|                       Hasta  creí que no le había              entendido. Me había alcanzado              por la espalda y               obligado a detenerme en mitad del parque.               Su mirada era, sin embargo, firme               y amena, sincera; hablaba de largo, su               voz exaltada me hacía sentir gigante:               yo era el incómodo imán que atraía las               miradas de los turistas que iban y venían               por la calle William.
  —Dirá que estoy loca, Pero, Sí, Yo               soñé anoche con usted.               Incrédulo yo continuaba diciéndole               “Ajá” a todo con la cabeza. Yo estaba               de afán, me faltaban cuadra y media               hasta el Hard Rock Cafe y otras cuantas               hasta el museo. No sabía por qué pero               había despertado antojado de alitas de               pollo picantes, y en Sydney las auténticas               Buffalo Chicken Wings sólo se               conseguían en los locales americanos               genuinos; no las probaba desde que               había estado de vacaciones en Seattle,               durante todos estos años ni siquiera me               había acordado del olor ácido de la salsa               anaranjada ni la desagradable textura               del queso azul con que las servían.               —¿Pero esa linterna no estaba con               usted, Y tampoco tenía esos tenis, Pero               era usted aunque esta sea la primera vez               que nos vemos —me dijo—. No se vaya.               Desconcertado yo le respondí que               tenía razón acerca de los tenis y mi linterna,               yo hablaba con el leve gesto de               mi cara y mis ojos intimidados. Creo               que notaba mi desconcentración y por               eso separaba todo con comas y empezaba               cada frase con mayúscula; me               contaba el sueño, mencionó al tendero               chino y su almacén de baratijas, empezó               a describir el parque oscuro en el               cual ella, yo y otras personas hacíamos               fila para comprar agua que usaríamos               después como gasolina, aunque nunca               supo dónde estaban nuestros carros. Se               detuvo con angustia, estaba equivocada,               según movió los ojos. Yo sentía que               hasta los murciélagos del parque Hyde               sabían que yo estaba distraído, percibí               —o lo imaginé— el aroma rancio de               sus pieles pardas, tupidas y recalentadas               por el sol de un día entero colgados               boca bajo de los altísimos sauces;               esquivaban, con su vuelo de mariposas,               las copas de los Jardines Botánicos               Reales. Ella no paraba, no concretaba el               lugar del sueño; yo seguía como en las               nubes. Venteaba. Me subí el cierre de               la chompa, me ajusté la gorra de béisbol.               Me acordé de la pared de luces formada               por los barrios de las playas más               populares y, como quien caía en cuenta               de algo fundamental, me imaginé el               transbordador que atraviesa el centro               de Sydney, faltaban veinticinco minutos               para las seis de la tarde. Yo seguía               encima de los rascacielos; me imaginé,               incluso, la bocina del pequeño barco.               —Está ciudad es increíble, No sabía               que desde aquí se escuchaba el pito de los               transbordadores en el Puerto Darling —               me dijo; noté en la manera como torcía               la cabeza el orgullo de ser de Sydney.               Mi cuerpo seguía frente a la inmensa               catedral  St. Mary; mi mente,               en cambio, sobrevolaba de nuevo el               centro de la ciudad: me figuraba los techos               de la Casa de la Opera, nacarados,               punteados, pintados por la luz pastel               del atardecer; imaginé luego, desde lo               alto de la Torre Sydney, la ciudad explayada               como una célula; identifiqué,               en medio de las luces, la avenida Parramatta;               localicé la tienda de la Ford que               había cerrado hoy; uno por uno ubiqué               los locales vacíos de la Chevrolet y la               Jeep liquidados la semana pasada, también               por quiebra. Metí las manos en los               bolsillos. Terminaba el otoño. Apreté               el encendedor. Lo primero que haría               antes de recibir el pabellón de la exposición               de los aborígenes Koori sería fumarme        mi cigarrillo —razoné mientras               contemplaba desde la altura el museo               donde trabajaba—, levanté la mirada,               recuperaba el valor para caminar entre               la gente, comprar las alitas y devolverme               hasta el museo. No pensaba despedirme.               Mi cuerpo seguía frente a la               inmensa catedral St. Mary; mi mente,               en cambio, sobrevolaba de nuevo el               centro de la ciudad: me figuraba los techos               de la Casa de la Opera, nacarados,               punteados, pintados por la luz pastel               del atardecer; imaginé luego, desde lo               alto de la Torre Sydney, la ciudad explayada               como una célula; identifiqué,               en medio de las luces, la avenida Parramatta;               localicé la tienda de la Ford que               había cerrado hoy; uno por uno ubiqué               los locales vacíos de la Chevrolet               y la Jeep liquidados la semana pasada,               también por quiebra. Metí las manos               en los bolsillos. Terminaba el otoño.               Apreté el encendedor. Lo primero que               haría antes de recibir mi puesto en el               pabellón de la exposición de los aborígenes               Koori sería fumarme mi cigarrillo               —razoné mientras contemplaba desde               la altura el museo donde trabajaba—,               levanté la mirada, recuperaba el valor               para caminar entre la gente, comprar               las alitas y devolverme hasta el museo.               No pensaba despedirme.  —Perdone, Louis…                             —No… que no me llamo Louis —               le refuté con la guardia en alto.                             Dejé quieta la cabeza; saqué las               manos de los bolsillos, asenté el pie,               perdía la prisa y el miedo.               —En eso también se equivoca —               continué—, el último Louis de la familia               todavía vive en Glasgow —rematé               llevando la memoria hasta la tierra de               mis padres.               Pareció indignada, buscaba la salida               adecuada al error cometido. —Que grosera de mi parte, me llamo               Sydney —se presentó.               Las ciudades tenían nombres de               personas —comprobaba una vez más:               alguna vez tuve un compañerito que               se llamaba York en el equipo del fútbol               australiano de la escuela primaria,               antes de retirarme del bachillerato había               tenido relaciones con alguien de               nombre Alloa; en el sur de Portugal había               conocido un lugar llamado Loulé,               como la jefa del museo. Mi ex esposa                —por ejemplo— se llamaba Seattle y la               hija que había quedado de nuestro  matrimonio               Paris, como su abuela materna.               —Así me dijo alguien que se llamaba               usted —explicó—, Mentiras, O               ya no sé, Nos escondíamos todos once               de alguien, ¡A ver si soy capaz por fin               de acordarme! —reiteró y siguió  hablando,               tenía cierta decepción en los               ojos—, Espérese, Yo también tengo cosas               que hacer, Soy muy ocupada, En               serio, Soñé anoche con usted, Y ese era               su nombre en el sueño…               Le ordené con la mano quitarse el               audífono, Sydney me miró como quien               quería irse pero no podía hacerlo;  retomó               la palabra con familiaridad, guardó               el teléfono.               —No tengo tiempo pero si quiere               me acompaña. Voy al Hard Rock —le               dije y di el primer paso.               Ella permaneció quieta, su silencio               era el de quien dudaba, el de               quien conoce un secreto.  —¿Al Hard Rock? —dijo, y               me alcanzó.               Sydney era la cuarta persona que               me decía que había soñado conmigo,               desde que había subido al centro por               las monárquicas puertas y escaleras del               emblemático edificio Reina Victoria.               En el metro nadie me había hablado,               aparte del bebecito que me había  ofrecido               sus manos todo el viaje en señal               de juego. Me habían mirado; algunos               mucho. Pero yo, recostado en la  ventanilla,               no había pensado nada raro. Estaba               cansado, no había dormido bien:               siempre dejaba la ventana del cuarto               abierta, para tener la compañía de los               niños que venían de la escuela, pero               como cada vez circulaban más carros               por mi calle, me la había pasado toda               la tarde dando vueltas pensativo en la               cama, con las manos frías antojado de               un cigarrillo.               La primera persona que me dijo               que había soñado conmigo había sido               el muchacho ese de espalda y pelo de               surfista de fin de semana, estudiante de               universidad privada el resto del tiempo               y músico ambulante del centro por las               tardes en los meses fríos.               —¡Te conozco! —irrumpió mientras               el guitarrista recorría el paseo de               la calle Pitt, recibiendo el dinero del               público— ¿Louis, le vas a los Sydney               Swans? —me dijo pensativo.  Le contesté que no y sin ahorrarme               la aspereza, que la broma de llamarme               Louis no me gustaba; me moví con               brusquedad, no quería perder tiempo.  —¡Ah, ya sé! —alzó la voz extasiado               delante de todos—, anoche soñé               contigo. Sí, recuerdo el gesto de tus               ojos, —continuó, parecía listo para  empezar               su mejor canción.               No me detuve, estaba algo perturbado,               la gente me observaba como si               me reconociese; todos —parecía— iban               a decir la misma cosa de repente, era               un asunto de segundos. Atormentado               me escabullí, entonces, por el primer               callejón, marchaba con confianza entre               las basureras y motocicletas parqueadas               contra la pared; doblé por otro               atajo: no escuché más el pish pishsh               pishshsh estridente de la batería  encañonada               entre las altas paredes de los               rascacielos; seguía, no obstante, con la               mirada escondida en el suelo.               Salí a la avenida, reconocía el piso               y los colores de la vidriera a mi lado               en la esquina; alcé lentamente los ojos               hacia el interior del edificio, el  mostrador               inmenso de Mac Donald´s estaba               vacío, también las mesas. Levanté la               cabeza con precaución, los peatones               iban y venían con las miradas fijas en               el horizonte; consulté la hora en el  reloj               público y arranqué, miraba hacia la               pared. Cambié de calle varias veces;               buscaba la ruta más tranquila hasta el               Hard Rock, no quería ver a nadie, todo               me ponía paranoico, incluidos los niños               y las niñas.               Yo iba distraído y afanado, conservaba               la mirada en el suelo. Por eso,               casi choco con el pordiosero que saltó               de repente en mi camino; el viejo me               pidió dinero, estaba muy drogado. Olvidé               por un momento el incidente del               sueño. Nos mirábamos a los ojos.               —No le pida a ese que yo lo conozco               —le dijo la mujer borracha que               lo acompañaba.               Yo estaba pasmado; el indigente,               de su parte, me observaba sin darle  crédito               a las palabras de su amiga; ella estaba               sentada en el andén, recostada en               la pared. El viejo reparó en mis zapatos               y con mucha obstinación estudió el reloj               en mi mano, torció con desprecio la               boca, nos desafiamos mutuamente con               los ojos, teníamos la misma edad; se rió               sin ganas, el sonido era seco. Yo  pensaba               en la niña que me había dicho Louis               a la vuelta de la esquina; me la  imaginaba               retrazada del brazo de la madre,               le contaba el sueño en el cual me había               visto; la apurada señora, en tanto, la               arrastraba, si no se movían con  inteligencia               la clase de piano y la comida se               cruzaban —argüía—.               —Yo soñé con él anoche —dijo la               borracha al viejo limosnero, era la  tercera               persona que me acusaba de haberme               visto en sueños—. Él era la bicicleta               en el sueño que tuve anoche, lo reconocí               ahí mismo —dijo, me miraba con               ojos de mujer deslumbrada.               El otro, al contrario, seguía  desconfiado,               parado frente a mí, su aliento               apestaba a alcohol.               —La bicicleta… la bicicleta… —               explicaba la mujer, mientras,  enloquecida,               imitaba con las manos los pedales. El viejo miró de arriba abajo mi               uniforme de celador nocturno, y me               dio paso, lo hizo como quien abría la               puerta de la cárcel a un preso  peligroso.               Yo proseguí por la acera; volteé con               alivio en la esquina siguiente; el  parque               Hyde estaba en el fondo, era un lienzo               del tamaño de toda la vía. Levanté la               mirada, apuré el paso; no tenía mucho               tiempo, atravesé la calle Elizabeth.               Al cruzar la calle, descubrí incrédulo               las ruinas del Hard Rock: los               billares parecían abandonados en tiempos               de guerra, vi vasos en las mesas, licor               en las botellas de la barra. El café               estaba clausurado, se lo comía vivo el               polvo. Sydney lo sabía, me lo hizo ver               la manera como interrumpió el relato               de ese sueño que no podía organizar;               con bondad en la voz me explicó en               seguida que en el centro de la ciudad               no quedaban ya casi bares ni  restaurantes               americanos.               —Hay que ir a los Estados Unidos               —agregó sarcástica.               Yo asentí sin expresar emoción,               Sydney reanudó la narración del sueño;               volví a pegar la cara contra la ventana               sucia, faltaban diez minutos para las               seis en el reloj de la pared; se habían               olvidado de desconectarlo.  |