De vez en cuando los ríos de la Sabana olvidan esa obediencia sinuosa que los obliga a los recodos. Y se pierde el paisaje de los árboles que rayan la corriente con una rama encorvada desde la orilla. Ahora todo es un pozo pardo, una ciénaga presuntuosa que no luce bien sobre una llanura encumbrada.
Parece que algún ocioso hubiera inclinado el plano de la Sabana a lado y lado para sacar de curso al río y fastidiar a las vacas, a los caballos de la policía que pastan en los alrededores, a los aviones que aterrizan sobre la pista en los potreros al occidente de Bogotá, en el aeropuerto Eldorado.
Hace 100 años, según cálculos a mano alzada, el pintor Roberto Páramo miraba ese mismo paisaje desde algún altillo cercano. Inundación en Fontibón es el título de dos óleos de buen tamaño, sin fecha y con una vista singular sobre la principal protagonista de sus cerca de 5.000 obras: "el alma melancólica de la gran llanura".
Páramo fue uno de los encargados de sacar la pintura colombiana de las iglesias y los palacios de gobierno. El ojo deslumbrado de los diplomáticos europeos les señaló los prodigios a los jóvenes pintores que no veían más allá de las láminas recién llegadas de los museos. A mediados del siglo XIX, los encargados de negocios de Francia e Inglaterra fueron pioneros en el viejo truco de sacar el caballete a la intemperie. Luego vendrían los pintores de la Comisión Corográfica que recorrieron el país con un atado de pinceles y una idea de Humboldt bajo el brazo: "la unión de ciencia y arte para el registro de la verdad".
Cuando llegó el siglo XX ya el paisaje era una obligación. En 1910, en la exposición del centenario en la capital, la mitad de las obras expuestas eran cuadros de la naturaleza. Y la Sabana de Bogotá era la más gris e inspiradora de las soledades: sombría para los románticos, luminosa para los recién convertidos al impresionismo, salpicada de ladrilleras y caminos de mulas para quienes necesitaban algo de color local.
Roberto Páramo fue uno de los pocos artistas de la época que no se embarcó rumbo a Europa. Dedicó sus caminatas y sus miradas a los alrededores de Bogotá y Tenjo, donde había nacido su esposa. Y llegó hasta Choachí, Sogamoso y Gigante en el Huila, donde un hijo lo llevó a conocer el calor.
Hace unas semanas los habitantes de Fontibón, Engativá y Kennedy protestaban por las inundaciones que cubrieron sus garajes y rebosaron el alcantarillado. Luego de la arremetida el agua estancada duplicó la imagen de los edificios hundidos. Las fotos en la primera página de los periódicos, tomadas desde los helicópteros, buscan encontrar la huella perdida del río, ordenar ese estanque sucio y desmañado. Sería imposible que a ras de agua alguien llamara paisaje al desastre.
Luego de ver sus dos inundaciones en Fontibón queda una certeza: todo tiempo pasado fue mejor… al menos para los extintos pintores de caballete al aire libre.
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