pero hoy hay mejor movilidad y buena vegetación. Es casi imposible hacer una modificación en la ciudad sin que haya que sacrificar o cambiar de lugar un espacio verde.
Así como no hay una política de cortar árboles por cortarlos, tampoco debería haber la de preservar por preservar como método único de presión. Lo lógico es que haya lugar a la discusión con argumentos frente a la necesidad de sacrificar un árbol. Ante el cambio siempre habrá oposición, pero un consenso es posible si los nuevos planes son convincentes. Una comunidad bien asesorada podrá exigir una compensación beneficiosa y será implacable con el facilismo de ciertos constructores a la hora de tirar cemento donde puede ir grama, o de exigir mantenimiento cuando el contratista entregue y pretenda desaparecer, dejando al garete los árboles recién plantados.
Por respeto a los árboles, no estaría de más conocerlos mejor. Quizá entonces no levantaríamos la vista solamente cuando hay que apuntarse a una causa ecologista de oportunidad. Saber nombrarlos es un buen punto de partida; saber, al menos, más nombres de árboles que de marcas o modelos de carros. Y no valen los árboles que toman el nombre de su fruto. Vale el tulipán africano, el urapán y el frangipán. El terebinto, la ceiba y el majagua. El piñón de oreja, el casco de vaca y el flor de cera. El suribio, el búcaro y el cámbulo. El gualanday, el guayacán y el yarumo. El carbonero, el ébano y el balso. El bala de cañón, el cresta de gallo y el escobillón. Ahí dejo algunos de las decenas que hay en Medellín, para invitar a mirar hacia arriba.