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Número 23 - Mayo de 2011   

Artículos
Los no-VIP en la noche del exceso
Jenny Giraldo. Ilustración Joni b
 
Ilustración Joni b
 

Nos preparábamos, dos amigas, un amigo y yo, para una noche faraónica. Una imitación de la Esfinge de Guiza, con problemas de proporción en el trazado de sus patas, nos daba la bienvenida. Desde la fila observábamos la estatua sobre nuestras cabezas y, a su alrededor, pequeñas imágenes de egipcias y egipcios evocando la región de Tell el-Amarna. En la entrada, un musculoso hombre de seguridad nos hacía aguardar el turno de ser requisadas, mientras una mujer de voz delgadita — con ese dejo propio de las paisas— nos regalaba una tarjeta plástica con la que podríamos regresar totalmente gratis. Luego el cover, y luego más seguridad.

Adentro, dos opciones nos fueron ofrecidas: consumir una botella o consumir dos. “¿Media? No, solo botella. ¿Una? Está bien, adelante las ubico”. Y en ese territorio asignado, al lado de los rimbombantes baños, éramos parte de los pocos a los que el dinero no los hacía merecedores de una mejor vista. Fuimos quizás el grupo que menos consumió, incluso en esa zona de la discoteca: La zona no-VIP.

Compramos la botella: la más barata, la de aguardiente local con tapa azul, que se acercaba a los 100 mil. Sus compañeras de carta —una botella de tequila de 140, champaña de 390 o “whiski” Sello Azul de 890— solo se veían en mesas como la que abría la segunda zona: un grupo de ocho en el que se encontraba un oriental de ridículo bailado, español imposible y voluptuosa latina a su lado. Un baile rayado, a simple vista, entre extranjero y prepago.

Vienen las bondades del servicio de los no-VIP: tienen derecho a cigarrillos gratis y mentas del balcón de fumadores, y a dos ensaladas de zanahoria y mango; tienen derecho a bailar y a ser interrumpidos por los desfiles de mujeres que permanentemente entran al tocador (un tocador con planchas y secadores para el cabello que yo quizás no necesitaba, pero ellas sí, que debían retocar sus mechones por cada canción bailada y cada gota exudada, porque tienen que ser bellas toda la noche… ¡Un exceso innecesario para una jornada de fiesta, que por defecto incluye despeine y maquillaje corrido!).

Un tour rápido por la bodega que hoy es discoteca me permitió entender que sería, para mí, la noche del exceso. Estaba sorprendida con las columnas egipcias que sobresalían en la pared; miré con curiosidad la zona VIP, dentro de la discoteca, vigilada por macancanes; quedé descrestada con el reloj de la mesera, que vibraba cuando tocábamos el timbre de la mesa; pedí varios cigarrillos en la noche, porque eran gratis; y nunca había pagado 90 mil pesos por una botella de guaro.

Esa noche cumplía años “La Patrona”, doña Miriam; así la llamó el cantante de rancheras, el de salsa romántica y el que “iba a prender la noche”, según me había sido indicado seis horas más temprano, en una precavida llamada telefónica con la que quise prever qué me esperaba esa noche: tres shows musicales que se presentaban en un escenario al que nuestra mirada no-VIP no alcanzaba.

Ya en la noche del exceso, tres hombres exhibían sus musculosos pechos y sus pelvis marcadas, apenas cubriéndose con disfraces de Anubis y del mismísimo Tutankamón. Las mujeres se acercaban, se acercaban demasiado; sonreían, se fotografiaban y se exhibían en una página web en la que quedaba constancia del mucho maquillaje y de la poca ropa.

Los hombres tomaban prestados los atavíos de los modelos egipcios y, sin cuerpos para lucir pero con mujeres para mostrar, se sentaban en el trono y, aunque no sabían si eran reyes o faraones, sabían, sí, que en la noche del exceso podían demostrar cuán poderosos son.

La sala de belleza permanecía activa. La hora del retoque era todas las horas, de las cinco que estuve. Con tantas mujeres, son escasos los parejos, los hombres que van de conquista o de “levante”. Pero uno lo hizo: se acercó, bailó y, sin que pasara media canción, fue retirado con sutileza y sin escándalo. Un colado en la discoteca, a pesar de la seguridad excesiva, de los corpulentos guardianes y del control para ingresar. “Pidió prestado el baño y se quedó”, me dijo uno de ellos, cuando pregunté por el que bailaba con mi amiga, porque ese era el colado. Lo raro es que presten el baño. Ese fragmento de la historia quedó perdido… ¿Exceso de amabilidad?

Yo quería camuflarme, lo confieso. Quería hacer parte de ese desfile que sonaba a taconeo, carcajadas y vocecitas que cantaban vallenatos, reguetones y rancheras; quería parecer una de ellas, confundirme entre la licra, los brillantes y los pelos planchados. Pero mi falda, si bien era muy corta, se disimulaba con gruesas medias negras; mis senos eran muy pequeños para el promedio, y mi escote, nada revelador. Una de mis amigas, a través de sus gafas, observó con cuidado y luego comentó ser la única. “Gafufa entre las fufas”, dijo. Así, imposible camuflarse.

Un viernes más, un sábado más. Así es siempre. “Siempre es especial”, me dijo el señor que contestó el teléfono cuando llamé a averiguar por los shows de la noche. Y mientras me paseaba entre las luces de colores, los cuerpos en movimiento, las meseras disfrazadas de egipcias y los hombres disfrazados de faraones y deidades mitológicas, me reafirmé inmersa en la noche de los excesos. Excesos para mí, claro, y quizás para usted. Pero no para ellos, y para ellas menos: se maquillan con exceso de base, que se agrieta con el sudor; bailan y se mueven con el exceso que permiten sus diminutas faldas; se ríen en exceso y llevan tacones excesivamente altos que adornan la osadía de sus impúdicas prendas.

En medio del exceso, la cuenta llegó, y la noche acabó rayando las cuatro de la madrugada. Tras gastar un presupuesto que, para mí, alcanza para tres noches de fiesta, esperé un taxi en la movida zona de industriales, que a esta hora iba quedando en silencio. Permanecía en la acera el señor del cajón de cigarrillos que, cinco horas antes, también había observado la abrupta llegada de una camioneta de vidrios oscuros de la que descendió un cincuentón escoltado. El cigarrero no se sorprendió, y yo, que antes de entrar me había fumado un cigarrillo a su lado, sentí la agresividad de la camioneta, que, aún estando en la acera, por poco me atropella. Ignorar a esa hora lo que había detrás de la Esfinge de Guiza y no acostumbrarme a ello, convirtieron esa noche en la del exceso. Ahora que no lo ignoro, si decido regresar con el pase que me dieron, a pesar de que no estaré sorprendida, no dejaré de verlo como hoy lo cuento. UC

 

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