Según datos de la Dirección Nacional de Estupefacientes en Colombia hay 520.000 consumidores activos de marihuana. Son quienes afirman haber inhalado el humo grueso de un barillo en el último año. La mayoría de los embelesados por THC están entre los 18 y los 24 años. La marihuana, como las greñas, sigue siendo sobre todo un embeleco de juventud. Un estudio realizado en 2009 dice que cerca del 10% de los estudiantes universitarios son consumidores activos de la hierba. Dado que solo la mitad de quienes ingresan a la Universidad terminan sus estudios, será muy difícil ligar la deserción a los efectos etéreos que proporciona la mona.
El ex presidente Uribe dedicó algunas de sus interminables cantaletas de gobierno a hablar de una epidemia social relacionada con el consumo de drogas en Colombia. Se trataba sobre todo de la necesidad de defender un dogma, de enviar un mensaje desde el púlpito del palacio presidencial: “La dosis personal ha sido funesta para la sociedad colombiana, ha ayudado muchísimo a la corrupción, ha sido un fertilizante del involucramiento de niñitos y adolescente en la criminalidad”. Ya sabemos que Uribe, como buen iluminado, busca sobre todo que “no se envíen mensajes equivocados a su rebaño”. La realidad no es algo que le interese demasiado.
Los especialistas en temas de adicción, el fiscal Mario Iguarán, buena parte de los congresistas, la gran mayoría de los columnistas de opinión y hasta los editoriales del periódico El Colombiano, sostuvieron durante varios años la inconveniencia de penalizar la dosis mínima. Un cambio que pretendía -luego de 15 años de la sentencia de la Corte Constitucional- que los consumidores deban enfrentar a jueces y policías por ejercer un derecho personal o tratar un problema de adicción. Hace unos días, dos de los 4 cuatro precandidatos del partido de la U a la alcaldía de Medellín, dijeron que no les gustaría la “ayuda” del sistema judicial en caso de que se enteraran que uno de sus hijos consumía drogas. Ni siquiera entre los acólitos más fervorosos del ex presidente hay consenso frente al tema. Pero Uribe llevó al país de cabestro hacia una decisión que hoy en día no es más que un encarte inaplicable.
El pasado 7 de mayo se realizó en Medellín la marcha cannabica que busca reivindicar el derecho de los ciudadanos a quemar una planta con fines recreativos. Marcharon y fumaron aproximadamente 4000 personas por el centro de la ciudad. La mayor sorpresa fue la actitud de los policías que debían cuidar semejante humareda. Al comienzo vi un abismo entre quienes vigilaban desde la acera y quienes caminaban por la calle con el porro en la mano. Pero poco a poco fue claro que hasta los policías han interiorizado que los consumidores de marihuana no son una amenaza para nadie: “Cada uno tiene derecho a sus manifestaciones desde que sean pacíficas”; “lo que ellos no saben es que a uno en la civil también le gusta”; “ellos verán pero a mi ese humo me da dolor de cabeza”. Esas fueron algunas de las respuestas de los policías cuando les pregunté que opinaban de la marcha. Ni siquiera las provocaciones humeantes de algunos turros contra la cara arrugada de los agentes lograron una respuesta.
El Congreso le dio gusto al presidente Uribe en esa insulsa reforma por un simple oportunismo electoral. Ahora nadie se atreve a intentar una reglamentación. Sería ridículo emplear los jueces y los policías contra 4000 aletargados con un altavoz en tono menor.
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