CAÍDO DEL ZARZO
LA PUERTA EN EL MURO
Elkin Obregón S.
Narrador:
Prologuito tal vez oportuno para una narración que no cupo. Pero no se descarta.
Pasé durante muchos años mis vacaciones escolares en Sabaneta, en una pequeña finca familiar situada a un kilómetro de lo que hoy llaman casco urbano. Había bastantes en la zona, separadas por una invisible Línea Maginot: antes de llegar a la plaza y después de ella. La nuestra se ubicaba entre las segundas. No alcanzaba las tres hectáreas y en su mejor momento tenía dos vacas, dos caballos y un perro. Pero esta es otra historia.
Sabaneta era por entonces un corregimiento de Envigado, blanco, tranquilo y quieto; no se alzaban allí edificios ni decibeles, todo era discreto, incluyendo la iglesia. En la mitad de la plaza había una venta de tintos y gaseosas; después de la misa dominical, en ella tomábamos jugos los veraneantes, y mirábamos a los ricos del pueblo, de impecables arreos paisas, ventrudos, limpios como una patena, descalzos los pies.
Libres de endogamias o similares, abundaban los Montoya, los Vásquez, los Ossa, los Vasco. No había bobo del pueblo, pero sí ladrón de cabecera, Empella, al que ponían a la sombra un par de días cuando algún robo de cierta importancia aireaba el cotarro; después salía libre, con su fama de buen ladrón a cuestas.
A dos cuadras de la plaza, saliendo hacia Medellín, quedaba (tal vez queda aún) el Bombay; una cafetería en el día, una cantina en la noche, cabeza de la única bomba de gasolina del pueblo. El dueño, un Montoya, tenía varios hijos; uno de ellos “dio el salto”, pisó la universidad, se graduó de arquitecto. Su paso por las aulas no logró borrarle su cerrado acento campesino; tal vez por eso se ganó sin apelación en la gran ciudad el remoquete de Sabaneto; le hacía a la política, y por esas vías llegó a ser alcalde de Medellín. Tras esa hazaña hemos de abandonarlo, pues nada volvimos a saber de él.
Pasados mil años, el Bombay sirvió de locación para una escena de La virgen de los sicarios, película de Barbet Schroeder sobre la novela homónima de Fernando Vallejo. Esa circunstancia me animó a visitar con algunos amigos la reactualizada cafetería; estaba igual a la de mis recuerdos. Mientras nos servían aguardiente jugué con la idea de que los ocupantes de las otras mesas acaso fueran los mismos que las ocuparon en mi adolescencia. Ya bien aperado de guaros, y porque andábamos en carro, invité a mis compañeros a echar un vistazo a la finquita de mi pasado. Pero los tragos, por una parte, y por la otra un municipio aquejado ahora de gigantismo me jugaron una mala treta, y no pude encontrar la puerta en el muro.