Este año ha sido pródigo en acontecimientos memorables; en cenizas, brillos, juicios, oprobios, desafueros, revueltas y corrupciones. Donde no llueve, ventea, y si no sopla, tiembla. No todos se dan el lujo de desenterrar un Papa muerto de una muerte penosa al cabo de una hiriente senectud, con el fin de declararlo beato. Ni casan un príncipe insulso vestido de payaso con una plebeya en flor, de ojos febriles. Las multitudes de Inglaterra consagran la boda con aplausos, el corazón en los labios, y del otro lado del mundo millones deambulan entre los escombros de sus bienes anegados por la furia oceánica. Todo revela este año, con una rara gravedad, lo que se sabía: que la historia resulta de una combinación de mundos contrarios que se traslapan en una incoherencia monstruosa.
Los cardenales como mariposas asiáticas. Los diáconos con roquetes nuevos agitando incensarios. El tumulto de los caballeros de industria de esta caballería internacional en el ritual del beato. Los que persiguen mucamas por los hoteles, los que desfondan los bancos, las naciones, los olímpicos y famosos que cantan en las fiestas de los ricos y felices, y frívolos, en pecado mortal. Miren. Van trajeados con lo mejor de las sedas del gusano, con los diamantes inodoros extraídos de socavones africanos. Y todo señala la anormalidad: la esclavitud negra convive ahora mismo con los derechos del hombre y el ciudadano y los reactores termonucleares. Y el tsunami devuelve la gente, en un tris tras, a la condición precaria de la horda. Pero la fiesta debe seguir. Y el partido de fútbol. Y el prodigio de los medios multiplica la reedición romana de una costumbre vetusta, con una historia retorcida, mientras se casa un príncipe anglicano y los soldados de algún rey acribillan a tiros una plaza atestada.
El hombre es, entre los animales de pelo, el más malicioso y ambiguo y el único que necesita de los símbolos para arroparse de sí mismo. Y es también el único que cree que evoluciona, aunque sigue siendo básicamente igual a sí mismo. La antigüedad desenterraba a sus papas para juzgarlos, vilipendiarlos y arrojarlos al basurero. La modernidad convirtió la inhumación en homenaje. Pero los santos fueron ultrajados en ocasiones con el patíbulo diseñado para los criminales, los criminales condecorados, y los santos equívocos.
Henri Pirene, en uno de sus libros de reseñas de la Edad Media que enriquecieron la charla de los cofrades adictos a la letra imprenta en mi generación —hace años, a propósito de la pasión por las reliquias en esos tiempos oscuros de espejismos—, se refería a los peligros que corrían las almas bondadosas y los soportes efímeros de sus cuerpos mortales, en las aldeas del medioevo sembradas de campanarios, aromadas por los pedos crepusculares de la diablamenta y acosadas por turbas de franciscanos descalzos y dominicos calzados.
Al parecer, según el autorizado erudito, la gente estaba tan loca —según los parámetros de la salud mental convenidos en este siglo científico— que cuando un vecino empezaba a difundir el famoso olor de santidad, que es el mismo de azúcar quemada de las agonías de los diabéticos, le deseaban una muerte pronta y provechosa. Y cuando se moría para cumplir los deseos de sus vecinos, por caridad, se le mutilaba para hacerse al calcañal de su pie de buenos pasos, o a la falange de una mano bienhechora, y cuando no alcanzaban las costillas, a una brizna de hilo del astroso traje. Y decía Pirene que, cuando el santo de marras no se moría de buena gana de consunción, de viejo, o por un romadizo complicado con la atrabilis de la melancolía —porque no entendía la caridad o no le daba la santa gana— se le concedía desencarnar a la fuerza. De eso se encargaba un sacristán con delirios —Pirene no lo dice pero conociéndonos es lícito suponerlo— y fuerza de picapedrero, cuya parroquia necesitaba el adorno de un despojo que le diera prestigio al umbral de una puerta o al corazón de un presbiterio con un florero de azucenas perpetuas. Una tibia, un diente con su carie, una escama de sangre seca, el cachumbo de un pelo desnutrido.
Pero el mundo progresó y sus habitantes ganaron en seriedad. La teología se convirtió, con el concurso de los concilios sucesivos, en una ciencia seria como la alquimia o la premonición del Tarot. Establecieron el canon y dictaron las normas para reconocer la auténtica santidad. Y se reglamentó el trato que debía dárseles cuando —hasta hace poco se decía rendir el espíritu— estiraban la pata roñosa para siempre. La higiene como hoy se entiende era una perversión, y el simple baño una concesión a la sensualidad. No cualquier patán podía dárselas de santo porque llevara puesta siempre la misma cara de arrobado o curara leprosos cantando salmos en latín. Que dicho sea de paso fue la lengua que impusieron las burocracias vaticanas para dirigirse al buen Dios, que habla hebreo.
Las santas burocracias establecieron la institución del abogado del diablo, un gran tinglado burocrático, el escalafón de los venerables, los beatos y los santos, la necesidad de tres milagros ciertos; para evitar que se colaran los mañosos en el santoral, los meros raros, a veces simples pobres que pretendían pasar las hambres obligatorias por abnegación. Como María Nieves Ramos.
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Una señorita cundiboyacense, falsa estigmatizada, que decían que no necesitaba comer porque se abastecía con sus virtudes. Lo cuenta Cordovez Moure en sus Reminiscencias de Santafé. María Nieves quiso darles gato por liebre a los tribunales eclesiásticos. Hasta cuando alguien descubrió que los estigmas se los fabricaba ella misma, artesanalmente, con la llave de un portón que ocultaba en el corpiño. Y el ayuno lo paliaba lo mejor que podía con la provisión de mogollas que cubría con enaguas y faldas.
La intuición es espantosa pero razonable. La humanidad, entregada a las ciegas tareas propias de su naturaleza, acabó amurallada en una impedimenta de artilugios y palabras y creencias de loca, desde el Fiat Lux y la palanca de Caín hasta el teléfono portátil. Arrastrada por la inercia de las cosas necesitadas de realizarse, de desarrollos, y ansiosa por encontrarse. Era inevitable que el ingenio de la maleta se juntara con el genio de la rodachina. La bestia obedece uncida al yugo que le imponen los objetos. Cosificada, se dice.
La historia, más que la historia de las ideas según la falsa idea que se hacen algunos, es la historia de una servidumbre. Ya se dijo que no fue la generosidad lo que hizo injusta la esclavitud sino la cosechadora que la hizo inútil. Y el proletariado será redimido del viejo esfuerzo por la sofisticación de la máquina, no por la lectura de los panfletos de Kropotkin.
La beatificación, el sismo, la catástrofe técnica, la corrupción financiera, los matrimonios de los príncipes con sus plebeyas, la superchería, la trivialidad, el pánico, la mala fe, el error técnico y los profetas que advierten contra las trampas del conocimiento y la superstición. Todo se mezcla como en el tango famoso: el beato, contra todo lo santo que simboliza, sirvió a la farsa de la religión convertida en aparato oficinesco y al ocultamiento culpable de los obispos y los simples curas pervertidos, para retrasar el hundimiento de la nave de la iglesia, apoyado en un báculo lleno de desprestigios. Y el príncipe, el figurón en una familia desabrida, también nos recuerda que el Hombre, con mayúscula, o el hombre en minúscula, es apenas un antropoide desvalido que se figura que piensa y que se siente libre, cuando es a lo sumo el funcionario al servicio de los horarios de las cosas que lo arrastran hacia el cumplimiento de unos fines arcanos. Y ahora debo irme. Me está llamando el pito de la cafetera.
Camilo Restrepo
Screaming pope
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