Crecí escuchando relatos de terremotos y tsunamis. Sonia Casanova, mi madre, me debe haber narrado una decena de veces lo que pasó esa tarde del domingo 22 de mayo de 1960, cuando mi tío Raúlcho dejó una botella de chicha de manzana sobre la mesa antes de que el terremoto comenzara. Los Casanova habían sentido un primer temblor, apenas un aviso de lo que se vendría. Raúlcho, que tenía diez años, avisó: "¡Ahí se viene el otro!".
Y la botella de chicha comenzó a agitarse como si la batieran. Mi madre lo recuerda porque temió que se quebrara y eso desatara un huracán de mal humor en mi abuelo Isaías, que por ese tiempo, sin un trago cerca se ponía de mal genio y no había santo que lo aguantara.
Aquel 22 de mayo, pasado el mediodía, mi madre, mis abuelos y mis tíos apenas habían escuchado un rumor sobre que en Concepción, al norte, había temblado la tierra. Nadie sabía que el día anterior, a las 6.06 de la mañana, un sismo de 7,75 grados había derrumbado dos mil casas, un puente de dos kilómetros sobre el río Biobío, y matado a 125 personas. Al fin y al cabo, en el sur de Chile, no es nada raro que la tierra se mueva, un poco, de vez en cuando.
Eran las 14.55 del domingo cuando Raúlcho gritó que se venía el otro, y la familia Casanova salió corriendo del inquilinato cercano a la estación del pueblo de La Unión, donde todavía viven muchos de ellos. Mi abuela Aura había parido a los mellizos, Ivonne e Iván, hacía pocos días. Había sido un parto terrible. Mi madre, de doce años, había tenido que asistir como enfermera a la matrona en un cuarto de la casa. Todos estaban obnubilados con la niña, Ivonne, porque era la primera mujer después de seis varones. Y porque había nacido por el milagro que logró un conjuro: como la beba venía atravesada, la meica —el nombre mapuche de las parteras— mandó a mi madre al patio a traer una gallina negra con la que santiguó el vientre de Aura para que Ivonne saliera. La bebé se enderezó de pronto y nació, pero azul y sin aire. La meica puso el pico de la gallina sobre la boca de la niña y la exhalación del animal la hizo respirar. Lloró, vivió y hoy es mi adorada tía Ivonne.
La fascinación por la niña Ivonne hizo que, al escapar, los Casanova de la casa que se doblaba y crujía sobre sí se olvidaran del mellizo, Iván. Mi madre se dio cuenta cuando ya estaba en la calle y sin pensarlo regresó por el bebé. Iván lloraba en una cuna bajo los techos de una madera que comenzaba a astillarse. Ella lo abrazó y salió dando los trancos más largos que pudo, con el niño en brazos. Corría por la calle Caupolicán cuando sintió el rugido del terremoto, un sonido sordo y cavernoso que aterroriza antes de remecer. Mi padre, que lo vivió entonces en medio del campo, lo describe como "miles de caballos galopando al mismo tiempo". Entonces —y ésta es la imagen que Sonia Casanova jamás olvidará, que jamás olvidaré— la tierra se rajó bajo sus pies. Sonia simplemente abrió las piernas, como quien juega a la rayuela dispuesto a llegar al cielo. La tierra volvió a cerrarse sobre sí. Los Casanova se salvaron. Subieron a una colina del pueblo y allí pasaron los siguientes días, soportando, como los sobrevivientes de hoy en el Biobío y el Maule, las incontables réplicas del terremoto. Luego pasaron dos años como allegados en casas de parientes y amigos. Hasta que les entregaron una nueva y reluciente, en la Aldea Campesina Georgia, que lleva el nombre del estado norteamericano que la hizo construir. Sus habitantes son sobrevivientes del Gran Terremoto de Chile, como se conoció el sismo del 60.
El tiempo pasó, mi madre, ya una joven, se volvió enfermera, y luego, al comienzo de la dictadura, nos refugiamos en la Patagonia argentina. No volvió a sentir movimientos de la tierra y quedaron las historias que nos contó. Hasta estos días, en que se le hace difícil dormir y no puede evitar tener el canal chileno las 24 horas puesto en su casa de Cipolletti. Ayer me recordó algo de lo que hoy les cuento. Y se confesó, entre risas, un tanto asustada por los rumores que circulan en el Alto Valle: dicen que harán sonar la sirena de emergencias porque el temblor en el lago Huechulafquen del lunes pasado produjo una fisura en la represa del Chocón, que podría desbordarse. Dicen que habría que correr hacia las zonas altas del valle. El Organismo Regulador de Seguridad de Presas (Orsep) ya desmintió esos infundios. Igual, verdad o mentira, ahí sigue mi madre, valiente como entonces, jugando a la rayuela desde la tierra al cielo, ida y vuelta, a salvo del temblor.
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