Lilo mira el cielo para adivinar la hora. Está seguro de que van siendo las siete. "Ya casi se levanta la Señora", piensa, con la cabeza apoyada en su brazo derecho y el resto del cuerpo sobre la tabla maciza que le sirve de cama. Se entretiene con el cacareo de las gallinas y el trinar de los pericos para espantar la pereza, mientras un ejército de nubes plomizas se desintegra en el cielo cada vez más brillante. Es la mañana del domingo, el mejor día de la semana para la familia Roldán Correa.
El viejo se levanta y estira las piernas. Es casi ciego, pero se mueve por la casa sin trastabillar. "Muchos ven lo que yo no veo, y yo veo lo que muchos no ven", dice el llamado "brujo de los pillos de la Comuna 13". Su insípida barba canosa, su cabello amarillento y sus ojos indescifrables le dan el aspecto de un gitano rancio. Se adorna con grandes aretes y una larga camándula que él mismo fabricó con la ayuda de "fuerzas extraordinarias", la cual lo protege de "todos los males". Conoce la magia negra y la magia blanca, y es amigo de todo aquel que lo respete y lo obedezca. "Aquel que no me obedece, el cementerio o la cárcel se merece", advierte Lilo a aquellos que lo buscan por sus saberes paganos.
Cuando doña Gilma Correa se despierta, La casa del palo de mangos tiembla como si se la fuera a tragar la tierra. La matrona de 78 años hace chirriar su cama de hierro, tose, se frota los ojos, se echa la bendición y se levanta como la bandera de una nación golpeada por cientos de guerras. Va hasta la cocina y esculca las ollas y los polvorientos gabinetes donde se guarda la poca comida que pueden comprar diariamente. "Falta carne", dice entre dientes la vieja. "También hay que comprar papas y cebolla", añade en un murmullo.
La anciana, de rasgos tan fuertes que no permiten el mínimo asomo de decrepitud, llama a uno de sus nietos y lo manda a la tienda con siete mil pesos. Luego se lava la cara y va a sentarse en su viejo sillón de cuero rojo, cojo de una pata al igual que su marido, Gabriel Alfonso Roldán, quien todavía ronca en la ruidosa cama doble que minutos antes hizo tronar la Señora.
A las nueve de la mañana toda la familia está despierta y deambula entre las ruinas de su otrora majestuoso hogar. Astrid y Edilma, las otras dos mujeres de la casa, no se preocupan por barrer las hojas esparcidas por el viento la noche anterior. Lavan y ordenan platos, tazas y cucharas. Preparan el fogón de leña y sacan una olla grande para hacer el sancocho, el plato de los domingos. Los hombres: Lilo, Carlos, Mario, Antonio y Gabriel Darío, se sientan en adobes y tarros de pintura en el frente de la casa, al lado de doña Gilma, todos en silencio, casi petrificados, como si estuvieran posando para algún pintor surrealista. Parece que esperaran algo, y a distancia uno piensa que lo que esperan no es otra cosa que la muerte y que esa vieja casa será el sepulcro definitivo de todos ellos.
Es una familia de más de veinte personas, casi todos mayores de cincuenta años. Apenas hay tres jóvenes que no alcanzan la mayoría de edad a quienes la Policía clasifica como "posibles integrantes del combo delincuencial de El Salado".
A La casa del palo de mangos le falta la mitad del techo. Algunos muros están rotos y hay puertas y ventanas que son solo marcos. La mitad de la familia vive prácticamente a la intemperie. Las balas y los petardos la han destruido casi por completo, pero la obstinación de los Correa Roldán aún la mantiene en pie, en una especie de protesta silenciosa con un tinte de mórbido sarcasmo.
Hace 55 años, cuando fue comprada por las hermanas Correa: Socorro, María Severiana y Marielena, la casa ya había sido habitada por dos familias diferentes, pero se encontraba en inmejorables condiciones. Tenía entonces más de cincuenta años de haber sido construida en estricto estilo colonial.
"Era una casa hermosa, con patio, solar y balcón, tres alcobas, sala y comedor. Cuando mi mamá y mis tías la compraron les costó veinticinco mil pesos", cuenta Gilma, que la heredó hace más de veinte años junto a su hermano Leobardo Enrique Roldán, de quien dicen "murió de pena moral por ver la casa destruida".
La casa está ubicada al borde de la quebrada El Salado, entre las dos únicas vías que conducen a La Loma y San Cristóbal: dos carreteras angostas rodeadas de árboles, piedras y escombros. A pesar de las carencias económicas, la familia de Gilma y Gabriel Alfonso era de las más felices del barrio, pero todo cambió en 2002 cuando el Gobierno le dio luz verde a la 'Operación Orión', estrategia militar cuyo propósito era desterrar a las columnas guerrilleras que mantenían azotada esa parte de la ciudad. Las balas iban y venían día y noche. Se metían por las ventanas y destrozaban pocillos, platos, bombillos...
Soldados, policías y fiscales se tomaron las calles, los techos y las terrazas de la Comuna 13 para enfrentar a las milicias. La casa del palo de mangos quedó en medio del bombardeo, sirviendo de trinchera a unos y otros.
"Cada noche era como si el mundo se fuera a acabar. Sentíamos las balas cerquita de la oreja. Nos tirábamos al suelo y nos cubríamos con los colchones y los muebles. Los delincuentes dejaban bicicletas bomba, carros bomba, basura bomba, de todo, al pie de la entrada de la casa; y la policía y el ejército respondían con disparos de fusil", relata Gilma sin asomo de reproche. No guarda ningún rencor la anciana, como si la debilidad de la casa la hubiera hecho más fuerte, más dura, más fría.
"Nunca quisimos irnos a pesar de la guerra, no queríamos perder nuestra única posesión, nuestro único hogar. Íbamos a defender la casa hasta las últimas consecuencias y por eso estamos aquí, firmes, aunque en la ruina", añade la matrona, recicladora como casi todos sus familiares.
La casa del palo de mangos fue declarada inhabitable por las autoridades municipales y está en proceso de expropiación, según cuenta Dora, una de las hijas de Gilma. Sin embargo, la peculiar familia no ha hecho caso de las advertencias gubernamentales. Siguen viviendo en lo que queda de su hogar, resistiéndose a la lástima de los vecinos. A diario madrugan a recolectar material de reciclaje que luego venden para subsistir. Compran solo lo del diario y mantienen la ropa guardada en maletas, una costumbre que se arraigó en ellos desde la Operación Orión: "es mejor estar listos por si se empiezan a matar otra vez", explica Lilo, montado en un par de tenis Nike de colores extravagantes.
Al menos por su apariencia, Lilo parece decir la verdad. La ceguera de su ojo derecho lo asemeja a uno de esos gitanos con supuestos poderes para dominar las artes oscuras, mientras que su agonizante ojo izquierdo recuerda al hombre que fue, ese campesino que cuidaba cerdos en Belmira hace más de treinta años.
Doña Gilma respeta a Lilo y le permite realizar sus rituales dentro de la casa. Allí, aseguran muchos vecinos, han ido algunos de los más peligrosos criminales de Medellín para pedirle al brujo que les rece las armas o las partes más vulnerables de sus cuerpos: "un día vino un jefe de banda con un escapulario, se lo ató en el tobillo y le pidió a Lilo que lo rezara. Ese hombre duró más de quince años en medio de las balaceras. Ahora está en la cárcel, pero vivo", cuenta con asombro Edilma mientras sirve un tazón de aguapanela con limón.
En La casa del palo de mangos todo el mundo es bienvenido, hasta los policías. Allí, en medio de escombros, paredes a punto de caerse y muebles estrafalarios, no solo sobreviven Gilma y sus familiares; también habitan esas ruinas tres tortugas ancianas, dos loros que solo hablan para pedir marihuana, treinta pericos, veinticinco gallinas, cinco patos, cuatro cacatúas, una pisca llamada Chula, tres gansas que conversan con la gente y se roban los cordones de los zapatos, y tres perras: Luna, Paquita y Lupita.
Ningún integrante de la familia pasó por las aulas de una escuela. Todo lo que saben lo aprendieron de la experiencia y de sus padres y abuelos. Algunos llegaron a tener sueños, como Gabriel Alfonso, quien de niño quiso ser bombero, hasta que por accidente generó un incendió en el corral de las gallinas de su casa en Belmira y desde entonces le teme a las llamas tanto como a las serpientes.
Gilma nunca soñó con nada en particular. Simplemente quería ser la madre de una gran familia. "Yo estoy satisfecha, incluso con mi casa en ruinas. Tengo mi familia y todos acá vivimos bien, sin quejarnos. Aquí hasta las ratas son de la familia", dice la vieja mirando los grotescos y gordos roedores que a esa hora del día asoman la cabeza desde la quebrada El Salado.
Antes de las diez de la mañana Alejandro vuelve con lo que le encargó la abuela.
Edilma, Dora y Astrid se disponen a preparar el almuerzo, mientras la Señora se va a un lugar más cubierto para bañarse. Cuando culmina su limpieza espera a su marido para ayudarlo en la misma tarea. A continuación, uno a uno, todos los integrantes de la familia corren a bañarse, algunos con más cuidado que otros.
Al mediodía se reencuentran en un comedor improvisado sobre una llanta de camión. Edilma y Astrid sirven los platos de sancocho y Antonio sintoniza una emisora tropical en un radio de pilas. Un suave viento mece el palo de mangos y las tres perras de la familia menean la cola al borde del comedor. Todos están felices, y por un momento olvidan que en realidad no tienen casa dónde vivir, pues no hay mucha diferencia entre quedarse allí o mudarse a un hogar de paso. No hay muros ni techo que los resguarden de la lluvia, el frío o el sol, y sin embargo los Roldán Correa permanecen allí, como una rara e impenetrable pared hecha de orgullo, sangre y misticismo.
No van a irse a ninguna parte. No quieren irse a ninguna parte.