Un par de balas
Juan Felipe Gómez. Ilustración: Laura Mejía-Posada
Papá tuvo que pagar las balas. Fueron dos. La segunda a la cabeza. Entonces el perro nos miró y mamá se echó a llorar. La inyección letal que mi hermano había intentado aplicarle solo lo hizo sufrir más. La vena en la pata derecha del animal era huidiza y mi hermano, que apenas había aprendido algunas cosas de veterinaria en el bachillerato agropecuario, estaba tan nervioso como yo desconcertado. Con diez años no entendía qué era moquillo nervioso y mucho menos comprendía que tuviéramos que matar a Yaco. Sin embargo, después de un rato de ver sufrir al animal, la idea de llamar a un policía para que le pegara los tiros fue mía.
La llegada de los fila brasileros al pueblo fue todo un acontecimiento. Desde que recordaba en mi casa habíamos tenido perros, pero nunca había visto uno de esos, ni siquiera en las revistas que mi hermano compraba cuando se aficionó a la veterinaria. Parecían terneros, decía la gente mientras el hombre del overol los paseaba por las calles, cada uno con una canasta entre sus dientes. El hombre del overol se llamaba John, y era el criador-entrenador, lo supimos cuando empezó a comprar inyecciones y concentrado en el pequeño almacén que mi hermano había abierto en el pueblo. La manera de dirigirse a los perros y un corte de pelo al ras lo delataron como exmilitar. Había establecido el criadero en una finca cercana y andaba convenciendo a la gente de que le dieran una oportunidad a esa hermosa raza. Así decía: hermosa raza. Los trataba con una mezcla de ternura y violencia que causaba desconfianza.
El hombre empezó a decirle a mi hermano que comprar uno sería bueno para el negocio y para la familia. Le ofreció un cachorro con un paquete de entrenamiento que a mi hermano le pareció un gangazo, aunque no podía pagarlo de contado. Consultó con papá, que aceptó a regañadientes. Le advirtió que el adiestramiento era fundamental para que el animal aprendiera a comportarse y tener un tiempo específico para mear y cagar. La casa era pequeña, sin patio, y sería insoportable si el perro no se acostumbraba a un horario para hacerlo afuera.
Mi hermano empezó a pagar cuotas quincenales. Como el cachorro era de una camada reciente, tendríamos que esperar algunas semanas para las fotos y demás antes de tenerlo en casa. Acordó con John que mientras el cachorro destetaba, él podría llevarlo cada ocho días al pueblo, o ir a la finca si prefería y verlo con la camada completa y en sus primeras sesiones de entrenamiento. Después de dos sábados de ver al cachorro llegar dentro de una canasta que cargaba uno de los machos adultos en su boca, lo que causaba aun más revuelo en el pueblo, mi hermano convenció a papá de que fuéramos a la finca a verlo con la mamá y el resto de la camada.
Desde el portal, a la orilla de una carretera sin pavimentar, se escuchaba el concierto de ladridos. Hicimos el recorrido desde el pueblo a pie y me gustó pensar que ese podría ser un buen plan para los sábados, al menos mientras el cachorro estaba listo para irse con nosotros. John nos recibió en el corredor de la finca después de enjaular a los dos perros que estaban sueltos y siempre lo acompañaban. Nos guio por un sendero hasta las perreras donde estaban las nuevas crías. Escuchamos historias de partos, muertes prematuras y canibalismo. Echada en la última perrera una madre amamantaba a siete cachorros. Yaco sobresalía por ser el más oscuro y llevar un brazalete con su nombre. Mamá tomó algunas fotos de la camada completa antes de que John sacara a Yaco tomándolo por el cuero, lo que provocó un chillido seco.
—Es la forma de cogerlos —dijo ante nuestra expresión de pesar—. Son perros imponentes y hay que moldearles el carácter desde cachorros, de lo contrario tendrán un gran animal con comportamiento de señorita.
A pesar de la advertencia, con la que confirmamos el delirio militar del criador- entrenador, en esa visita todo fueron mimos, ternura y felicidad, así lo confirman nuestras caras en la foto que le pedimos a John que nos tomara y que solo veríamos revelada varios meses después del sacrificio de Yaco: mamá, papá, mi hermano y yo sosteniendo al cachorro frente a la perrera donde se alcanzan a ver la madre y los otros cachorros.
Tres semanas después, ya destetado, recibimos a Yaco en casa. Era un cachorro increíblemente grande. Al entregárnoslo, John hizo una breve demostración de lo que había aprendido en el entrenamiento: sentarse, echarse, dar la mano, quedarse en un mismo sitio hasta no recibir la orden de moverse. Lo básico que nunca va a olvidar, nos dijo John. A papá le pareció una estafa, pero todos estábamos fascinados con los cordiales y torpes movimientos de Yaco y nos turnamos, incluido papá, para pedirle la mano una y otra vez.
Lo de la caca y el pipí fue la otra parte del entrenamiento que no dejó muy satisfecho a papá. Durante casi un mes la casa estuvo empapelada hasta que Yaco empezó a avisar para que lo sacaran, a veces hasta dos veces en la noche. Llegamos a pensar que el frío de algunas madrugadas había sido la causa del inicio de las convulsiones.
En veinte días Yaco estaba en los huesos y las convulsiones se agudizaron. Después de gastar horas en internet haciendo consultas y comprar un diccionario básico de enfermedades caninas, mi hermano decidió ir a buscar a John a la finca, pues desde que entregó el cachorro no había vuelto por el almacén. Pensamos que si conocía tan bien la raza sabría cómo hacerle frente a esos síntomas que nos partían el alma a todos. Me dejó acompañarlo. No escuchamos ningún ladrido, ni siquiera cuando atravesamos el portal. Llegamos al corredor de la casa y después de varios llamados vimos abrirse una de las ventanas. Una mujer morena nos dijo que en la finca ya no funcionaba el criadero. No sabía de John, o no quiso darnos pista alguna. Antes de atravesar el portal de regreso, los dos echamos un vistazo al sendero que conducía a las perreras. Vi a mi hermano bajar la mirada y apretar los puños.
La noche que tomaron la decisión, papá recordó los perros que había tenido de joven y el primero que había sacrificado con sus propias manos, un perro ajeno. Nunca lo habíamos escuchado hablar de eso. En un tono solemne recordó que en la finca del abuelo habían tenido un perro criollo que después de viejo le dio por comerse las gallinas.
—Era el perro del mayordomo, pero para quedar bien con mi papá empecé a planear cómo deshacerme de él —nos contó—. Después de una tarde en que el viejo discutió muy fuerte con el mayordomo por el asunto de las gallinas, llegando incluso hasta las amenazas mutuas, pensé que era mi deber hacer valer la autoridad de mi papá. Como Caruso —así se llamaba el perro— me seguía a todos lados cuando salía de la casa, decidí que esa noche podría cometer un acto de justicia que dejara contento al viejo. Con la disculpa de ir a cazar luciérnagas, salí después de la comida mientras papá y mamá veían las noticias. En una mochila eché un frasco de vidrio, un colador de tela y, sin que papá se diera cuenta, uno de los lazos para amarrar leña. La casa principal y la del mayordomo estaban separadas por un terraplén que atravesé a tientas. Caruso dormía en una casucha de madera y zinc que el mayordomo había levantado al lado de un naranjo. Al acercarme lo escuché gruñir, pero rápidamente me reconoció y se me acercó meneando la cola. Lo invité a que me siguiera y nos metimos por el cafetal hasta un guamo donde a veces me columpiaba. La noche estaba clara por la luna y podía ver el amarillento pelaje del perro entre los palos de café. Se perdió por un par de minutos, seguro a hacer sus necesidades, y aproveché para sacar el lazo de la mochila y lanzarlo por encima de una de las ramas del guamo. Le hice uno de los nudos corredizos que papá me había enseñado y probé la resistencia de la rama y del nudo con un jalón. Escuché a Caruso moverse entre la hojarasca y lo llamé con un silbido suavecito. Al acercarse lo agarré por el cuero del lomo y le pasé el lazo por el cuello. Como no estaba acostumbrado a estar amarrado, empezó a forcejear con desespero. Antes de que empezara a chillar más fuerte, me enrollé la otra punta del lazo entre las manos y tirando el peso de mi cuerpo hacia atrás levanté al animal a la altura de mi cara. El peso y el pataleo del perro por poco me hacen caer, pero me sostuve con fuerza hasta que el chillido y los movimientos se extinguieron. Un disparo al aire me hizo soltar el lazo bruscamente y el cuerpo del perro cayó como un bulto. Entre el cafetal apareció el mayordomo apuntándome con su escopeta. Sentí miedo, y la sangre se me acabó de helar cuando vi a papá aparecer apuntándole con su revólver al mayordomo.
Se está muriendo, interrumpió mamá. La habíamos escuchado decir eso siempre que Yaco empezaba a convulsionar. Entonces lo rodeábamos y ahogados de pesar esperábamos que de verdad fuera la última vez. Pero el animal reaccionaba y como por inercia se paraba, se dejaba caer de nuevo y quedaba echado meneándonos la cola y mirándonos con ojos brillantes. Esta vez fue lo mismo, pero ellos —papá, mamá y mi hermano— habían tomado la decisión.
Mi hermano cogió las llaves del almacén y salió de la casa. Volvió en menos de diez minutos con una bolsa de papel. Sacó de ella una jeringa y un pequeño frasco de tapa azul. Ya le temblaban las manos y le costó llenar la jeringa. Dejó caer el frasco y me apresuré a recogerlo. Leí: Pen-to-bar-bi-tal So-di-um. Era lo que se recomendaba en la última consulta que había hecho en un vademécum virtual, y la última inversión que hacía para Yaco con la venta del surtido que quedaba del almacén. Había quebrado.
Papá sugirió que lo lleváramos a un lote baldío donde de una vez lo pudiéramos enterrar. Dudamos que caminara, pero cuando mi hermano le mostró el lazo de pasear se esforzó para levantarse. Pienso en ese recorrido de tres cuadras hasta el lote baldío como el viacrucis de un condenado: mi hermano adelante con Yaco arrastrando su desproporcionado cuerpo de cachorro en los huesos; atrás mamá, papá y yo arrastrábamos nuestro pesar, aunque era mamá la que apenas dejaba escapar algunos sollozos. Unos cuantos vecinos no se quedaron con las ganas de averiguar qué pasaba con el perro, y al escuchar la cortante respuesta de papá, “vamos a sacrificarlo”, regresaban a sus casas, algunos condolidos, otros santiguándose.
Al cabo no faltaron los chismosos que también vieron padecer al perro por la torpeza de mi hermano, y que se sorprendieron pero apoyaron cuando dije que por qué no llamábamos a un policía para que le pegara un par de tiros. Así sufriría menos. Fue la idea con la que papá se fue hacia la estación de policía después de mirarnos un minuto a mamá y a mí, y de consolar a mi hermano que se había rendido ante su incapacidad y de rodillas acariciaba la cabeza de Yaco que estaba ya adormilado, tal vez porque un poco de la inyección letal sí había alcanzado a entrar en la vena después de los pinchazos.
Al parecer los policías no dieron mucha importancia a la solicitud de papá y se demoraron para llegar. Tuvo tiempo de ir a la casa y volvió con una pala en la mano. Le pidió a mi hermano que se alejara del cuerpo del perro. Al llegar, imagino que por rutina, los dos agentes disponibles inspeccionaron la escena a la que ya habían llegado más vecinos curiosos. Uno de los policías se acercó a Yaco y verificó la vena medio destrozada. Con cara severa le dijo a mi hermano: Para aplicar el pentobarbital hay que tener buena mano. Después se dirigió a papá y le preguntó si estaba seguro. Papá nos miró a mamá, a mi hermano y a mí, y asintió. En ese caso, tendrán que pagar las balas, por lo menos dos para estar seguros, dijo el otro policía y desenfundando su revólver se lo pasó al primero, que llevaba una arma larga terciada en el hombro con la que seguro no le iba a disparar al perro. Después de revisar el tambor del revólver nos pidió que nos alejáramos unos metros, apuntó a un costado del animal y disparó. El morbo nos hizo acercar después de la detonación y fue entonces que vimos la reacción refleja de Yaco: se alcanzó a parar y emitió un breve chillido que se ahogó con el segundo disparo, ese a la cabeza. Mientras se desplomaba alcanzó a lanzarnos una mirada que quise asumir como de despedida y provocó el llanto descontrolado de mamá. Cuando papá pagó las balas los curiosos se dispersaron. Se turnó con mi hermano para cavar el agujero mientras mamá lloraba y vaciaba en la tierra lo quedaba de la jeringa. Agarrando el pequeño frasco, me pregunté qué quiso decir el policía con tener buena mano para aplicar el pen-to-barbi- tal. Lo lancé al agujero cuando ya papá empezaba a echarle tierra al cuerpo de Yaco.