Según le revelaron a UC fuentes que pidieron omitir su nombre, uno de los últimos actos de gobierno del presidente Uribe será dejar aprobada en el Congreso una ley que busca penalizar el porte y consumo de la dosis personal de libros.
Al parecer, altos funcionarios de la Casa de Nariño se mostraron realmente preocupados con el consumo anual de esta alucinante experiencia en Colombia, que en 2010 ronda la escandalosa cifra de medio libro al año.
Las conclusiones de Palacio, nos dijeron, fueron demoledoras: la gente que lee, así sea medio libro al año, piensa, y es posible que sea capaz incluso de formarse una opinión propia, lo que a todas luces pone a temblar los cimientos del Estado de Opinión, que se fundamenta justamente en que la opinión prevalente es la del Jefe del Estado.
Eso, sin contar los dineros que se despilfarran en dotación de bibliotecas, cuando lo que realmente se necesita con urgencia en Colombia son cuarteles y notarías.
Eso fue lo que nos contaron. En UC, sin embargo, no le dimos mucho crédito a la información, porque tiene tufillo de chisme y porque nos consta que en el alto gobierno se lee mucho, sobre todo la letra menuda del Código Penal, que es un libraco enorme. Fueron ellos justamente quienes después de una sesuda exégesis de la Constitución Nacional, encontraron con que había que cambiarle un articulito.
Vale recordar también que el presidente saliente a lo único a lo que le sacó tiempo en sus ocho años de gobierno, además de a la Far, fue a la penalización de la dosis personal pero de marihuana, un acápite de código de policía que elevó a la categoría de reforma constitucional, un embeleco al que le dedicó varios tomos sin que se conozcan cifras oficiales sobre sus resultados, después de seis meses de aprobada.
Pero ojalá fuera cierto y efectivamente prohibieran leer libros en lugares públicos y cargar en la mochila textos diferentes a la Biblia, el Nuevo Testamento, el corpus completo de la doctrina de la seguridad democrática o los anuarios estadísticos del Dane.
|
|
De pronto nos harían el milagro. Donde prohíban los libros la comunidad entera se volcaría a la lectura y no faltaría la olla donde le vendan a uno el Logoi de Fernando Vallejo (que no sé a quien se lo presté y todavía no me lo devuelve) o alguna buena traducción del Príncipe idiota de Dostoievsky, que de idiota me puse a regalar y que no he vuelto a encontrar por ninguna parte.
¿Se imaginan? En semejante escenario Palinuro sería un bar swinger para el intercambio de libros; el profe Hernán Botero y el maestro Elkin Obregón serían declarados terroristas y se ofrecerían sumas millonarias por cualquier información que condujeran a su captura; y Pascual Gaviria tendría que buscarse otra manera de aparentar que trabaja.
Permitámonos soñar por un momento en una Colombia donde los libros también estén prohibidos, donde antes de encarcelar a quien sea sorprendido leyéndose uno en el espacio público deba enfrentar un tribunal de tres burócratas que decidirán su situación: si conoce mucho al autor, se expresa bien y tiene un léxico aceptable, seguramente se trata de un jíbaro y será condenado a dos o tres años de cárcel; mientras que si es de los que no entiende a Cohelo, será sometido a un curso vocacional en el Sena.
Por donde se le mire la cosa pinta bien. Incluso la industria editorial saldría fortalecida, pues como todos los libros serían piratas, se acabaría de una vez por todas con la piratería.
Una lástima que semejante extra noticioso no pase de ser un chisme, porque la idea es genial. Hasta el mismísimo presidente Uribe podría encontrar por ahí una fórmula expedita y elegante para deshacerse de José Obdulio.
|