La tercera carpintería
Juan Carlos Orrego. Ilustración: Mauricio Ospina
En una esquina de Manrique Central se alzan tres talleres del más acogedor de los oficios humanos: sendas carpinterías. Es ocioso explicar por qué ese tipo de arte está tocado por la gracia –bastaría pensar en la calidez de la viruta, asiento del más divino de los alumbramientos; o en el olor de la madera, evocador de barricas de vino–, y asimismo es inútil insistir en por qué una esquina en que hay tres réplicas del Edén es especial. Mucho más justificado resulta contar por qué mi dicha ante la epifanía vino a derrumbarse como el cuerpo de Cristo de subida por el Calvario.
El sitio corresponde al cruce de la empinada calle 69 y la carrera 45, pista del bus metropolitano, casi llana en ese tramo; concretamente, la esquina suroccidental. Hay allí un caserón con visos de edificio, aunque tan derruido y ceniciento que no parece ni lo uno ni lo otro, sino, apenas, el cuerpo inútil de un gigante viejo. Sobre la calle, cuatro árboles maduros echan una sombra magnífica contra los negocios que prosperan –es un decir– en la parte baja del caserón, que si por la calle exhibe tres pisos, por la carrera solo deja ver dos.
Hasta hace poco, solo funcionaban la cerrajería y la carpintería que está más hacia el occidente, en la parte más baja de la presunta zona de ensueño. Pero en ese contexto me pareció, siempre, una carpintería indigna: demasiado aséptica, o quizá en desventaja frente a la cerrajería, adornada con su perro –cochambroso pero feliz, entregado sin remordimiento a la molicie– y su cerrajero, carismático al primer golpe de vista. De subida por la calle hacia la panadería del barrio siempre sentí grata la transición entre la carpintería y la cerrajería, y solo extrañaba el local maderero cuando, al coronar la cumbre y voltear en la esquina, me veía obligado a encarar una papelería regentada por una mujer de ojos muy abiertos –gesto susceptible de desconfianza– e, inmediatamente, una puerta de aluminio y una ventanita chocante, cubierta permanentemente con una tela ocre, todo ello bajo la mole del caserón.
Todo cambió un sábado de hace un par de meses. A media mañana subía yo por la calle hacia la carrera, creo que con la idea de comprar pan o de granjearme un aguacate en una revueltería que había acabado de descubrir sobre la 45. Al pasar por la primera carpintería –que para entonces yo creía única– vi que su orden soso había sido trastocado con exquisito gusto: el aserrín se acumulaba en todos los rincones, una lamparita alumbraba sobre la mesa del carpintero y un turbador olor a cola se derramaba hasta la calle. La carpintería parecía, ahora sí, una carpintería, y nada dejaba recordar ese ámbito que irritaba por su apariencia hospitalaria (de hecho, pude recordar que las paredes eran blancas, y vi que también eso había sido felizmente alterado, puesuno de los muros había sido pintado de un color pardo, propio de galpones). Mi entusiasmo no decayó cuando pasé por la cerrajería y vi cómo el patrón, sin trabajo alguno, tomaba tinto recostado al marco de la puerta, con el perro ovillado a sus pies. La experiencia se hizo apoteósica cuando, pasada la cerrajería, por la ventana del último local que hay antes de llegar a la esquina, distinguí a un hombre sin camisa, peludo como un oso, cepillando una tabla; llevaba un clavo en la boca, y tras su espalda se alzaba un estante lleno de frascos y con láminas de mujeres desnudas colgadas de los entrepaños –tanto daba si se trataba de Larissa Riquelme o de las perezosas mujeres de Renoir–. Habían abierto una nueva carpintería; una por completo ajustada a los cánones estilísticos del oficio. Pero, aunque no sea crea, el milagro sobrevino luego de lo que ya parecía inmejorable.
Al doblar la esquina descubrí que había una tercera carpintería. Quise llorar. Nostálgico, había alcanzado la cima de la vereda y pasado bajo la loca mirada de la dependienta de la papelería, seguro de que la exquisita actualización del pesebre de Belén ya había terminado, cuando por la puerta de aluminio y la fea ventanita –a la sazón abiertas– alcancé a ver otra escena entrañable: dos hombres –uno gordo y otro flaco– conversaban acomodados sobre un banco de madera, entre montañas de viruta y con un escenario, atrás, conformado por algo que me parecieron puertas exquisitamente talladas. Advertido, desde niño, de que conviene no creer en prodigios, me expliqué la inopinada multiplicación de las carpinterías por la única vía que creí lógica: la ventana por la que se contemplaba el oso y esta nueva puerta pertenecían a un mismo local; serían los aposentos de una misma carpintería, comunicados por quién sabe qué recovecos en el misterioso interior del caserón esquinero. Pero, aun si fuera así, el milagro no cedía un ápice, pues, más allá del número de patrones o locales, lo que importaba era que, conforme uno rodeaba el viejo edificio, se iban revelando las mejores estampas del sagrado y mullido oficio.
Lo bueno, si breve, dos veces bueno; eso dijeron los sabios de otras épocas, Baltasar Gracián para mayor exactitud. Pues así sucedió con mis carpinterías: no volví a verlas abiertas al mismo tiempo, sin importar que –ansioso de volver a sentirme como rey mago bajo la estrella de Belén– inventara mil diligencias en pos de manojos de apio, panecillos con crema o ungüentos que no apetecía ni necesitaba. Invariablemente me topaba con la antigua carpintería hospitalaria y, más allá de la cerrajería, con la ventana del lujurioso ebanista; pero, al otro lado de la papelería, la puerta de aluminio estaba otra vez cerrada, y tras la ventanita habían corrido de nuevo la cortina pringosa.
Todos los días lo mismo, sin importar que mi exploración fuera de subida o de bajada, de mañana o en la tarde. Tanta fue la frustración que empecé a sentirme inconforme con tener solo dos carpinterías frente a mis narices, y al cabo de los días acabé olvidando el asunto, o, por lo menos, fingiendo que lo olvidaba; gobernado por el taimado inconsciente, subía a la panadería por la calle 68 y buscaba los aguacates en la verdulería del recién estrenado Surtimax.
La agonía terminó –o más bien empezó– a mediados de este agosto (aunque no lo recuerdo con precisión, no sería aventurado suponer que todo ocurrió el martes 13). Al pasar desprevenido por la esquina de la 45 con la 69, rumbo a una casa en donde mi hija adelantaba tareas escolares, reparé que, aunque la puerta de aluminio continuaba cerrada, la cortina no cubría la ventanita. Por supuesto, antes de formularme cualquier pensamiento coherente ya estaba clavado sobre el agujero. Ojalá no lo hubiera hecho. Adentro palpitaba un espectáculo dantesco: el carpintero flaco se inclinaba sobre un ataúd de madera cruda, y lo sobaba con un papel de lija en un gesto tan macabro como inútil, pues ya la pieza se antojaba pulida; y era macabro por eso mismo: el hombre parecía tan concentrado en su trabajo, tan turbado de lijar ese cuenco, que no lograba controlar su actividad. Sin duda, lo más siniestro no era el ataúd en sí mismo sino la actitud de su artífice: no miraba la pieza –parecía no tener el valor para hacerlo–, sino que, compungido y avergonzado, miraba por la ventana, como si a un mismo tiempo quisiera pedir perdón a quien lo espiara o retarlo por atreverse a descubrir su infamia. No quise ver más, o no pude, pero mientras me retiraba de la ventana surgió una imagen dolorosa en mi memoria, al mismo tiempo que una revelación tardía: no eran puertas lo que había visto detrás de los dos carpinteros aquella mañana radiante; eran, sin más, las tapas de la muerte. Aquel lugar maldito no podía estar conectado con la cálida cueva del oso; de hecho, era impropio llamarlo "carpintería": era poco menos que una antesala del infierno.
Aleksandr Pushkin escribió, en 1831, un cuento sobre un fabricante de ataúdes que tiene el brío de invitar a sus clientes –los muertos– a una ruidosa fiesta de agradecimiento. El peruano Ciro Alegría, a su vez, contó hace medio siglo la historia de un hacedor de féretros que, alentado por sus ideas de izquierda, apedreaba las casas de las autoridades de un pueblecito andino, y luego, cuando estas notabilidades morían, se ofrecía a fabricar sus cajas con el mayor contento imaginable. ¡Mentirosas imágenes literarias! Un fabricante de ataúdes solo puede ser un hombre pusilánime y henchido de culpas, y en el mejor de los casos alcanza a ser apenas un oficiante discreto y caviloso, como deben serlo todos los verdugos. Esta ilustración de la profunda brecha entre ficción y realidad es la única cosecha positiva de mi aciaga experiencia. Pero, tras de que sé que la reflexión es trillada –Gonzalo España ya dijo que la putas son alegres y no como las pinta García Márquez–, me abruma la convicción de que no son puras las maderas en manos de los hombres; porque, aunque entre el aserrín nazcan los redentores, se los condena a morir sobre los palos tallados.