En la otra tierra prometida
Antonio Ungar. Ilustración: Cachorro
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Estamos sentados a ambos lados de una mesita enclenque, en el corazón del miserable barrio de Shjonat Hatikva. La brisa fresca de otoño agita el pelo teñido de rubio de Jenny y mueve también los tenderetes del viejo mercado. En Shjonat Hatikva duermen, trabajan y comen casi todos los inmigrantes ilegales de la ciudad de Tel Aviv. Aquí se vende además más de la mitad de la droga y en sus calles se ofrecen casi todas las prostitutas callejeras de la ciudad. Son las tres de la tarde. Jenny y yo tomamos cerveza. Ya nos hemos visto otras veces. Me ha hablado de su infancia, de su hija, se ha quejado en todos los tonos de esta sociedad en la que, según ella, el que no es judío no tiene derechos.
Jenny nació en Apía, un pueblito cerca de la ciudad de Pereira, en los Andes colombianos. Es un paisaje de colinas verdes, haciendas de la época colonial, caballos, pueblos con tejados de barro rojo. Cuando Jenny tenía cinco años mataron a su papá a cuchilladas, en el billar de uno de esos pueblos de apariencia bucólica. Desprotegidas, sin un centavo, su mamá, ella y dos hermanas menores huyeron a Pereira.
En la ciudad su mamá trabajó lavando pisos en un hospital, primero, y vendiendo dulces en la calle, después. Jenny, siendo la mayor de tres hermanas, no pudo estudiar el bachillerato. Vendió dulces en las esquinas del centro de Pereira hasta que tuvo catorce años. Entonces, una noche de viernes, un hombre le ofreció dinero a cambio de sexo. Más dinero del que haría en una semana vendiendo dulces. Jenny aceptó, entre asqueada y temerosa del pecado. Ese hombre le contó a otro hombre su hazaña y así poco a poco Jenny se fue haciendo prostituta. A pesar de todas las advertencias y las peleas, la segunda hermana de Jenny, Patricia, también se volvió prostituta, primero en una discoteca en Pereira y después en Ecuador, en los balnearios turísticos de la Costa Pacífica.
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Antes de venir a Israel Jenny trabajó siempre en la misma calle del centro de Pereira. En esa calle hizo el dinero para criar a su hija, que ahora tiene ocho años. En esa calle conoció a su mejor amiga, Marcela. Nos interrumpe un mesero ofreciendo comida. Jenny lo saluda de beso y le pide la segunda cerveza para los dos. Después sigue hablando de Colombia. “Lo único raro que pasaba en esa vida era cuando aparecía un narco con ganas de fiesta, con ganas de comerse a una puta callejera y no a una modelito. Nos íbamos juntas las tres a las fincas de los narcos. Marcela, Patricia y yo. Patricia había vuelto de Ecuador al poco tiempo de irse. Las de los narcos son fincas con piscinas, tragos caros, mucha comida. Les servíamos toda la tarde y toda la noche. A veces hasta un fin de semana completo. Y volvíamos con la plata del mes entero”.
Una noche, en una fiesta de esas, el amigo de un narcotraficante le preguntó a Jenny si le gustaría irse para a Europa. Le dijo que dependía de ella: que si se animaba la podía poner a trabajar en Rusia o en Israel. Jenny llamó a su amiga Marcela y le oyeron la historia al hombre, que tenía acento español. Decía que la cosa era muy sencilla: les conseguían la visa de turista y las montaban en un avión. En el país de destino las estaría esperando alguien de la organización que las llevaría al puticlub. Les dio risa esa palabra, puticlub. Él les explicó que un puticlub es un bar muy grande, en una autopista, con show de striptease, trago y putas. Con los primeros meses de trabajo se pagaban el pasaje. De ahí en adelante todo era ganancia. Les dijo que se lo pensaran y les dejó un número de teléfono.
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El 15 de marzo de 2003 Jenny, Marcela y Patricia esperaban en una sala del aeropuerto El Dorado, en Bogotá. Habían viajado nueve horas en bus desde Pereira. Después de media hora de espera llegó uno de los emisarios del hombre que había propuesto el negocio. Dijo que había surgido un pequeño inconveniente, una cosa menor: no habían logrado que las autoridades israelíes les autorizaran entrar directamente a ese país. Tendrían que llegar a Egipto para desde ahí seguir en carro, unas cuatro o cinco horas, hasta Tel Aviv. “¿No me digan que se van a perder cuatro mil dólares al mes por no montar en un carro unas horitas?”, dijo el hombre cuando vio caras de duda.
Las otras dos miraron a Jenny y ella decidió que ya no había marcha atrás. Que no se subirían a un bus para volver a Pereira derrotadas. “Esa fue la palabra que pensé: derrotadas. Qué idiota que fui. Si solo pudiera devolver el tiempo”. El vuelo no tuvo contratiempos. Miraron las nubes, las montañas desde el cielo. Pidieron whisky. Hablaron de cuánto iban a extrañar la familia, la comida, la música. Jenny lloró pensando en su hija. Su hermana y su amiga le dijeron que con toda esa plata irían a visitarla una vez al año por lo menos y que además había quedado en las mejores manos.
Cambiaron de avión en Madrid sin contratiempos. A las siete de la mañana el segundo avión aterrizó en El Cairo. Los sellos que el hombre había mandado a poner en sus pasaportes en Pereira surtieron efecto y la policía las dejó pasar sin problema. Notaron que los hombres las miraban mucho; comentaron que si la cosa iba a ser igual en Tel Aviv, el dinero estaba asegurado. En la zona de espera estaban parados dos tipos muy delgados, altos, muy parecidos entre sí, ambos con bigote. Mostraban letreros con los nombres de las tres mujeres. No las saludaron. Las llevaron hasta una camioneta 4X4.
Jenny interrumpe el relato cuando termina la segunda cerveza. Se despereza con los brazos arriba, me sonríe coquetamente y me dice que vayamos al único parque que hay en esa zona de Tel Aviv y que está a pocas calles.
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En la camioneta, atravesando El Cairo, uno de los hombres les dio una botella de agua a cada una y les explicó por señas que el viaje se demoraría unas ocho horas y que se desviarían de la carretera principal durante cuatro horas para pasar la frontera alejados de los controles militares. Una vez pasada la frontera, una camioneta israelí las recogería para seguir. “Cuénteme más bien qué es lo que vamos a almorzar, señor don árabe, que yo no soy cuerpo glorioso”, dijo Jenny en español para hacer reír a las amigas. Por el camino las tres mujeres se maravillaron con la grandiosidad de El Cairo, con la inmensidad dorada del desierto.
Pronto salieron de la carretera principal y siguieron avanzando por un camino que se perdía entre las dunas. A las dos de la tarde se detuvieron en un palmeral en medio de la nada. Con el poco inglés de Patricia, consiguieron entender que a partir de ahí las llevaría un carro israelí. Los dos hombres armaron una tienda de tela que llevaban en la parte de atrás del carro y se sentaron a esperar. A las mujeres les dieron sánduches de almuerzo y las dejaron en el carro. Ellos comieron de contenedores metálicos y fumaron pipas de narguile.
Pasaron más de dos horas. Uno de los hombres se levantó maldiciendo y desde el carro intentó comunicarse por radioteléfono. Alguien le contestó. Muy alterado gritó y maldijo. Le colgaron o la señal se cayó. “Se puso tan bravo que de un puñetazo rompió la consola del carro y volvió maldiciendo a la carpa. Diez minutos después sonaron las aspas de los helicópteros. Volaban muy alto, eran dos helicópteros color arena. Me imagino que eran militares. Los dos tipos se metieron más en la tienda, escondiéndose. Cuando los helicópteros se fueron corrieron al carro, sacaron dos ametralladoras del baúl, nos sacaron a empellones, tiraron nuestras maletas a la arena y se fueron”.
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“Lo primero que hicimos fue meternos en la tienda para buscar sombra. Ahí nos quedamos toda la tarde, discutiendo si debíamos seguir o devolvernos. Nos comimos lo que los tipos habían dejado. A las cinco de la mañana empezamos a caminar. En la dirección opuesta a donde creíamos que estaba El Cairo. Caminar en el desierto es como entrar en otra dimensión. Cuando uno lleva una hora parece que llevara cinco. Si no va preparado para cubrirse, lo quema el sol que está en el cielo, el que se refleja en la arena y el que brilla en el polvo que hay en el aire. Cuando llevábamos tres o cuatro horas nos dimos cuenta de que no íbamos para ninguna parte, que no había rastro de pueblos ni de casas ni del mar.
Pero seguimos. No teníamos más alternativa. Seguimos hacia donde creíamos que estaba Israel. Así nos llegó la noche. Hacía un frío tremendo. Marcela temblaba debajo de la ropa con la que nos habíamos cubierto las tres. A la mañana siguiente empezamos a caminar con la primera luz. Tres horas después Marcela se nos desmayó. Logramos revivirla con lo que quedaba del agua. Seguimos caminando, casi cargándola entre mi hermana y yo. Así todo el día, deteniéndonos solo para cubrirnos mejor del sol. Cuando ya no pudimos más nos hicimos muy juntas y nos cubrimos con la ropa y esperamos a que atardeciera. Por la noche hizo mucho frío.
Empezamos a caminar dos horas antes de que amaneciera, pero no nos sirvió de nada. A mediodía Marcela se volvió a desmayar y ya no se levantó más. Empezó a temblar y a decir palabras raras. No teníamos agua ni comida para darle. Le hicimos sombra como pudimos con la ropa, pero sudaba mucho más que nosotras. Estaba muy caliente. Como a las tres horas empezó a convulsionar y así estuvo una hora hasta que se nos murió. Mi hermana se quedó paralizada del miedo y le dije que nos largáramos. Que teníamos que encontrar a alguien. Como ella no se paraba, yo me puse como loca y le pegué patadas y puños hasta me siguió”.
Jenny interrumpe su relato y se voltea para que no le vea la cara. Está llorando. Llora todo el camino hasta el parque. Nos sentamos en una banca. “Esa noche la pasamos las dos muy abrazadas, cubiertas de ropa. Le dije a mi hermanita que tal vez estábamos dando vueltas, que tal vez no habíamos avanzado. También le dije que por lo menos si nos moríamos, nos moriríamos juntas”. En el prado del parque están sentadas las familias de aquellos a quienes los israelíes llaman trabajadores temporales. Israel solamente otorga permisos de residencia permanentes a judíos. Los permisos de trabajo limitados son otorgados para oficios específicos (sobre todo limpieza, cuidado de ancianos, construcción) y tienen una validez máxima de cinco años.
Desde nuestra banca, bajo la sombra de un gran cedro, podemos ver a los africanos y a los latinoamericanos y a los filipinos aprovechando al máximo el sábado, día de descanso en Israel. “Por la tarde de ese día se me murió mi hermanita”. Jenny me saca de la contemplación con ese golpe. “No convulsionó ni tembló como Marcela. Se cayó bajando de una duna. Como si le hubieran pegado un tiro. Ahí se quedó, con la carita medio enterrada en la arena. Ya llevábamos casi tres días sin comer y sin beber. La miré, intenté arrastrarla de los brazos. No pude. Estuve como cinco minutos mirándola, mirando su cuerpito. Y ahí sentí que me poseía una fuerza más grande que yo. Yo creo que fue mi Dios, porque lo que vi en el sol fue la carita de mi hija sonriendo”.
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“Le pedí a mi Dios que no me dejara morir. Que me hiciera aguantar. Por mi hija. Me repetí mil veces que si me moría mi hija y mi hermana menor iban a acabar de putas como yo. Después de dos o tres horas todo se puso blanco y pensé que yo también me había muerto. Era una sensación tranquila, sin dolor ni preocupación. Me desperté en el hospital Wolfson, aquí en Tel Aviv. Mi habitación estaba llena de periodistas y cámaras. Salí en los noticieros. Hasta me asignaron una médica que era judía argentina y hablaba español. La médica me explicó que cuando estuviera curada, la policía me llevaría al aeropuerto para deportarme, porque no tenía documentación legal para estar en Israel. La médica me dijo también que el hospital había intentado comunicarse con la embajada colombiana, para ver si se podía hacer algo con mi situación migratoria. Pero allá no habían querido saber nada de ese escándalo. Gracias a esa doctora, que hizo de traductora, pude contarles a los periodistas que mi hermana y Marcela se habían muerto en el desierto”. La noticia fue reproducida por las agencias internacionales y al final el escándalo fue tan grande que la embajada colombiana tuvo que colaborar con el ejército de Israel en la búsqueda de los cuerpos y tuvo que cubrir también los gastos de la repatriación de los cadáveres. “Como debe ser”, sentencia Jenny.
“La doctora también me regaló plata para hablar con mi casa en Pereira, con mi mamá que lloraba mucho por la muerte de mi hermana, y con mi hija, que me contó del colegio y me dijo que me quería”. La tarde avanza entre las copas de los árboles. Empieza a hacer frío. El parque se va vaciando. Se nos acerca un niñito filipino de unos tres años que corre detrás de una pelota. Jenny le devuelve la pelota y le sonríe. Aparece la mamá del niño, mira a Jenny de arriba abajo y se lleva al niño. Jenny se ríe con desprecio. “Ya estoy acostumbrada a esa mirada. Yo creo que todas las mujeres son putas de corazón, sobre todo las casadas. Como les da miedo aceptarlo, pues nos discriminan a las que somos putas de frente. Y además todas creen que les vamos a quitar los maridos”.
Nos quedamos callados cinco minutos mirando el cielo, que se ha puesto rojizo. Jenny sigue con su relato. “Ocho días después de estar ingresada, yo ya me conocía bien las escaleras, los ascensores, las salidas del hospital. Dos horas antes del traslado entré al baño compartido con la habitación de al lado, salí por la otra habitación sin mirar atrás y me les perdí. Lo primero que hice fue venirme para acá. A pie, siguiendo solo mi instinto. Como si pudiera oler donde estaban las putas. Salí del hospital a las diez de la mañana y a las doce ya estaba aquí en Shjonat Hatikva. No sabía nada de hebreo, no sabía nada de nada. Y sin embargo mi Dios me volvió a favorecer porque fui a parar esa misma noche a una cafetería de colombianos. La cafetería Don Delicioso. La dueña es una paisana que también fue puta en su juventud.
Me reconoció del noticiero. Me dijo que no tenían trabajo para darme, pero que me podía prestar mil shekels (trescientos dólares). Me los dio así, porque sí, sin condiciones. Yo me puse a llorar de la emoción. Esa señora me salvó la vida. Lo que hice con la plata fue alquilar una pieza aquí en el barrio y guardar doscientos shekels para una emergencia. Ya tenía asegurada la cama. Ahora era cuestión de conseguir la comida. ¿Qué más iba a hacer sino lo que sé, lo que he hecho desde que tengo catorce años? Pues eso. Poco a poco fui encontrando las mejores esquinas, conociendo a otras latinoamericanas, sabiendo qué hacer con la policía, aprendiendo algunas palabritas necesarias, entendiendo cómo funciona el negocio en este barrio”.
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Jenny detiene su relato. Suspira largamente. Me dice que vayamos a su calle. Ya casi empieza a trabajar y tiene que cambiarse. Un mes después de hecho el préstamo pudo devolverle los mil shekels a su benefactora, en promedio cada año envía unos tres mil dólares a su casa en Pereira. Dice que tiene amigas pero que no son colombianas. Las colombianas en Shjonat Hatikva no son de fiar, dice, porque están muy metidas con heroína y en sus palabras “una heroinómana traiciona hasta a la mamá”. Sus amigas son las búlgaras y las brasileras.
Me dice también que sus clientes se reparten entre judíos blancos, judíos árabes y árabes musulmanes, “aunque a los que más les gustan las putas en este país es a los judíos religiosos: entre más ortodoxos más putañeros”. Esa sentencia desconcertante de Jenny me la confirma más tarde Nechama Birger, médica voluntaria en el Centro de Atención a Prostitutas Adictas, una ONG que trabaja en el corazón del barrio. Aproximadamente el cuarenta por ciento de los clientes de las prostitutas en Israel son judíos ultraortodoxos. “La vida sexual en esas comunidades es tan controlada y restringida que algunos de sus miembros buscan a las prostitutas: eso hace que sean también el tercer colectivo más vulnerable al sida, después de los drogadictos y de las prostitutas, y por encima de los presos”.
Le pregunto a Jenny si ha podido viajar mientras ha estado aquí. Me dice que no. Que toda la plata que ha tenido se la ha mandado a la familia. Que su hija ya hizo la primera comunión en Pereira con una fiesta por todo lo alto, como manda la tradición. Y que su hermana menor está haciendo un curso de secretariado en un instituto privado. Que ella paga todo. “Pero claro que me voy a dar mi paseíto antes de volver. Quiero ir a Belén, en donde nació nuestro señor Jesucristo, y a Jerusalén, en donde resucitó. ¿No ve que yo también soy una resucitada?”, dice con una sonrisa que quiere ser coqueta pero lleva en el fondo una tristeza muy larga.
Subimos a su pieza. Está en un tercer piso sin ascensor. En la pared tiene pegadas más de diez fotos de su hija, incluida la de la primera comunión. Tiene también fotos de su mamá y de su hermana menor. Hay además un afiche con la imagen de Cristo y un calendario en español. Todo sobre una mesa con una estufa eléctrica, ollas, platos, vasos y cubiertos. Al lado está la puerta del baño. Frente al muro de las fotos hay una larga cortina negra, que empieza en el marco de la puerta de entrada y parte la pieza en dos. Del otro lado de la cortina están la cama, un espejo, una mesa de noche y une ventana minúscula que da al mercado.
Jenny se sienta en la cama. Saca la billetera del bolso y me muestra una foto en la que ella y dos mujeres muy jóvenes, muy bellas, posan en bikini junto a un caballo. Se alcanza a ver una piscina detrás, y más lejos, colinas sembradas de café. “Son Marcela y mi hermanita. En una fiesta de narcos, en Pereira. Siempre las tengo cerca”. Después yo me quedo del otro lado de la cortina, mientras ella acaba de ponerse su uniforme de trabajo. Sale diez minutos después con tacones muy altos, minifalda, labios rojos. Mientras bajamos le pregunto si se quiere quedar a vivir ahí, en Israel. Se ríe en voz alta. Me dice que está loca, pero no tanto. Da el primer paso sobre el andén ya oscuro. Se gira todavía sonriente y me dice, “En todo caso el pasaje de vuelta va a ser por cuenta de los israelíes, cuando me deporten”.