Después de los trajines del entierro de papá, mi hermano me propuso que fuéramos a Long Island, con el pretexto de visitar a Susan, una amiga pintora que Mario había conocido en una exposición.
Ella abrió la puerta de su cabaña, en compañía de una gata de Angora. Pero apenas entramos se puso un sombrero y nos dijo que la siguiéramos, lejos de casa. Aún tenía los bríos de una muchacha para caminar por el sendero de gravilla, hasta la playa.
A pesar del calor veraniego, el mar traía algo de las corrientes del Ártico. Ninguno de los tres pareció interesado en chapuzones. Nos dedicamos a estirar las piernas junto al acantilado y a dar cuenta del vino con hielo que Susan nos pidió traer en su nevera portátil.
Nos contó que esta playa no tenía permiso de turismo y que apenas la frecuentaba uno que otro jubilado gringo de los alrededores.
Le pareció curioso que llegara una familia entera a pasar la tarde en un lugar tan apartado y sin mayores atractivos. Era un grupo numeroso con ropas humildes y un acento que parecía una mixtura entre mexicano y ecuatoriano. Solo los niños hablaban en inglés. Una de ellas vino a preguntar a Susan si podían prender una fogata. Ante la negación, las vimos vagar por las rocas, sin ánimo, recogiendo piedras y restos que arrojaba el mar.
Mientras Mario extendía una manta en la arena, Susan me señaló un islote que asomaba justo al frente de nosotros. Los tres hombres de la familia de inmigrantes caminaban hasta allí para probar suerte con sus cañas de pescar. “No me voy de aquí hasta no ver cómo sacan el pez”, dijo ella, con una risa escéptica.
Entonces nos sentamos a ver los brillos del cielo que cambiaban, a trazos rápidos y con el fondo agitado de las olas. Varias veces tuvimos que extender más lejos la tela porque el agua helada venía a empapar la conversación.
El final del día parecía una plácida sinfonía cuyo efecto nos distrajo a tal punto que sólo un grito de pesadilla: “¡Salven a mi papá!”, nos hizo volver a este mundo.
La marea había ocultado gran parte del islote. Dos de los pescadores habían logrado salir de la zona profunda, pero un tercero trataba inútilmente de agarrar la vara que otro le extendía. Su cabeza pugnaba por salir a la superficie, pero cada vez con menos fuerza. Debió haber gritado auxilio, pero ninguno de nosotros lo escuchó, excepto la niña que quería encender el fuego.
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Susan se quitó los zapatos, pero mi hermano le advirtió del peligro de tratar de salvar a alguien que no sabe nadar. Él y yo corrimos un largo trecho hacia un toldo. Sentí que los pies me pesaban como si fueran de cemento. No encontramos más que unas esculturas hechas con troncos podridos. Éramos los únicos veraneantes del lugar.
Al regresar, vimos a los tres hombres de pie en pleno mar. Resignados a su suerte, me parecieron una versión del Ángelus de Millet. El agua ascendía para cubrirlos. Los niños sollozaban, las mujeres miraban pasmadas hacia el horizonte cada vez más borroso. Pero de pronto irrumpían en unos llantos sin consuelo, que apenas se interrumpían para lanzar frases desesperadas en alguna lengua indígena.
Ya no veía las siluetas a lo lejos, cuando escuché a Susan que trataba de explicar la ubicación, por el celular, a la policía.
De pronto, llegaron dos agentes, miraron por binóculos, hablaron por radio e indagaron a la niña sobre su procedencia: ¿Qué hacían en una playa no autorizada? ¿Quiénes eran los que estaban en el mar? Las mujeres se movían de un lado a otro, sin entender. Entonces escuchamos el rugir de un buque que lanzó un potente chorro de luz sobre los hombres del islote. Les gritaron indicaciones para facilitar la subida a cubierta; y como éstos no entendían inglés, el rescate se hacía más difícil. Al final los vimos alejarse como un punto de luz en alta mar. Las mujeres y los niños lloraron de nuevo; y uno de los agentes explicó que era imposible que el barco fondeara en esta orilla y por eso debían desembarcarlos en otro puerto. El regreso por tierra tardaría algún tiempo. Mario había escuchado el susurro de uno de los guardias cuando dijo: “Wet backs”, espaldas mojadas, que es como se refieren los gringos a los ilegales que cruzan la frontera del sur por las aguas del Río Bravo.
Dimos vuelta atrás. En casa de Susan, aún bajo el efecto pasmoso de la experiencia, apuramos el resto de vino que todavía quedaba, mientras mirábamos los cuadros de la artista. Era asombroso: en muchos de ellos había cuerpos que luchaban por salir a flote en el océano.
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