El forense
Alejandra López González
Toda luna. Todo año.
Todo día. Todo viento.
Camina y pasa también.
También toda sangre llega
Al lugar de su quietud.
Chilam Balam
Fotografía de Pedro Emilio Morales.
El profesor Pedro Morales llega a sus clases vestido informal. Nada de corbata ni elegancias. Carga siempre su portátil y pide a su monitora que le ayude a conectarlo porque no sabe muy bien cómo funciona el video beam. Luego, él se encarga. Sabe exactamente dónde está cada caso y abre el archivo preciso para que sus estudiantes “miren”.
“Hoy les voy a mostrar el caso de Raúl Reyes”, dice a sus alumnos del curso de criminalística y ciencias forenses. Las fotos empiezan a pasar proyectadas en un tablero blanco de pared a pared y así, en tamaño de pantalla de cine, los alumnos empiezan a ver las imágenes de la llegada del cuerpo, envuelto en bolsas, a Medicina Legal en Bogotá. Siguiente foto, el cadáver desnudo tendido en una camilla metálica. Siguiente, el rostro desfigurado. Siguiente, un pie estallado y convertido en una masa amorfa. Siguiente, la desnudez de un cuerpo mancillado. Las fotos que muestran la diferencia entre el cuerpo humano y lo que queda de él, luego de las bombas. La certeza de que todos, tarde o temprano, terminaremos siendo un cuerpo inerte. Un montón de órganos apagados. Una masa en constante descomposición. Un silencio puro.
En el caso de Raúl Reyes, el Instituto de Medicina Legal advirtió sobre el incumplimiento de todos los protocolos y la falta de rigor en los procedimientos judiciales. El cuerpo llegó sin el acta de inspección al cadáver, sin cadena de custodia, sin lo mínimo que exige un proceso de esa naturaleza. Fue remitido sólo con un papel elaborado por la Policía Judicial del Putumayo en el que se solicitaba que se le practicara la autopsia. En sus declaraciones de entonces, Morales dijo que el afán mediático de mostrar a uno de los hombres del secretariado de las Farc acribillado primó sobre el cumplimiento de los procedimientos y esos errores que se cometieron fueron irreparables.
Pedro Emilio Morales Martínez es santandereano, tiene 67 años, seis hijos y una perra que se llama Happy, colecciona relojes y plumas, adora el bocadillo y la avena y tiene cinco hermanos con los que creció en Málaga, en donde su padre, don Emilio Morales, también médico, atendía a sus pacientes en el primer piso de su casa donde tenía el consultorio. Quizás fue ahí, en esa casa, viendo a su padre atender pacientes donde decidió matricularse en Medicina.
Estudió en la Universidad Nacional y luego se fue a la de Antioquia a especializarse en anatomía patológica. A Medellín llegó en 1980 y de esa época recuerda a los médicos que fueron sus maestros: “Personas de una sabiduría inmensa. Muy buenas. Muy justas. La esencia del antioqueño. El antioqueño más puro, más tradicional. No el paisa vivaracho, de triquiñuela, sino el trabajador. Estaba Mario Robledo Villegas, un patólogo muy importante; la doctora Constanza Díaz de Calle y el padre de la patología forense en Colombia, el maestro de todos, el doctor César Augusto Giraldo, que todavía está vivo”.
Pero de Medellín, lo que marcó su vida para siempre fue conocer a León Zuleta. El doctor Pedro llegó a esa casa del barrio Belén recomendado por amigos. Allá lo recibieron don Víctor y doña Esperanza, los padres de León. Lo acomodaron en una habitación al fondo de un patio en donde solo había un catre metálico y una biblioteca hecha con tablas y ladrillos. “Poesía, literatura, filosofía, historia. No había un libro que a uno no le llamara la atención. Todo era interesante. Estaba, por ejemplo, la poesía de Pasolini, que es extraño que alguien la tenga. Los fines de semana leí algunos, pero traté de no desordenar. Era la habitación de León y aquellos eran sus libros”. Los días que durmió en esa casa, el doctor Morales jamás se topó con León. Pero un día llegó al Departamento de Patología un señor vestido de blanco, con el pelo tinturado, muy mono preguntando por él: “Quiero conocer al hombre que compartió mi lecho”, le dijo. Y así se hicieron amigos y se siguieron la pista hasta que León fue asesinado.
“Me siento un ser embrionario que, como larva naciente, busca un sentido de ser mariposa pero no tiene la fuerza para el reto de serlo ni la iluminación de su reto”, escribió León Zuleta a su ángel de la guarda “compañía alada y luminosa”, días antes de ser acuchillado.
Casi en su honor, el doctor Morales y un grupo de gente de Medicina Legal dieron la pelea para que en Colombia se hiciera un tratamiento diverso para la comunidad LGBTI, pues cuando llegó a trabajar ahí, los homosexuales debían pasar por procedimientos salvajes para que se les certificara el cambio de sexo: “Les tomaban fotos, les hacían análisis siquiátricos, físicos, todo muy extenuante, muy terrible, muy violatorio de su forma de pensar”. Pero no solo debían someterse a esos exámenes perversos, en esa época los homicidios de homosexuales o travestis (LGBTI era todavía un abecedario incompresible) se consideraban “crímenes pasionales”, hasta evolucionar al concepto de “crímenes de odio” después de las marchas de calle y las caminadas de juzgado de muchos. Lo mismo pasaba con las mujeres. Cuando un hombre mataba a una mujer, se decía que era “un crimen por celotipia”. Hoy se habla de feminicidio.
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Pedro Morales vivió en Medellín tres años y luego volvió a Bogotá. A Medicina Legal llegó el 20 de enero de 1988, siendo ministro de Justicia Enrique Low Murtra, asesinado tres años después. Luego ejerció como patólogo forense, director de la regional Bogotá, subdirector de investigación científica y subdirector de servicios forenses.
Desde que entró a la morgue tenía claro que Colombia era un país salvaje, donde la gente se despedaza. Llegó en pleno auge de los carteles y del narcotráfico puro y duro. Y quizás, por coincidencias del destino, estuvo frente a casos tan emblemáticos como el de Álvaro Gómez Hurtado, Carlos Pizarro, la bomba del avión de Avianca, la del DAS, la de la calle 93 con 15 y la del barrio Quirigua... “un crimen atroz. Puras mamás y niños de un barrio popular”. Eran tiempos de horror, de cuerpos para titulares de prensa y para simple olvido. De hecho, muchos de esos casos aún están en la impunidad. A la morgue podían llegar hasta 35 cuerpos diarios. “El peor año fue el 93. Solo en Bogotá hubo nueve mil cadáveres”.
“El cuerpo habla”, es una de sus principales premisas. “Usted con solo ver un cuerpo puede saber infinidad de cosas. La vestimenta. Si tiene ropa de marca o no. La ropa interior. Los zapatos. Las uñas. Las joyas. El pelo. La piel. Si tiene tatuajes o no. Las cicatrices. Incluso los huesos le pueden dar pistas del tipo de trabajo que ejercía. Mirando los huesos, se puede saber, por ejemplo, si una persona era zurda o diestra, pues la clavícula derecha es más corta que la izquierda. Cuando usted abre un cuerpo, puede saber si la persona tenía alguna enfermedad. En muchos casos, uno puede ver que esa persona de todas formas se iba a morir, porque el cuerpo le dice que estaba a punto de infartarse, tenía las arterias tapadas, tenía un tumor. Puede ver si sufría del corazón, del hígado, de los riñones. Cada órgano cuenta algo. Cada cosa, cada señal, cada marca”.
El caso de Marina Montoya, hermana del secretario general del presidente Virgilio Barco, asesinada por Los Extraditables en 1991, y narrado por García Márquez en Noticia de un secuestro, ilustra bien esa teoría. Esa necropsia no la hizo Morales, pero vio el cuerpo y se fijó en las manos. “Eran finas, delicadas y además, las uñas estaban pintadas y muy bien cuidadas. Era una señora muy bonita. Pero lo que más me llamó la atención fue la sudadera que llevaba puesta. Era rosada y en el pecho tenía un letrero que decía ‘excitación’. Me llamó la atención que una señora de ese porte llevara una prenda de muchacha coqueta”.
El cuerpo permaneció una semana en el anfiteatro de Medicina Legal a donde fue llevado luego de su hallazgo en un terreno baldío de la calle 193 con carreras 39 y 40 al norte de Bogotá. Como no fue reconocido, lo trasladaron al cementerio del sur, el mismo al que ese día habían llevado los cuerpos de cinco hombres y un niño, todos sin identificar, por ser el lugar dispuesto para los NN. “Ocho días después de haber visto el cadáver, abrí el periódico y leí la noticia del asesinato. Pensé ‘es la señora de la sudadera rosada’”. Así que el cuerpo fue exhumado y reconocido por sus familiares.
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“Fíjense en el pene de este señor”, pide el doctor Morales a sus alumnos. Enseguida hace un zoom en la foto que está proyectando en la pantalla y muestra una pequeña protuberancia casi en la punta. Luego cuenta, que tras el análisis de varios médicos y ante la imposibilidad de identificar qué era aquello, decidieron abrirlo y encontraron que el individuo se había insertado un piercing. Una seña tan diciente a la hora de identificar un cuerpo como una prótesis mamaria, un diente de oro, un tornillo en una rodilla.
Por sus manos han pasado tantos cadáveres, que solo cuando se le pone el dedo en la llaga se extiende reflexionando sobre la vida y la muerte, y se atreve a hablar de temas como la muerte cerebral que, según él, es una discusión filosófica de fondo. ¿Qué muere primero, el cuerpo o el cerebro?
Una vez un médico le pidió echarle un vistazo a un paciente que había llegado a una clínica en Bogotá. “Me llegó un muerto, me dijo. Me acerqué, lo miré y le dije, la próxima vez que llegue un caso así, hay que hacerle una ventana pericárdica”. Se puso guantes y pidió un bisturí y ahí mismo hizo el procedimiento para enseñarle a su colega cómo se hacía. “Esto se hace para que no se muera el paciente”, le dijo. Y justo cuando pronunció esa frase, el hombre, que todos suponían muerto, se despertó. “Quedamos fríos. Fue un susto terrible. Quince días después, ese paciente vino a buscarme para agradecerme y me contó que él podía escuchar todo lo que le estábamos haciendo”. Cuenta la anécdota como una herramienta para explicar esa conexión entre vida y muerte. Para él, el cerebro domina todo el cuerpo, es decir, cuando muere el cerebro, muere todo lo demás. “No es que la vida se vaya sino que la muerte llega. Este es el principio de la discusión de la eutanasia. La eutanasia activa precisamente eso: hacer que la muerte llegue, no que la vida se vaya”.
Pero más allá de que el doctor Morales sea considerado el rockstar de los forenses colombianos, y más allá de que sea recordado por haber practicado las autopsias de figuras públicas en los últimos treinta años, su legado, su gran obsesión está en las reflexiones en torno a la memoria, a la identificación de los desaparecidos en Colombia.
En la masacre de Katynen en 1940, en Rusia, fueron asesinados alrededor de diez mil polacos entre civiles y militares. En primera instancia se pensó que los asesinatos habían sido cometidos por los nazis, pero en 2009 el gobierno ruso admitió el hallazgo de archivos en los que quedaba claro que la orden la había dado Stalin. La masacre ocurrió tras la invasión de Hitler a Polonia. El ejército rojo enterró en zanjas los cuerpos de los militares polacos con sus abrigos y sus placas. En 1942, los alemanes encontraron la fosa, desenterraron los cuerpos y crearon el “expediente básico” que consiste en el levantamiento topográfico, datos como edad, sexo, ancestro racial, inventario de huesos e inventario de elementos asociados a cada cadáver como ropa, fotos, carnés y elementos personales. Con este material crearon expedientes minuciosos que escondieron en un edificio de Cracovia, la ciudad de la leyenda del dragón de la princesa, pues era el lugar más seguro para ocultar todo aquello (con el dragón nadie se metía).
Esta historia la cuenta el profesor Morales a sus alumnos para explicar las técnicas de identificación forense más frecuentes y es como escuchar un cuento lejano, donde se habla de dragones y princesas para que todo el mundo se haga la idea de que “eso no es con nosotros”, de que “eso acá no pasa”. Pero sigue abriendo sus carpetas marcadas con el nombre de los casos que ha llevado y de esas carpetas siguen saliendo imágenes de la crueldad. Una niña asesinada cuyo cadáver fue encontrado en un basurero y que Morales recibió, ya descompuesto, metido en una bolsa. Cuando los insectos llegan, queda apenas una masa putrefacta. Ya no hay cabeza, no hay rostro, no hay brazos ni piernas. No hay corazón. Todo se lo ha llevado el tiempo, se lo han comido los gusanos, las moscas y las larvas. Solo queda un vestigio biológico de lo que alguna vez fue una niña jugando con muñecas. ¿Qué es lo que nos hace crueles? ¿Qué es lo que hace que un ser humano le abra el pecho a otro estando vivo, y así vivo, le quiebre costilla por costilla y así, todavía vivo, lo apuñale y le saque el corazón con la mano?
Su kit de imágenes atroces está lleno de cuerpos irreconocibles. Más bien, trozos, pedazos, restos de cuerpos. Amasijos de carne. Vestigios de lo que alguna vez fueron seres humanos. Lo que queda luego de la descomposición. Y esos vestigios, esos restos, pedazos y trozos, son todos de colombianos encontrados en Cali, Medellín, Villavicencio o Bogotá o en pueblos de los que nadie ha escuchado hablar jamás, en lugares recónditos del Cauca, Putumayo o Córdoba. Están por todas partes. Están en todo el país. Debajo de las carreteras. Debajo de las represas. Debajo de la hierba. Debajo de las piedras. De las escombreras. En el agua de los ríos. Están pudriéndose y entre más pase el tiempo más difícil será identificarlos. “El tiempo que pasa es la verdad que huye”, diría el criminalista Edmond Locard.
Según datos del Centro Nacional de Memoria Histórica, en Colombia hay 80 472 casos documentados de desaparición forzada. Hay 28 755 casos documentados por el Instituto de Medicina Legal; 47 674 por el Registro Único de Víctimas y 54 046 por la Fiscalía General de la Nación. Las cifras varían según quien las emite. Cada entidad, incluyendo las del Estado, tiene registros distintos. A ciencia cierta no se sabe cuál es el número real de desaparecidos en Colombia, pues las cifras no están consolidadas. Algunos expertos sugieren que pueden ser doscientas mil personas, si se tiene en cuenta la falta de registro y denuncia de muchos familiares y allegados. “Cada entidad tiene bases de datos que no comparten. Yo creo que en el fondo es para no buscarlos”, afirma Morales.
De manera que su obsesión tiene que ver con la memoria, con la posibilidad de que en Colombia las familias de los desaparecidos encuentren sus muertos y puedan enterrarlos dignamente. En sus clases, habla de la importancia de los “ritos de pasaje”: “Los ritos de pasaje son los rituales en torno al funeral, el entierro, la cremación. Es lo que permite tener la certeza de que la persona murió, de que no está más. Y esto es lo que les arrebatan a las familias de los desaparecidos. La guerra produce desaparecidos, pero la desaparición como arma de guerra es otra cosa”.
Y explica que hay dos clases de penas. La primera consiste en castigar el cadáver más allá de la muerte, esto quiere decir desmembrarlo, exhibir sus partes para castigar determinada conducta, despedazarlo y meter la cabeza en un lado, los brazos en otro, las piernas en otro, que es lo que ocurre en Colombia. En Argentina, durante la dictadura, ponían bombas a los cadáveres para destruirlos.
La segunda, es el método que va más allá de la muerte: la desaparición forzada. “Ese método lo que pretende es el olvido. A nosotros se nos olvidan las personas y lo que pretende la desaparición forzada es justamente eso: que se nos olviden. El desaparecido desaparece socialmente porque no hay rituales, no hay una tumba que visitar y entonces genera esa sensación de que la gente dude si realmente esa persona existió o no. Es borrar a alguien del mapa”. Y recomienda leer El mito de Antígona.
El modus operandi de la desaparición es capturar, matar, enterrar como NN, abrir los cuerpos, llenarlos de piedras y tirarlos a los ríos, sumergirlos en ácido o en hipoclorito para que a los huesos no se les puedan realizar pruebas genéticas, cremarlos, trasladarlos, es decir sacarlos de una tumba y ponerlos en otra, hacer represas o avenidas encima de los cementerios. En Colombia, los cadáveres de desaparición forzada tienen señas de tortura como desmembramiento. Las familias suelen preguntar si el cuerpo fue desmembrado antes o después de morir y hasta hoy los forenses no han podido responder esa pregunta. La Fiscalía tiene 3400 cadáveres en repositorio; Medicina Legal, 2700 y en cementerios como el de Cocorná, Puerto Berrío o el del sur de Bogotá hay cientos de cadáveres sin identificar. Las famosas tumbas de los NN adonde fueron a parar varios de los desaparecidos del Palacio de Justicia y adonde van a parar tantos muertos.
Métodos de identificación hay varios, pero en cuerpos en estado avanzado de descomposición o en tumbas de NN en donde hay restos de varios cuerpos mezclados, uno de los mecanismos más confiables son las pruebas de ADN. Sin embargo, las familias que buscan se enfrentan con que en laboratorios privados una prueba de ADN de huesos puede costar entre cinco y siete millones de pesos y una en sangre, hasta un millón y medio o dos millones, con el agravante de que la evidencia biológica, como las muestras de semen, sangre o saliva, se pudre o se llena de hongos, y es por eso que muchas de estas muestras deben ser refrigeradas. Por eso, para muchas familias recibir así sea solo dos vértebras es una bendición.
El doctor Morales no cree en los temas esotéricos relacionados con la muerte. No cree en fantasmas, ni en el más allá ni en el karma ni en la reencarnación. Sin embargo, cuando estuvo al frente de la seccional Bogotá, construyó junto a otros funcionarios de Medicinal Legal un pequeño lugar con una imagen de la Virgen para que los familiares esperaran. “Para que tuvieran un sitio dónde rezar”, cuenta. Pero como Colombia es un país laico, se ordenó derribar ese pequeño “templo”. “Hay mitos de la muerte que no son ciertos. El primero es pensar que de acuerdo como usted viva, así va a morir. Usted puede ser el más maligno de los malignos y morirse en la cama. Creo, eso sí, en la misericordia divina, que es distinto. A los muertos siempre hay que darles un trato misericordioso”.
Quizás ese trato misericordioso es lo que explica que las familias entierren a sus muertos dignamente, se preocupen porque alguien limpie el cadáver una y otra vez, como si fuera a ponerse brillante de tanto limpiarlo. Por eso adornan el cuerpo, le ponen zapatos, lo visten con las mejores ropas, lo maquillan y lo peinan. Por eso, en algunas culturas entierran a los muertos con joyas, con comida y hasta con animales (como hacían los pueblos mexicas para que acompañaran el alma en su recorrido en el más allá). Los rituales de la muerte, tienen mucho que ver con esa misericordia de la que habla Morales.
Después de cuatro horas de clase viendo proyectadas imágenes de cuerpos tendidos en las camillas frías de la morgue, los ojos se acostumbran al horror. Al salir del salón, ese hombre que se aleja con su portátil metido en una maleta, seguirá practicando autopsias. En el aire dejará —eso sí—, casi de manera inocente, un montón de reflexiones sobre la muerte, la identidad y la memoria. En fin, sobre todo aquello de lo que no queremos hablar, y que en últimas es lo que nos hace tremendamente humanos.
Fotografía de Fernando Cano Busquets.