Número 110, septiembre 2019

Chocó no es tierra para débiles

Andrea Aldana. Fotografías por la autora

Fotografía Andrea Aldana

—¿Cómo es que vos te llamás? Laura, ¿cierto?
—Sí.
—¿Y vos cuántos años tenés, Laura?
—Quince.
—¿Quince? ¿Y cuánto tiempo llevás en la guerrilla?
—Esta es mi segunda vez.
—¿Cómo así?
—Sí. Es mi segunda vez acá. Yo ya estuve una vez pero me fui y ahora volví.
—¿Pero cómo así? ¿Por qué te metiste la primera vez? ¿Y por qué te saliste?
—Lo que pasa es que... Vea, no nos digamos mentiras, cuando uno se mete a la guerrilla por un hombre, le va mal.
—¿Vos te metiste a la guerrilla porque estabas enamorada de un guerrillero?
—Sí. Me fui detrás de él, pero no duré ni dos meses. Después nos dejamos y yo me fui pa la casa otra vez.
—¿Y por qué volviste a la guerrilla?
—Por mi casa.
—No entiendo.
—Es que en mi casa somos siete y solo está mi mamá. Muy difícil alimentar siete bocas. Ella no tiene cómo, no. Fue cuando decidí devolverme. Yo hablé con ella y le dije: “Vea, usted tiene que alimentar siete bocas. Bueno, pues ya a mí no me cuente. Cuenta con una menos”. Y le dije que me devolvía para la guerrilla.
—¿Y ella qué dijo? ¿Te dejo venirte así nomás?
—¿Qué me iba a decir? Ella no quería que yo me viniera, no; me rogó y todo. Pero dijera lo que dijera, una boca más es una carga más. Es muy duro ver la mamá llorando porque no tiene qué darnos de comer. En cambio estando acá uno hasta la puede ayudar.
—¿Y tus hermanos qué dicen?
—Hay uno que salió con que dizque también se quiere venir.
—¿A la guerrilla?
—Sí.
—¿Y vos qué le dijiste?
—No, que no. Él sabe que no puede. Ya está terminando el colegio y mi mamá quiere que sea alguien. Yo también quiero que él estudie y sea alguien, que llegue lejos.
—¿En algún momento te has arrepentido de haber ingresado a la guerrilla?
—Hay momentos en que me arrepiento porque en verdad quiero seguir estudiando; pero por otro lado no, porque aquí he aprendido bastante.
—¿Y qué quieres estudiar?
—Mi sueño siempre ha sido ser abogada.
—¿Y por qué no lo haces? ¿Por qué no estudias Derecho? Finalmente la guerrilla sí que va a necesitar abogados.
—¡Ja! Porque esa carrera es muy cara, y la realidad es que no hay quién pague esa universidad.

Fotografía Andrea Aldana

Y así, en las comunidades donde el agua más potable que se consume es el agua lluvia y donde no tener qué comer no es carreta de campaña, es como la guerra se cuela y pasa a ser un proyecto de vida.

Durante todo el año 2018, la Defensoría del Pueblo emitió 73 Alertas Tempranas en las que advirtió sobre los riesgos de reclutamiento forzado a los que estaban sometidos “niños, niñas y adolescentes”. Antioquia acumuló el quince por ciento de las alarmas y Chocó ocupó el segundo lugar con el doce.

Después de este grito, la Defensoría afirmó: “Los grupos armados al margen de la ley que realizan estas actividades ilegales son las Autodefensas Gaitanistas Colombianas, AGC; el Ejército de Liberación Nacional, ELN, y las disidencias de las Farc”. Pero pongamos el dedo en la llaga y, como dice Laura, no nos digamos mentiras: ¿quién está detrás de la forzosa decisión de una niña que se va de su casa e ingresa a la guerra para que su madre no tenga que alimentar siete bocas sino seis? ¿A quién le corresponde garantizarle un entorno seguro y por “entorno seguro” me refiero a que al menos tenga diariamente algo que comer?

***

Estamos escondidos bajo el techo de un rancho de madera en medio de la selva, una choza campesina algo destapada ubicada al lado de los restos de un campo de coca que ahora está abandonado y seco. Va uno, van dos, pero ahora son tres los helicópteros del ejército que nos sobrevuelan y nosotros somos cuatro los periodistas que estamos con la guerrilla: dos camarógrafos, dos reporteros.

Van veinte minutos de sobrevuelo. Hay susto. Suena otro helicóptero y otro. El comandante guerrillero dice que no están cerca y que si nos tuvieran ubicados, ya nos hubieran hecho un “desembarco”, es decir, ya se habrían lanzado soldados con cuerdas y estarían disparando sobre nosotros. Pero esto no me calma, yo siento que tenemos encima a toda la fuerza aérea colombiana. El comandante insiste:
—Además, esta tierra no es fácil, pa caminar este fango se necesita. Si soltaron gente, todavía necesitan por lo menos dos horas de caminata para llegar hasta donde estamos.

Treinta minutos... Sesenta... Hora y 45 minutos de sobrevuelo ininterrumpido. ¡Jesús! Pues si soltaron gente, estamos a quince minutos de que nos caigan. A quince minutos de quedar en la mitad de un combate entre el ejército y la guerrilla.
—¿Por qué no nos movemos? —pregunto—. ¿Y si nos caen?
—Porque no sabemos dónde están. Los helicópteros sonaron por aquí, por allí, por allí y por allí —dice el comandante señalando los cuatro puntos cardinales—; ¿y si terminamos cayéndoles nosotros por error?

Suena otro helicóptero. Este suena durísimo y nos pasa cerquititica. Por medio de un destapado que hay entre las hojas de la selva, el colega reportero y yo vemos pasar la aeronave y hasta alcanzamos a contar los soldados que van dentro del aparato. Se acercan diez metros más y hasta les cuento los lunares de la cara. “¡Mierda!”, pensé.
—Reunión urgente, muchachos — dije a los periodistas.
Nos reunimos en círculo y empezamos a improvisar el protocolo de seguridad:
—Qué hijueputa susto.
—¿Qué vamos a hacer?
—Todos de blanco ya. Camiseta blanca ya.
—¿Pero qué vamos a hacer si el ejército llega? Yo estaba pensando en tirarnos al río.
—No, no. A la loca no nos podemos poner a correr.
—¿Entonces qué hacemos?
—No sé. Lo primero es separarnos de la guerrilla, lo segundo es empezar a gritar “prensa, prensa” a la loca mientras agitamos una camiseta blanca por el aire.
—¿Y lo tercero?
—Confiar en que el ejército vea la bandera blanca y no nos dispare.
—¿Tú crees que nos dispararían?
—Yo creo que a ningún gobierno le conviene que maten a cuatro periodistas en un operativo militar. Pero es que otra cosa es la adrenalina, esa es la que actúa primero y piensa después.

Miro el rostro de Laura, la guerrillera de quince años, y noto cómo ella también observa el cielo asustada. De todos, es la que se ve más preocupada. El comandante guerrillero, en cambio, nos observa desde lejos, hay algo de tensión en su rostro pero lo que más resalta en su mirada es un dejo de burla. Somos un chiste para él. Intenta seguir calmándonos y como último recurso, bajo el sonido de las hélices en el cielo, decide ponerse a cantar una canción de los hermanos Mejía Godoy: “Vendrá la guerra, amor, y en el combate / no habrá tregua ni freno para el canto. / Sino poesía naciendo incontenible, / del cañón, de fusiles libertarios. / Vendrá la guerra, amor, y en el combate, / nos fundiremos en las barricadas. / Deteniendo las hordas criminales, / a punta de corazón, fuego y metralla”.

El comandante es alias Uriel, el que tiene más presencia ante las cámaras. El más buscado de la región. El premio gordo de los militares. Y preciso nosotros teníamos que estar con él. Como si no fueran suficientes los peligros propios que atormentan al Chocó. La guerrilla que nos recibe es el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Estamos en el litoral de los afluentes que se desprenden de alguna parte del río San Juan, ni idea cuál, pero con certeza es la parte que ellos dominan. Porque el resto del río, al igual que el Atrato, se lo disputan con las “disidencias” y las AGC.

Estamos con el ELN porque queremos conocer su dinámica en el territorio y su papel en este momento del conflicto en el país; y si no estamos en los territorios de las AGC o de los disidentes de las Farc es únicamente porque no nos han autorizado el ingreso. Y acá la autoridad son ellos.

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Fotografía Andrea Aldana

La disputa por el territorio entre los grupos armados al margen de la ley se ha incrementado en los últimos dos años. La salida de las Farc del escenario bélico dejó un vacío de poder que todos los actores armados se apuraron a llenar. Todos, claro, menos el Estado. Que desaprovechó tremenda oportunidad y siguió llenando el río San Juan con sus buques de guerra y sus botes de combate, y dejando al litoral sin escuelas, sin energía eléctrica, sin agua potable y sin puestos de salud.

Hace poco, el pasado 5 de septiembre, la vicepresidente de la República, Marta Lucía Ramírez, escribió en Twitter: “Hoy a los jóvenes del Chocó y de 10 departamentos más, les va a ser posible acceder a la educación virtual a través de 76 programas que hoy se ofrecen a través de la línea de crédito #MásColombianoQueNunca. #EducaciónQue- Conecta”. Y su intervención resulta hasta chistosa porque: uno, el mismo Estado en su Decreto 749 de 2018, con el cual creó la Comisión Intersectorial para el Departamento del Chocó, afirmó que en el “Chocó se evidencian deficiencias en materia de cobertura y calidad en educación, salud, alimentación, agua potable, saneamiento básico, seguridad, accesibilidad, infraestructura, [...] así como problemáticas ambientales que afectan la situación social, económica y humanitaria del departamento”, como para que ahora venga ella a ofrecerles una deuda. Y dos, porque el grueso del Chocó al que le ofrece “educación virtual” conecta energía eléctrica solo un par de horas al día a través de plantas de gasolina. Como escribí antes, la vice podría resultar hasta chistosa, pero el Estado allá no es ni siquiera un chiste. Es nada.

En consecuencia, la población quedó bajo la ley y el orden —o el desorden— de los grupos armados ilegales y la norma se la impone el fusil. Y en medio de los combates por aumentar este poder —poder que por supuesto incluye la recolección de impuestos, o vacunas, como les dicen los civiles—, han quedado confinadas cientos de familias sin poder salir de sus casas ni siquiera para buscar algo de comida. Situaciones que, por puro desespero, terminaron en el desplazamiento masivo de comunidades indígenas y afrodescendientes.

El 7 de septiembre de 2018, la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) emitió un comunicado en el que informó que desde el 21 de agosto, al menos 1640 personas (328 familias) se encontraban confinadas y cerca de 223 (61 familias) se habían tenido que desplazar forzosamente en los municipios de Bahía Solano y Juradó, debido a los enfrentamientos entre las AGC y el ELN. Al final, el texto también decía que un combate ocurrido el 26 de agosto entre estos grupos había causado la muerte de un menor de edad y había dejado heridas a dos mujeres indígenas.

La Defensoría del Pueblo, por su lado, emitió la Alerta Temprana No. 069 el 27 de agosto de 2018 y en ella advirtió que las comunidades presentan “desabastecimiento de alimentos, dificultad de acceso a medios de vida (actividades de pancoger), afectaciones en salud mental y necesidades de protección”. Advirtió de futuros desplazamientos y lo más grave: de contaminación por minas antipersona. En los años de la paz, volvían a minarse los territorios.

El grito de auxilio se repitió este año, en los primeros días de abril la Defensoría emitió la Alerta Temprana 017- 19 de Inminencia y ahora decía que los confinados eran 2778 más. Y que el enfrentamiento entre las AGC y el ELN ya no estaba solo en Bahía Solano y Juradó, se había expandido y ahora afectaba a nueve comunidades indígenas y afros del municipio de Bojayá: Villa Hermosa, Egoróquera, Playita, Unión Baquiaza, Mesopotamia, Napipí, Bocas de Opogadó, Carrillo y Pogue; territorios en los que se come porque se cultiva. Pero las minas y los combates, el temor al disparo del fusil, no estaban permitiendo que los agricultores salieran a cosechar.

¡Hambre! ¡Hambre es lo que había y aún hay en el Chocó! Y la vice ofreciendo educación virtual.

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Fotografía Andrea Aldana

En las ocasiones que entré a entrevistar al ELN junto a otros periodistas, que son varias, casi siempre nos fue a recoger el mismo guerrillero, Uber. Un hombre de treinta y algo, no sé bien. La última vez que lo vi me mostró la foto de su hija, ya adolescente, y no paró de contarme lo feliz que estaba porque por fin la había encontrado —la guerra los separó estando ella muy pequeña— y también me dijo lo bien que les había ido en ese primer reencuentro. Esta vez no fue a recogernos. Lo habían matado. En medio de un combate, la bala de un fusil le partió la cabeza y le reventó la vida. El cuerpo aún no lo recuperan. Suponiendo que los bandos en esta guerra están bien definidos y sin entender mucho de ella —obviamente— pregunté:
—¿Y por qué no entregan el cuerpo? ¿El ejército no debería devolvérselo a la familia? ¿O fueron las AGC?
—Fueron las disidencias.
—¿Las disidencias? ¿Cómo así? Ahora también están enfrentados con las disidencias?
—Uff, la pelea más grande ahorita es con ellos. Por un lado llegaron diciendo que eran el Frente 30 y que volvían, entonces que nos teníamos que ir, por otro lado se presentan grupitos pequeños y dicen que son disidencia y que también nos tenemos que ir, y por Juradó volvió uno que fue comandante Farc pero ahora se presenta como AGC, y lo mismo: que nos fuéramos. Entonces estamos enfrentados con todos.
—¿Y Uber?
—No, pues quién se va a ir a sacarlo de por allá.

Yo quería llorar, pero sus compañeros no se mostraban muy acongojados. A mí me daba pesar por Uber y por su hija, esa menor de edad que no llegaba a los dieciséis años y ya había perdido al mismo padre por segunda vez. Pero para sus compañeros es cotidiano. En la lógica del guerrero, la muerte se vuelve dama de compañía.

Estaba pensando en todo esto cuando vi a Laura, la guerrillera de quince años, y recordando su cara de susto por el sobrevuelo que nos habían hecho las aeronaves militares el día anterior, me acerqué y le pregunté que si a ella aún le daban miedo los combates. Me contestó que no. Me contó de un par de enfrentamientos que ya había tenido con el ejército y al final agregó que eso le había matado el susto.
—Bueno, pero en conclusión: ¿ya no te dan miedo los combates?
—No. Si a mí me dicen que hay que ir, yo voy.
—¿Y entonces ayer por qué estabas con esa cara de susto cuando nos sobrevolaron esos helicópteros del ejército?
—O sea… Eso… Eso fue… ¿Caras?... ¿Yooo?
—Sí señora.
—Eso fue porque miraba hacia el cielo y me tocaba mirar así por el sol.
—No señora, yo la vi. Pura cara de susto.
—Es que la verdad eran bastantes, jajaja.

Nos reímos un rato de eso y empezamos a hacernos un par de bromas suponiendo lo que hubiéramos hecho si hubiéramos recibido el asalto militar. Entonces empecé a comprender la guerra en el Chocó. Es tan irreal y tan lejano a nosotros lo que sucede en este territorio que terminas riéndote junto a una menor de edad porque unos soldados no te dispararon y no te mataron en la mitad de la selva.

Reía ahora de una hipotética escena macabra que no sucedió; tres noches atrás, escondida en una hamaca, sin poder dormir, y ahogando el llanto con un saco para que nadie me oyera, lloraba por otra escena que tampoco viví pero que sí ocurrió.

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Fotografía Andrea Aldana

—Me mataron a mi mamá, me la mataron, me mataron a mi mamá…
La voz quebrada de un niño de once años suelta ese audio por WhatsApp y el último “mamá” se oye lejano, como si apartara la boca del micrófono antes de soltar el celular. Como si algo acabara de llamar su atención. Lo imagino con paso presuroso de un lugar a otro, lo imagino tirándose del pelo, lo imagino tronándose los dedos, lo imagino llorando mientras patea con sus piernas delgadas las latas y la madera de su rancho. Imagino que suelta ese celular y corre hacia el hueco de la puerta porque cree ver regresar a la madre que nunca más va a volver.

“Me mataron a mi mamá”. Pasan tres segundos, el audio acaba y el silencio nos cae como bloque de granito. Estábamos solo una fuente, el colega reportero y yo. La voz del niño se apaga y yo inmediatamente me doy cuenta de que voy a escuchar una de esas historias que queman por dentro, que arden como arde el reflujo cuando se apodera del pecho. En Colombia asesinaron a una mujer —a otra—. Era madre. Y yo la conocía.

El nuevo cadáver no era de un líder social. No era activista. Era una mujer dedicada al rebusque. Era una persona que vivía con miedo en el Chocó. Alguien a quien mataron y no salió en las noticias. Pienso en ella, pienso en la única vez que la vi. Ahora era un cuerpo sin vida que dejaron amarrado a un tronco. Era nadie. Y gracias a esa nadie algún día yo me alimenté.

A las fieras que la asesinaron ella también las alimentó, pero estas, traicioneras, mordieron esa mano que les daba de comer. Vendía pescados y legumbres, los metía en una nevera de icopor y los transportaba a lo largo de la única vía de este vasto territorio: el río San Juan. Cruzaba —inevitable— las imperceptibles fronteras que sobre él trazan el ejército, la delincuencia común, las guerrillas y las nuevas expresiones del paramilitarismo. De ella comieron todas las fieras.
—Ay, Andrea, era mi amiga. Cómo matan a esa muchacha. Yo qué le voy a decir a usted, mija, ¿yo qué le voy a decir? Si vinieron por ella, en cualquier momento vienen por mí.

Mi fuente, dura, temeraria, que siempre está desafiante, recia, que siempre que voy a saludarla me recibe con un “Ya vino usted otra vez por aquí a hacerme perder el tiempo y con todo lo que tengo que hacer”, por primera vez está derrotada. Lo sé por sus hombros que en vez de altivos están caídos, por su mentón pegado al pecho mientras habla, por la lágrima en su mejilla derecha que ni siquiera tiene fuerzas de limpiar. Llora y yo quiero llorar. Por el niño huérfano, por la madre asesinada y por mi fuente, sobre todo por mi fuente, que es superpoderosa para mí y ahora pierde sus poderes. Quiero llorar pero me avergüenzo. El Chocó no es tierra para débiles.

La muerte la pude seguir casi en vivo como si estuviera escuchando un pódcast macabro. El primer audio es de la madre, la que asesinaron, pregunta cómo están las cosas por la vía, dice que tiene miedo, que le han dicho que “las cosas están muy calientes por ahí”, pero que ella necesita salir a trabajar. Vuelve a decir que tiene miedo y la voz no aparece más.

El segundo audio es del esposo, dice que en la vía hicieron un retén, que unos encapuchados bajaron a su esposa del transporte, que ella iba con el niño, que el niño se desesperó pero que los sujetos dijeron que solo la iban a retener un momento y la entregaban después; el hombre dice que no tiene ni idea de qué pasó con su mujer y pide, muy ansioso, que por favor le ayuden a ubicarla, que alguien haga algo para salvarla. El tercer audio vuelve a ser del marido, con tono seco y pesado, como el ruido de un puño cuando se deja caer sobre una mesa, su voz anuncia —y sus palabras golpean—: “Ya apareció. La mataron”. El cuarto audio es un niño quebrado en llanto que parece robarle el celular al padre por unos segundos porque necesita desahogar su furia y su impotencia: “Me mataron a mi mamá, me la mataron, me mataron a mi mamá”.

La fuente, pensando que es dato valioso, me extiende el celular para que vea las fotos del cuerpo (alguien lo retrató, creo que el marido), pero yo volteo rápidamente el rostro hacia el lado contrario y hago un gesto de desagrado como si hubiera ingerido una bebida amarga. El trago más amargo de la guerra: la muerte de los civiles que nunca hicieron, quisieron ni pidieron ser parte del conflicto.

En el territorio hay hipótesis sobre las fieras que la devoraron. Pero hay tantas, que no está claro de dónde vino la mordida. La bajaron en ese retén que mencionó el esposo en el audio. El niño imploró por su madre. Lloró. Los encapuchados —bondadosos ellos— le dijeron que se tranquilizara y que en unas horas se la iban a devolver unos caseríos más adelante, que ellos mismo la iban a llevar después hasta allá. La retuvieron toda la noche y al otro día, amarrada, la fusilaron; dejaron su cuerpo atado a un tronco —compasivos ellos— para que no se fuera a extraviar.

Pregunté las causas pero no pregunté por las consecuencias de ese crimen. La fuente en un comentario me dejó saber que el niño acababa de cumplir doce años y que en su cumpleaños hubo un momento en el que se aisló. El padre fue a preguntarle si estaba bien y el niño soltó un par de lágrimas y dijo que extrañaba a su mamá.

Todos quedamos en silencio y un par de horas más tarde alguien llegó por nosotros. Nos iban a llevar a otro caserío mientras las condiciones de seguridad se prestaban —habían militarizado el litoral— para que la guerrilla nos diera la entrevista. Me despedí de la fuente, seguí el recorrido y, en lugar de concentrarme en la preguntas de una entrevista que podía ser en cualquier momento o de pensar en las hostilidades a las que nos iba a someter el ejército si nos veía navegando el río tan tarde, todo el camino tuve al chico —del que solo conocí tres segundos de su voz y su llanto— en la mente. Lo imaginé cerrando los ojos muy apretados y deseando con furia que su mamá regresara. Lo imaginé después abriendo los ojos e imaginé la orfandad tan espantosa que debió sentir cuando entendió que nunca más la iba a volver a ver, que no iba a volver a tener el abrazo materno en un cumpleaños. Por la noche, mientras intentaba dormir en una hamaca, en mi mente también se coló ese otro chico de doce años que nos desgarró a todos mientras gritaba y pateaba una puerta al lado del cadáver de su madre. Ese pequeño que ya nadie recuerda. El hijo de María del Pilar Hurtado, la madre que las fieras asesinaron en Tierralta, Córdoba, frente a su hijo.

El hijo de María del Pilar quedó a cargo de tres hermanos, el chico de mi historia no sé de cuántos. El resto de mi viaje por el Chocó, que se extendió casi una semana, vi niños entre seis y doce años cargando a sus hermanos menores y no pude más que pensar en potenciales huérfanos. En madres asesinadas que a nadie importan. En unos versos de Safo:
Bajo tierra estarás, / nunca de ti, / muerta, memoria habrá, / [...] Ignorada también, / tú marcharás / a esa infernal mansión, / Y volando errarás, / siempre sin luz, / junto a los muertos tú.

No pude dormir entonces y sigo sin poder dormir ahora. ¿Quién duerme tranquilo en este volátil gobierno de fusiles? ¿Quién duerme tranquilo en la morgue Colombia? Solo los muertos.

No pregunté entonces pero ahora sí pienso en las consecuencias de ese crimen, de todos los crímenes: niños que crecen con el alma envenenada, materia prima para la guerra. Colombia, país de huérfanos.

Fotografía Andrea Aldana

***

Terminó el viaje al Chocó en el que cuatro periodistas nos afligimos juntos, nos asustamos juntos, nos burlamos juntos y nos reímos juntos. El último día, antes de irnos, muy en la mañana, vimos a los jóvenes de la guerrilla haciendo entrenamiento deportivo en una especie de cancha del caserío donde nos quedamos esa noche mientras un puñado de niños los observaban fascinados. No había fusiles cerca, solo muchachos y muchachas haciendo deporte y tapando su rostro con un trapo rojo para evitar quedar retratados o grabados en nuestras cámaras.

Yo me concentré en los niños. Traté de entender su fascinación. Y otra vez llegué a lo mismo: en los territorios donde hay nada la guerra se vuelve un proyecto de vida. Una lancha nos recogió y nos sacó del Chocó navegando por el río San Juan, la única forma de salir de ahí, porque en esa parte ni siquiera hay carreteras. Tardamos seis horas para volver a la civilización en la que se tiene conexión eléctrica permanente. En la que no hay guerra permanente. En la que te cobija la burbuja. Durante esas horas recordé los versos de la canción que cantó el comandante Uriel bajo el ruido de las aspas de los helicópteros que nos sobrevolaban; recordé a Laura, la asustadiza guerrillera de quince años, recordé el rostro de mi fuente derrotada y recordé al niño de once años, ahora huérfano, que por WhatsApp quebraba su voz para decir que a su mamá la habían matado.

Yo no canté bajo el ruido de las hélices del ejército. Intentaba pensar en una canción para un escenario así. Pero ahora solo estaba el ruido de la lancha sobre el río y el ronroneo del motor. La melodía de la huida. Atrás quedaba, como siempre, el Chocó. UC

Fotografía Andrea Aldana

Universo Centro N°110

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