Al amanecer, mi ánimo está intacto. Me visto y arreglo un pequeño bolso de mano mientras miro por la ventana: me parece que el cerro permanece en una paz inmutable. Me da la impresión de que gran parte de su encanto está en esa indiferencia a la aprobación de la mirada ajena. Ayer he interpretado esa actitud escéptica como una manera de presumir de su belleza. Pero esta mañana pienso que es, más bien, confianza en sí mismo. El Fitz Roy encuentra la dicha nada más que en su materia rocosa.
Desayuno ahí mismo en la posada. Según los guardabosques, la mejor vista del cerro se consigue desde una laguna llamada De los Tres. Para llegar hasta allí debo tomar un camino en dirección a las montañas, que asciende lo suficiente como para verlo de cerca.
Parto de inmediato y comienzo a subir por una colina no muy alta y arbolada. Con los primeros pasos siento el resuello agitado y no siempre agradable de la respiración. A estas alturas del viaje trato de no quejarme del esfuerzo que a menudo me impone la naturaleza.
Camino receloso de que el sendero se empine demasiado, cuando siento fuertes pasos detrás de mí. Rubios y enormes, dos escaladores con grandes mochilas a su espalda me alcanzan dando zancadas. Las cuerdas y los piolets que bailan atados a su equipaje alcanzan a intimidar mis discretos pasos. Me detengo al costado para darles vía libre. Su paso es audaz. A juzgar por sus ropas ligeras, es evidente que consideran tibio el aire helado que baja de los glaciares a esa hora temprana. No les falta equipo de montaña, es más, se ve que llevan encima la última tecnología. Sin embargo, su fortaleza no proviene de esta última, sino de su experiencia.
Enfundado en mi abrigo reparo con secreta admiración en sus musculosas pantorrillas, motores de quién sabe qué proezas en la geografía del mundo. No interpreto como engreimiento el parco saludo que me conceden. Al contrario, me parece que son personas sencillas, sin fingimientos, capaces de grandes empresas. Puesto que íntimamente están encaminados a la acción, me parece justa esa ausencia de palabrería.
Camino un rato sin novedad, hasta que la neblina del cerro me hace recordar a Pitágoras, quien decía que la Tierra es un ser vivo con pulmones que exhalan fuego a través de mil respiraderos.
Para nosotros, hoy en día, esos respiraderos son simples volcanes. Sin embargo, pienso que en aquel tiempo la geología estaba muy cerca de la poesía, lo cual me habría ahorrado muchas explicaciones al pasar de la una a la otra. Desgraciadamente no me tocó vivir en esa época misteriosa.
Me pregunto qué creerían los indígenas que daba origen al humo de su montaña, ¿sospecharían también de un ser vivo bajo la tierra? En cuanto al nombre, Fitz Roy, es especial, pienso, mientras se me acelera el corazón por el esfuerzo de la subida. Es especial porque recuerda al comandante del barco en el que navegó Darwin. Es más, fue Fitz Roy quien lo invitó a bordo para tener con quien conversar –y así desterrar el fantasma de la depresión, que ya había cobrado la vida de su tío–. Sin embargo, un título más bello y más siniestro es el de Montaña Humeante.
Un poco después llego a la parte superior de aquella primera colina y compruebo que el sendero desciende de nuevo suavemente hasta el verdadero pie de la cordillera. A pesar de la diferencia de altura que el recorrido debe cubrir, este es en su mayor parte tranquilo y bastante llano, aunque, según el mapa trazado por los guardabosques, se reserva el ascenso fuerte para el final.
Momentáneamente, la imagen del pico desaparece entre la arboleda y le da reposo a la mirada. Así puedo atender a lo más inmediato: árboles de frondosas ramas que se dejan acariciar por el aire, un pasto bajo y dócil en los descampados, y unas rocas de aspecto rojizo que asoman a unos pasos del camino.
Estas piedras no parecen ser de la misma familia que las de la Montaña Humeante, no solo porque no parecen coincidir en la composición, sino porque su aspecto es más bien chato, como si fueran parte de un cuerpo contrahecho y nudoso. Sin embargo, me gustan estas fracturas y este aspecto malogrado. Vale la pena tomarles unas fotos. Su color rosa fuerte parece salir desde atrás de los líquenes negros que la han colonizado. Los fragmentos de la misma roca, dispersos entre las fisuras, están también recubiertos de musgo, como si no hubieran sido tocados por el tiempo.
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Voy ganando terreno entre las rocas y salgo al camino un poco más adelante. Allí, el sendero vuelve a ascender suavemente hasta alcanzar la cima de otra colina, desde donde se puede ver, en medio de un azul sin mancha, la figura de piedra del cerro.
Ahora no hay una sola nube que cubra su forma angular. Su cuerpo de granito surge recio y nítido desde la nieve, como mostrando que la roca puede más que el hielo en remontar el cielo. Junto a él yace un grupo de picos menores, con los que conforma esa dentadura de perro del infierno que parece gruñir a la bóveda celeste. El aspecto unánime y en concordia con sus hermanos da la idea de una inexpugnable fortaleza. Sin embargo, entre todos, él marca una senda, un estilo, un tono quizá, que los demás reciben como guía de una melodía de las alturas.
En uno de estos picos, el cerro Torre, es que Werner Herzog filmó su enigmática contienda de escaladores, Grito de piedra.
Para Empédocles, después de Pitágoras, el mundo es una esfera cuyo reinado se disputan las fuerzas del Odio y del Amor. El Amor, por sí solo, pretende hacer del mundo una esfera perfecta, pero el Odio, con su caos, le responde imponiéndole el desorden.
Me pregunto entonces si lo que veo ahora es producto de esa ira. Tanto los árboles como las colinas sobre las que voy andando, incluidos los flancos de piedra de la Montaña Humeante, podrían mirarse como consecuencias de esa lucha. En suma, un mundo que permanece en un débil equilibrio y en el que el Amor y el Odio pueden ganar o perder terreno en cualquier momento. Yo mismo soy producto de esa lucha, y el equilibrio no puede ser otra cosa que la inestabilidad de la vida.
Vuelvo entonces a mirar el pico detenidamente, con ojos renovados. La parte más alta de su forma canina muestra un leve tono naranja, mientras reserva un gris metálico para las partes más bajas. Sus fracturas, ahora más visibles, están lejos de imprimirle una idea de fragilidad; al contrario, acentúan su figura de igual manera que las cicatrices hacen parecer a un hombre más enigmático y no pocas veces más atractivo.
Me parece que la actitud impasible del monte oculta de alguna manera cierta indiferencia hacia el resto de la cordillera, incluso, un ocio displicente hacia todo lo que lo rodea. Si desde el poblado lo he percibido como escéptico a la mirada del hombre, desde esta distancia es evidente que reclama esa mirada. No pide que se le apruebe, es cierto, pero sí que se le preste atención. ¿Hay en él, quizá, algún asomo de vanidad?
Seguramente, el enorme volumen de las montañas y el espacio que estas han ganado a través del tiempo, son para él un espectáculo grotesco y sin sentido. El poder establecido de las grandes cumbres de los Andes centrales, al norte de allí, lo impulsan a esa actitud apática, incluso anárquica. No creo que sea un acto de orgullo, sino de goce, el de no pertenecer a nada. Me parece que tal libertad es la que lo hace ver protegido contra cualquier azar, al igual que esas personas cuya única y poderosa arma en la vida radica en sentirse dueños de todo sin tener nada.
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