No creo que Medellín sea la más educada. Eso sí, es la menos aburrida. Su parque principal ya es el escenario de dos circos. Uno de ellos, el más conocido, se llama "El show de La Danny". ¿Qué nombre darle al otro? ¿"El don de la vida" o "La alharaca de Vallejo?" La Danny es un travesti cuarentón que arma su performance dominical a punta de injurias elementales y de chistes tan verdes como flojos. Cada vez que suelta la palabra gonorrea, que ya es una muletilla (como güevón y marica), el respetable estalla en risas y aplausos. El público medellinense no será el más educado, pero sí el más gratificante. En cuanto al otro showman, no podría decirse que se trata de otro travesti. El caso de Fernando Vallejo implica una transformación más seria, más profunda, como la que experimenta, en virtud de una misteriosa poción, el doctor Henry Jekyll. Él, en su vida privada, es un hombre modoso y tímido. Un alma de Dios que toma religiosamente el té de la cinco, junto a su compañero sentimental de toda la vida (otra alma de Dios, ya entrada en años, y cuya especialidad ha sido la escenografía). Cuando nuestro caso empuña la pluma o tiene ante sí un micrófono, se convierte en el sumo pontífice de la religión ya obsoleta del malditismo. Es ácrata. Es ateo. Es pedófilo. Es misántropo. Es misógino. Es…gerontófobo. Cambia el té, las galleticas, el piano de cola y la música clásica por la función juvenil de patán. "Épater le bourgeois". El número favorito de los nadaístas, por allá en los años sesenta. En esa época, Vallejo aún se movía por Medellín. Luego, se fue para México donde se dedicaría a procesar el discurso nihilista de Gonzalo Arango, Darío Lemos y demás. En los años sesenta, aquí ya se vociferaba contra los poderes de arriba y de abajo. Se comulgaba con los poetas malditos del siglo diecinueve. Pero hay una diferencia terrorífica entre "Los cantos de Maldoror" y las cantaletas de nuestros niños terribles.
Ambos shows tienen en común las injurias de pacotilla a diestra y siniestra, los tópicos típicos del país paisa y los chistes gastados. El de La Danny no tiene pretensiones metafísicas y no es nada nadaísta. Vallejo echa mano de su sabiondez científica para versar sobre el tiempo, la vejez y la muerte. Pasa por alto, cosa rara en un eterno deseoso ya setentón, el drama del deseo no correspondido. Para él, los otros son los indeseables, los feos, los asquerosos, los achacosos, los impotentes. El hombre se resiste a verse en el espejo. Cuando no habla como un viejo verde (cuando no conjuga una y otra vez el verbo pichar), lo hace como un viejo ñoño, nostálgico (ah, la abuela y la finca de "Santa Anita"; ah, mi paraíso perdido). La Danny, de una manera tosca, trae a cuento temas esenciales de hoy día, como el fútbol, la televisión y la publicidad. Vallejo insiste en dar las patadas que aquí daban el golpe hace cincuenta años.
El show de "El don de la vida" transcurre en unas intemperies inevitables de otros tiempos: el Parque de Bolívar y la Calle Junín. Vallejo, al igual que la mayoría de los viejos, le teme al cambio. Se hace en la banca de siempre, desde la cual, por lo general, no ve más que monstruos. Para él, Medellín es una "monstruoteca". Si acudiera a los sitios que frecuentan los homosexuales jóvenes de esta ciudad, tendría que cambiar de opinión. Maestro, aquí hay muchachos bonitos. Y si no me lo cree, asómese al Parque Lleras y sus alrededores, a los bares y las discotecas "de ambiente" de moda, a ciertos clubs de videos, a ciertos saunas, a las zonas de "levante" de los grandes centros comerciales, a los gimnasios al aire libre, a los gimnasios cubiertos. Asómese a las piscinas olímpicas y semiolímpicas, a las ciclorrutas, a los rastrojos de El Volador… Maestro, levántese y ande; vuele y revuele; busque y rebusque por donde ahora hay que buscar y rebuscar. ¡Atrévase a dejar atrás la marcha juninense! Si se ha sometido a la banca de siempre porque son muchos los cansancios que lleva a cuestas, acuda a los cotos virtuales. A falta de dioses, fuerzas y alcahuetas, buenos son los motores de búsqueda. Pero no se haga ilusiones, que los muchachos de esta época, a diferencia de los efebos de la Atenas de antes, no se enamoran de la sabiduría. ¡Las cosas que se me ocurren! Hágaselas, que usted es un hombre adinerado.
A La Danny, que no es una persona leída, se le puede perdonar la pobreza intelectual de su show. Vallejo, pese a que ha leído todos los libros habidos y por haber (de ahí sus graves problemas oculares), a la hora de enjuiciar a García Márquez, Octavio Paz, Borges y otros colegas suyos, se contenta con un bizantinismo gramatical y una sarta de perlas de arroyo, de esas que abundan en la boca de la Nena Jiménez. Opta por la ley tercermundista del menor esfuerzo. Criticar es injuriar. Criticar es mofarse a borbotones de todo y de todos. Criticar es escamotear el fondo de la cuestión. Coetzee, a la hora de enjuiciar "El amor en los tiempos del cólera", se preocupa por ser lúcido, de veras crítico, y lo consigue. No concentra su lupa en el título de esa novela. William Ospina, con quien Vallejo ha establecido una sociedad del mutuo elogio, considera que el último ha perfeccionado el arte de la injuria. Se equivoca la boca tolimense. Las injurias de Vallejo no son artísticas. Ni siquiera son graciosas. "Güevón inflado". ¡Vaya filigrana! Para mí, que Ospina desconoce una injuria mayor llamada "Maestros antiguos". Thomas Bernhard, he ahí un injurioso de primera.
La Danny no saca a bailar a la muerte. Vallejo lo hace en su último libro. Por desgracia, sin gracia, sin estilo. En una palabra, sin literatura. No siguió el ejemplo de Tomás Carrasquilla, un autor que debe de conocer muy bien. "En la diestra de Dios Padre" es un cuento risueño sobre la omnipresencia de la muerte que no ha perdido frescura. No hay página de "El don de la vida" que no suene a música rayada. Es un texto de esta mañana y ya huele mal.
Macondo, te adoro en mi silencio mudo. Sigues siendo una tierra pródiga en cháchara. En caspa, como diría La Danny. Vallejo necesitó ciento sesenta páginas para decir lo que dijo Gil de Biedma en sólo cuatro versos. "Pero ha pasado el tiempo/ y la verdad desagradable asoma: / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra". Una vez más, como debe ser, la poesía, que no la antipoesía, se queda con la última palabra.
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