Número 110, septiembre 2019

Grávido río

Ignacio Piedrahíta. Fotografía por el autor

 

El mundo apunta en una dirección y por eso pensar en el futuro nos incomoda y aun atemoriza.
Pero el mundo se mueve como un río, con curvas y cambiando de dirección constantemente.

Ludwig Wittgenstein

Fotografía: Ignacio Piedrahíta

Decidí que mi próxima estación sería Mompox, con una parada intermedia en la población de El Banco, a trescientos kilómetros de Puerto Berrío, donde el Magdalena cambia por completo su naturaleza. Las cadenas montañosas que lo confinan en su parte media se desvanecen a lo lejos. La cordillera Oriental se despide torciendo al nororiente, rumbo a Venezuela, mientras que la cordillera Central va perdiendo altura en la serranía de San Lucas hasta allanarse del todo. Sin un valle que lo acune en el fondo y le señale su recorrido, el Magdalena se ve enfrentado a una gran llanura, que le sugiere a su curso mil y un caminos posibles.

El río reacciona entonces como una divinidad hindú, multiplicando sus extremidades. Cada brazo se posa sinuoso sobre la planicie tanteando su destino, buscando la mejor manera de fluir. A su lado se forman innumerables ciénagas, en las que los afluentes en ocasiones se funden y desdibujan. En toda la región, la tierra inundada le disputa la supremacía a la tierra seca.

Usualmente los ríos se abren de esta manera cuando intuyen la cercanía del mar. Los diferentes brazos tienden a formar un gran triángulo —semejante a la cuarta letra griega, Delta—, y entran al océano dispersos y por distintas bocas. Pero no siempre el mar está ahí para recibirlos, de manera que deben recogerse de nuevo en un solo cauce y seguir recorriendo hasta encontrarlo.

A este fenómeno natural de gran belleza se le llama delta interior, y es lo que le ocurre al Magdalena en esa parte de su trayecto. Durante cien kilómetros, a partir de El Banco, corre fragmentado hasta que sus brazos se congregan de nuevo aguas abajo de la población de Magangué. Le ocurre también al Níger, en la región anterior a la ciudad de Tombuctú, en Malí, así como al Nilo Blanco, en Sudán del Sur, donde forma los míticos pantanos del Sudd. En Colombia, a esta región del Magdalena se le conoce como depresión momposina, y los brazos principales que llevan el peso de la corriente reciben los nombres de Loba y Mompox, que nacen en la población de El Banco, justo donde ahora me encontraba.

Imaginé, en mi candidez, que a orillas de aquel puerto encontraría un bello malecón con vista a la corriente. Y que bastaría seguir la vía principal para llegar hasta allí y disfrutar de un atardecer sobre la ribera. Conduje pues, buscando esa quimera, preguntando a la gente. Pero, contrario a lo que pensaba encontrar, cada vez me internaba más en los arrabales del pueblo, hasta que llegué a un callejón de tierra sobre cuyo final se vislumbraba el río. Avancé incrédulo. A ambos costados de la vía se levantaban casas de bahareque, tabla y hojalata. Niños desnudos jugaban con tarros y botellas viejas que sobresalían a medias en los solares fangosos, olorosos a cieno podrido.

Una vez junto al río bajé del automóvil y respiré profundo. Debieron pasar unos minutos para asimilar semejante pobreza, que sin embargo el río acoge. Varios mototaxistas esperaban el desembarco de los pasajeros de un ferri que se acercaba a lo lejos. Por las precarias condiciones del lugar, costaba creer que aquel fuera el acceso a un puerto de comunicación municipal.
—¿Va a atravesar en el carro? —me preguntó el representante en tierra de la embarcación.

La ruta del ferri conectaba con la vía que lleva a las poblaciones de Barranco y San Martín de Loba. Pero yo quería continuar mi viaje por la carretera principal hacia Mompox. Agradecí la atención de aquel hombre y caminé sobre la orilla durante un corto tramo.

Al final de la playa de arena oscura una mujer atendía su pequeña chaza. Todos sus productos cabían en una especie de maletín de madera, un muestrario de golosinas baratas. También ofrecía café negro envasado en termos y le pedí uno.

Quería observar el río, pero no podía apartar la mirada de la mujer y de su hija de unos nueve años. La belleza de sus rostros me cautivó. La madre tenía una piel de tono marrón oscuro y embrujador que me llevó de inmediato a las historias de las Mil y una noches. Con quizá 35 años, ya sería algo mayor para las veladas persas de muchachas núbiles, pero bien podía pertenecerle. Su cabello comenzaba a teñirse de blanco y lucía en sus sienes de una manera que parecía seguir las líneas de la corriente del río.

Fue ella quien me señaló, con recatada paciencia y aun con alegría contenida, los brazos en los que se divide el río a partir de ese punto. A la izquierda estaban el de Loba y otro menor que pronto se le unía, y, a la derecha, el de Mompox. Ambos podían recibir el nombre de río Magdalena, como dos caras de una personalidad escindida. El Mompox, sereno y predecible, era el señor Hyde, de Stevenson, mientras que Loba, cambiante y rufián, era su doctor Jekyll. Solamente unos cien kilómetros más adelante volvían a conciliarse en un solo cauce, aguas abajo de la población de Magangué, para seguir rumbo al mar Caribe.

La mujer le dio una orden cariñosa a la niña para que se bajara de su asiento y me invitó a ocuparlo. Aunque en un primer momento rechacé el ofrecimiento al ver los ojos almendrados de la niña, finalmente acepté la cortesía de la madre. La silla se caía a pedazos, con su pasta quebrada por el calor del sol y remendada con alambre, pero se sentía como un verdadero lugar de honor. El café tenía un sabor único. Era dulce a la manera tradicional, y terroso como el río.

El ferri se acercaba. Era una embarcación en forma de planchón en la que venían un automóvil y una docena de motos, y quizá unas treinta o cuarenta personas. Algunos de los que bajaron se acercaron a la chaza. Me levanté mientras tanto y caminé hasta la misma orilla del río, más lodosa que arenosa. Me pareció estar completamente rodeado de agua, cuyo color café le agregaba a la imagen un elemento de tierra diluida.

Era allí donde a mi juicio debía estar aquel malecón de hermosa arquitectura, desde donde los habitantes del pueblo pudieran observar la partida y llegada de los viajeros, así como la separación en brazos del gran Magdalena. Pero no, todo en el puerto era pobreza y desdén hacia el río, y sin embargo una humildad prodigiosa de las gentes. Cuando los clientes se fueron, volví por un poco más de café donde la mujer y su hija.

A cada sorbo de mi taza y, seguramente por obra de aquella compañía femenina, me iba adentrando en mi imaginación. Antiguas preguntas asomaron en mi mente: ¿por qué no se llena el mar con tanta agua? ¿De dónde resultaba siempre agua disponible en la cima de las montañas? Les hice esas preguntas a mis anfitrionas y ambas sonrieron. Yo también sonreí y permanecimos en un agradable silencio durante un rato, tocados a veces por una brisa sutil.

Dos mil años atrás, el filósofo Séneca resumía en sus Cuestiones naturales las cinco ideas que había en ese momento acerca de cómo el agua del mar nutría de nuevo los nacimientos de los ríos. La primera decía que esta volvía por caminos escondidos a la parte alta de las montañas. En el recorrido se iba filtrando y perdía su salinidad, hasta llegar a los nacimientos sobre las cimas. La segunda, que los manantiales eran simplemente engendrados por las lluvias, recogidas como por una esponja en el seno de la tierra. La tercera, que los ríos surgían de un depósito subterráneo, dulce e inmóvil. La cuarta, que el aire acumulado y estancado en cavidades profundas de la tierra estaba sometido a condiciones que lo obligan a transformarse en agua. Y, la quinta, que había una transmutación perpetua entre elementos: la tierra también podía volverse acuosa.

Si bien en las tres últimas razones hay una magia que atrae, la predilección de Séneca era por las dos primeras. De estas, la segunda es la que ahora nos parece más de acuerdo con la naturaleza del agua en la tierra. A causa del calor del sol, el océano se evapora y forma nubes. Estas nubes se mueven hacia los continentes y allí se descargan. La lluvia penetra en el suelo y lo colma hasta cierta parte por debajo de la superficie. Cuando esta agua asoma a la vista, le damos un nombre según su forma y su naturaleza. Si es un cuerpo quieto le llamamos lago, con todas sus variantes. Si surge como una corriente será un río. Lagos y ríos continúan de esta manera más allá de sus márgenes, aunque bajo tierra. Caminamos sobre una especie de océano terrestre, que llena los poros del suelo que pisamos.

Esa agua, en su mayor parte invisible, sube y baja según las lluvias. En época húmeda su nivel se mantiene alto, mientras que durante la sequía se profundiza bajo nuestros pies. Y así los lagos y los ríos también suben y bajan, como siguiendo el ritmo de una lenta respiración.

El Magdalena, como cualquier otro río, es agua subterránea que asoma a la superficie. Mientras tanto, una sábana líquida oculta sigue acompañándolo a sus costados. También los muchos tributarios que le caen, así como las ciénagas que lo custodian, son manifestación de esa reserva subterránea.

La diferencia entre el agua del río propiamente y aquella que continúa bajo sus márgenes es que la del río corre más libremente. El líquido que sale a la superficie se entrega sin reparos a la fuerza de gravedad. Muchos ríos recorren miles de kilómetros para llegar finalmente al gran océano, solamente dejándose llevar. Mientras el hombre multiplica sus tareas buscando la cumbre del éxito, los ríos se dan a la aventura del descenso. Solo para algunos seres humanos está reservada la vana gloria —y para muchos la frustración—, mientras que todos los arroyos cumplen con creces su cometido.

En su camino, el agua de un torrente se trae consigo pedacitos de suelo y de rocas de las montañas, que en conjunto van en procesión rumbo al océano. Sin embargo, un río nunca se sobrecarga. Lo que no puede llevar lo deja en el camino. Otras aguas se encargarán más adelante. En esto los ríos parecen estar de acuerdo con unas bellas palabras de Demócrito, otro de los primeros filósofos: “Preciso es que quien quiera tener buen ánimo no sea activo en demasía, ni privada ni públicamente, ni que emprenda acciones superiores a su capacidad natural. Debe, más bien, tener una precaución tal que, aunque el azar le impulse a más, lo rechace en su decisión y no acometa más de lo que es capaz, pues la carga adecuada es más segura que la grande”.

Los métodos del agua no solo son más seguros sino menos esforzados. Aun así, el hombre los desestima. Cree que hay que emplearse más allá de sus capacidades, cuando entregarse es solo darse tal cual se es. Al contrario, se plantea una y otra vez la idea de quebrar sus límites, aunque en la mayoría de los casos ello solo trae consigo intranquilidad y agitación interior. Exigirse se ha vuelto un mandato en nuestra sociedad, como condición para llegar más lejos. Pero tan solo se trata de fluir, como hasta ahora ha sabido avanzar la naturaleza.

Así lo demuestran las aguas al dejar su huella en el mundo. Es tan vital y extendida su presencia que casi ningún lugar de la superficie de la Tierra ha estado exento de haber sido moldeado por ella. El agua busca un surco para correr y gracias a ese sencillo ejercicio se ha encargado de dar apariencia a la mayor parte de los paisajes de nuestro planeta: una hendidura entre colinas bañada en el fondo por un arroyo. No importa que corra actualmente por allí, o que lo haya hecho en el pasado remoto, su huella es imborrable.

Los ríos van destruyendo las montañas y las van llevando grano a grano hasta el mar. Y es seguro que lo lograrán, en algún momento de su paso por este mundo. Solo las fuerzas interiores de la Tierra les pueden hacer frente, levantando nuevas montañas. De no ser por ellas, los paisajes que vemos serían planos. Pero los ríos no se quejan de que las cordilleras se eleven de nuevo, pues, aunque a primera vista hagan que su labor parezca inocua, en realidad les permite asegurarse la eternidad. En planetas donde su agua dejó de correr hace tiempo aún es posible observar los surcos, los valles, los caminos de sus antiguos recorridos.

Era tan exigua la cuenta de mis dos tazas de café, que el billete de más baja denominación la cubría con amplitud. No había con qué pagar esa preciosa compañía. Estoy seguro de que, sin la presencia de las dos mujeres, el río no me habría hablado de la manera que lo hizo. Como verdaderas musas, me susurraron al oído la intimidad de la corriente. No en vano se dice que, en las épocas más antiguas, las musas eran las mismas ninfas inspiradoras de las fuentes de agua. Me despedí de ellas con la debida reverencia. UC

*Este texto hace parte del libro Grávido Río,
Editorial Eafit, 2019.

Universo Centro N°110

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