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Número 12 - Mayo de 2010   

Otros centros
Sydney
Cruz M. Correa Taborda

 

 

Sydney


Hasta creí que no le había entendido. Me había alcanzado por la espalda y obligado a detenerme en mitad del parque. Su mirada era, sin embargo, firme y amena, sincera; hablaba de largo, su voz exaltada me hacía sentir gigante: yo era el incómodo imán que atraía las miradas de los turistas que iban y venían por la calle William.

—Dirá que estoy loca, Pero, Sí, Yo soñé anoche con usted.

Incrédulo yo continuaba diciéndole “Ajá” a todo con la cabeza. Yo estaba de afán, me faltaban cuadra y media hasta el Hard Rock Cafe y otras cuantas hasta el museo. No sabía por qué pero había despertado antojado de alitas de pollo picantes, y en Sydney las auténticas Buffalo Chicken Wings sólo se conseguían en los locales americanos genuinos; no las probaba desde que había estado de vacaciones en Seattle, durante todos estos años ni siquiera me había acordado del olor ácido de la salsa anaranjada ni la desagradable textura del queso azul con que las servían.

—¿Pero esa linterna no estaba con usted, Y tampoco tenía esos tenis, Pero era usted aunque esta sea la primera vez que nos vemos —me dijo—. No se vaya. Desconcertado yo le respondí que tenía razón acerca de los tenis y mi linterna, yo hablaba con el leve gesto de mi cara y mis ojos intimidados. Creo que notaba mi desconcentración y por eso separaba todo con comas y empezaba cada frase con mayúscula; me contaba el sueño, mencionó al tendero chino y su almacén de baratijas, empezó a describir el parque oscuro en el cual ella, yo y otras personas hacíamos fila para comprar agua que usaríamos después como gasolina, aunque nunca supo dónde estaban nuestros carros. Se detuvo con angustia, estaba equivocada, según movió los ojos. Yo sentía que hasta los murciélagos del parque Hyde sabían que yo estaba distraído, percibí —o lo imaginé— el aroma rancio de sus pieles pardas, tupidas y recalentadas por el sol de un día entero colgados boca bajo de los altísimos sauces; esquivaban, con su vuelo de mariposas, las copas de los Jardines Botánicos Reales. Ella no paraba, no concretaba el lugar del sueño; yo seguía como en las nubes. Venteaba. Me subí el cierre de la chompa, me ajusté la gorra de béisbol. Me acordé de la pared de luces formada por los barrios de las playas más populares y, como quien caía en cuenta de algo fundamental, me imaginé el transbordador que atraviesa el centro de Sydney, faltaban veinticinco minutos para las seis de la tarde. Yo seguía encima de los rascacielos; me imaginé, incluso, la bocina del pequeño barco.

—Está ciudad es increíble, No sabía que desde aquí se escuchaba el pito de los transbordadores en el Puerto Darling — me dijo; noté en la manera como torcía la cabeza el orgullo de ser de Sydney.

Mi cuerpo seguía frente a la inmensa catedral St. Mary; mi mente, en cambio, sobrevolaba de nuevo el centro de la ciudad: me figuraba los techos de la Casa de la Opera, nacarados, punteados, pintados por la luz pastel del atardecer; imaginé luego, desde lo alto de la Torre Sydney, la ciudad explayada como una célula; identifiqué, en medio de las luces, la avenida Parramatta; localicé la tienda de la Ford que había cerrado hoy; uno por uno ubiqué los locales vacíos de la Chevrolet y la Jeep liquidados la semana pasada, también por quiebra. Metí las manos en los bolsillos. Terminaba el otoño. Apreté el encendedor. Lo primero que haría antes de recibir el pabellón de la exposición de los aborígenes Koori sería fumarme mi cigarrillo —razoné mientras contemplaba desde la altura el museo donde trabajaba—, levanté la mirada, recuperaba el valor para caminar entre la gente, comprar las alitas y devolverme hasta el museo. No pensaba despedirme. Mi cuerpo seguía frente a la inmensa catedral St. Mary; mi mente, en cambio, sobrevolaba de nuevo el centro de la ciudad: me figuraba los techos de la Casa de la Opera, nacarados, punteados, pintados por la luz pastel del atardecer; imaginé luego, desde lo alto de la Torre Sydney, la ciudad explayada como una célula; identifiqué, en medio de las luces, la avenida Parramatta; localicé la tienda de la Ford que había cerrado hoy; uno por uno ubiqué los locales vacíos de la Chevrolet y la Jeep liquidados la semana pasada, también por quiebra. Metí las manos en los bolsillos. Terminaba el otoño. Apreté el encendedor. Lo primero que haría antes de recibir mi puesto en el pabellón de la exposición de los aborígenes Koori sería fumarme mi cigarrillo —razoné mientras contemplaba desde la altura el museo donde trabajaba—, levanté la mirada, recuperaba el valor para caminar entre la gente, comprar las alitas y devolverme hasta el museo. No pensaba despedirme.

—Perdone, Louis…

—No… que no me llamo Louis — le refuté con la guardia en alto.

Dejé quieta la cabeza; saqué las manos de los bolsillos, asenté el pie, perdía la prisa y el miedo.

—En eso también se equivoca — continué—, el último Louis de la familia todavía vive en Glasgow —rematé llevando la memoria hasta la tierra de mis padres.

Pareció indignada, buscaba la salida adecuada al error cometido.

—Que grosera de mi parte, me llamo Sydney —se presentó.

Las ciudades tenían nombres de personas —comprobaba una vez más: alguna vez tuve un compañerito que se llamaba York en el equipo del fútbol australiano de la escuela primaria, antes de retirarme del bachillerato había tenido relaciones con alguien de nombre Alloa; en el sur de Portugal había conocido un lugar llamado Loulé, como la jefa del museo. Mi ex esposa —por ejemplo— se llamaba Seattle y la hija que había quedado de nuestro matrimonio Paris, como su abuela materna.

—Así me dijo alguien que se llamaba usted —explicó—, Mentiras, O ya no sé, Nos escondíamos todos once de alguien, ¡A ver si soy capaz por fin de acordarme! —reiteró y siguió hablando, tenía cierta decepción en los ojos—, Espérese, Yo también tengo cosas que hacer, Soy muy ocupada, En serio, Soñé anoche con usted, Y ese era su nombre en el sueño…

Le ordené con la mano quitarse el audífono, Sydney me miró como quien quería irse pero no podía hacerlo; retomó la palabra con familiaridad, guardó el teléfono.

—No tengo tiempo pero si quiere me acompaña. Voy al Hard Rock —le dije y di el primer paso.

Ella permaneció quieta, su silencio era el de quien dudaba, el de quien conoce un secreto.

—¿Al Hard Rock? —dijo, y me alcanzó.

Sydney era la cuarta persona que me decía que había soñado conmigo, desde que había subido al centro por las monárquicas puertas y escaleras del emblemático edificio Reina Victoria. En el metro nadie me había hablado, aparte del bebecito que me había ofrecido sus manos todo el viaje en señal de juego. Me habían mirado; algunos mucho. Pero yo, recostado en la ventanilla, no había pensado nada raro. Estaba cansado, no había dormido bien: siempre dejaba la ventana del cuarto abierta, para tener la compañía de los niños que venían de la escuela, pero como cada vez circulaban más carros por mi calle, me la había pasado toda la tarde dando vueltas pensativo en la cama, con las manos frías antojado de un cigarrillo.

La primera persona que me dijo que había soñado conmigo había sido el muchacho ese de espalda y pelo de surfista de fin de semana, estudiante de universidad privada el resto del tiempo y músico ambulante del centro por las tardes en los meses fríos.

—¡Te conozco! —irrumpió mientras el guitarrista recorría el paseo de la calle Pitt, recibiendo el dinero del público— ¿Louis, le vas a los Sydney Swans? —me dijo pensativo.

Le contesté que no y sin ahorrarme la aspereza, que la broma de llamarme Louis no me gustaba; me moví con brusquedad, no quería perder tiempo.

—¡Ah, ya sé! —alzó la voz extasiado delante de todos—, anoche soñé contigo. Sí, recuerdo el gesto de tus ojos, —continuó, parecía listo para empezar su mejor canción.

No me detuve, estaba algo perturbado, la gente me observaba como si me reconociese; todos —parecía— iban a decir la misma cosa de repente, era un asunto de segundos. Atormentado me escabullí, entonces, por el primer callejón, marchaba con confianza entre las basureras y motocicletas parqueadas contra la pared; doblé por otro atajo: no escuché más el pish pishsh pishshsh estridente de la batería encañonada entre las altas paredes de los rascacielos; seguía, no obstante, con la mirada escondida en el suelo.

Salí a la avenida, reconocía el piso y los colores de la vidriera a mi lado en la esquina; alcé lentamente los ojos hacia el interior del edificio, el mostrador inmenso de Mac Donald´s estaba vacío, también las mesas. Levanté la cabeza con precaución, los peatones iban y venían con las miradas fijas en el horizonte; consulté la hora en el reloj público y arranqué, miraba hacia la pared. Cambié de calle varias veces; buscaba la ruta más tranquila hasta el Hard Rock, no quería ver a nadie, todo me ponía paranoico, incluidos los niños y las niñas.

Yo iba distraído y afanado, conservaba la mirada en el suelo. Por eso, casi choco con el pordiosero que saltó de repente en mi camino; el viejo me pidió dinero, estaba muy drogado. Olvidé por un momento el incidente del sueño. Nos mirábamos a los ojos.

—No le pida a ese que yo lo conozco —le dijo la mujer borracha que lo acompañaba.

Yo estaba pasmado; el indigente, de su parte, me observaba sin darle crédito a las palabras de su amiga; ella estaba sentada en el andén, recostada en la pared. El viejo reparó en mis zapatos y con mucha obstinación estudió el reloj en mi mano, torció con desprecio la boca, nos desafiamos mutuamente con los ojos, teníamos la misma edad; se rió sin ganas, el sonido era seco. Yo pensaba en la niña que me había dicho Louis a la vuelta de la esquina; me la imaginaba retrazada del brazo de la madre, le contaba el sueño en el cual me había visto; la apurada señora, en tanto, la arrastraba, si no se movían con inteligencia la clase de piano y la comida se cruzaban —argüía—.

—Yo soñé con él anoche —dijo la borracha al viejo limosnero, era la tercera persona que me acusaba de haberme visto en sueños—. Él era la bicicleta en el sueño que tuve anoche, lo reconocí ahí mismo —dijo, me miraba con ojos de mujer deslumbrada.

El otro, al contrario, seguía desconfiado, parado frente a mí, su aliento apestaba a alcohol.

—La bicicleta… la bicicleta… — explicaba la mujer, mientras, enloquecida, imitaba con las manos los pedales.

El viejo miró de arriba abajo mi uniforme de celador nocturno, y me dio paso, lo hizo como quien abría la puerta de la cárcel a un preso peligroso. Yo proseguí por la acera; volteé con alivio en la esquina siguiente; el parque Hyde estaba en el fondo, era un lienzo del tamaño de toda la vía. Levanté la mirada, apuré el paso; no tenía mucho tiempo, atravesé la calle Elizabeth.

Al cruzar la calle, descubrí incrédulo las ruinas del Hard Rock: los billares parecían abandonados en tiempos de guerra, vi vasos en las mesas, licor en las botellas de la barra. El café estaba clausurado, se lo comía vivo el polvo. Sydney lo sabía, me lo hizo ver la manera como interrumpió el relato de ese sueño que no podía organizar; con bondad en la voz me explicó en seguida que en el centro de la ciudad no quedaban ya casi bares ni restaurantes americanos.

—Hay que ir a los Estados Unidos —agregó sarcástica.

Yo asentí sin expresar emoción, Sydney reanudó la narración del sueño; volví a pegar la cara contra la ventana sucia, faltaban diez minutos para las seis en el reloj de la pared; se habían olvidado de desconectarlo.

 

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