El fuego que tiembla en el cielo
Santiago Rodas. Ilustración: Titania Mejía
Julián Mesa, niño de doce años,
gritaba con todas sus fuerzas,
frente al monte que iba a quemar:
—“¡Harto viento San Lorenzo, harto viento!”.
Jaime Jaramillo Escobar
Para mis amigos en La Loma
Era relativamente sencillo.
Había que estar atento a las
señales: el tamaño del fuego
en la mecha, la velocidad del
desplazamiento, el número
de pliegos que lo conformaba y prever
el lugar de la caída, ya fuera una manga,
alguno de los techos de las casas del
barrio o una unidad cerrada, para agarrar
la candileja y ser el dueño de segunda
mano. Además, se debía tener
especial cuidado con el Cabezón, pues
decían (nunca lo comprobé) que andaba
con una patecabra encima y manejaba
su Plus sin frenos por las lomas de Los
Parra y Los González. Era una leyenda
para los que nos dedicábamos al oficio
de coger globos en diciembre, porque
nos doblaba en edad y le teníamos miedo
a su fama en las peleas.
Todo el año esperaba a que fuera primero de diciembre para salir desde las siete de la mañana, muchas veces descalzo, a perseguir globos durante el día entero como si no hubiese nada más en el mundo. A mi casa tan solo me asomaba para darme los tres golpes. Mis padres conocían bien mi pasión desmedida por los objetos voladores y como unos monjes budistas la aceptaban sin reparos. Había días en que regresaba a las seis de la tarde, en pantaloneta, descalzo, la cara tiznada, con un pedazo de papel doblado debajo del brazo y la sensación tranquila del deber cumplido en el estómago.
Estábamos en el final de los años noventa en esta ciudad y, pese a que me tocaron de cerca las explosiones de dos carrosbomba, la violencia era algo que llegaba a mi barrio por la vía de los noticieros. Habitábamos en una relativa calma. Vivíamos en la mitad de El Poblado, debajo de lo que luego sería el Centro Comercial El Tesoro y muy cerca de la iglesia de La Visitación, a media cuadra de los ricos más ricos, los narcos más coronados y los políticos más mandones.
Las batallas campales por los globos se daban entre los barrios populares de El Poblado. Yo pertenecía al grupo denominado La Loma, pero también mandaban sus ejércitos a la contienda El Garabato, El Hoyo, La Chacona y El Chispero; cada uno tenía sus subgrupos y sus estrategias. La nuestra consistía en llevar espejos para atraer al globo. La técnica era sencilla y certera: se apuntaba con el espejo a la mecha encendida, el globo bajaba y se acercaba hasta quedar a un manotazo de distancia, una técnica que nunca nos defraudó aunque nunca se comprobó científicamente. Mientras más pliegos tenía el globo muchos más perseguidores se agenciaba; esos eran los momentos para tener más cuidado porque los envidiosos que no lograban agarrar la candileja aprovechaban la confusión y lo rasgaban por alguno de sus lados. En esos pogos con música de diciembre en el fondo, se asomaban la cabeza calva del Cabezón, la mano peluda del Burro, la altura de los Flacos, la habilidad escurridiza, producto de la capoeira, de Ánderson, la gordura de Checheta, entre muchos otros. Ahí en ese maelstrom se desencadenaban las peleas, los más grandes se amenazaban con golpizas o directamente se templaban a trompadas. Nadie se tomaba el oficio a la ligera. Era cuestión de honor ser quien agarraba el mayor número de globos.
Una noche desde mi cuadra vi caer uno a lo lejos, por Sauzalito. Con una mirada sutil les avisé a mis amigos con los que jugaba y de inmediato corrimos por la calle 1 sur, loma abajo, esquivando Toyotas y Nissans de vidrios polarizados, bajamos por la Transversal Inferior. Fuimos los únicos presentes en la caída del cojín de 32 pliegos.
El globo estaba sobre la copa un árbol de mangos dentro de una unidad cerrada. Después de discutirlo decidimos que entraríamos dos, los demás vigilarían por si aparecía alguien. Mi amigo y yo trepamos por la malla, sobrepasamos los alambres de púas y logramos llegar al otro lado. Yo escalé el árbol hasta agarrar el globo de una punta, alcancé la candileja, luego soplé y apagué la mecha, le quité los alambres dulces sujetos a la candileja que estaban tibios todavía y escuché un grito: “¡Brolín, Brolín, se vino un celador!”. (A mí me decían Brolín porque alguien en el barrio decidió que me parecía a Tomas Brolin, jugador sueco muy recordado por su participación en el mundial de fútbol USA 94). Los dos amigos afuera de la reja se escaparon. Yo me quedé estático, frío. Abajo un celador con camisa azul apuntaba con una escopeta a mi amigo y le preguntaba con insultos y gritos qué hacía ahí metido. Mi amigo alzó la mano y me señaló, el celador vio el globo desinflado en el árbol, no le dio importancia y siguió insultando a mi amigo que no articulaba palabra. El tipo no me había visto entre el follaje. Lentamente le saqué el aire al globo, lo doblé en medio de las quejas del celador que se tranquilizaba poco a poco, lo metí bajo mi camiseta y dejé la mecha en una de las ramas. Descolgué el árbol y caminé con cuidado detrás del celador que arrastraba a mi amigo de la camiseta, luego me escondí en los parqueaderos. En la portería el celador le advirtió a mi amigo que si se volvía a meter a la unidad le iba a disparar. Yo salí después de un rato, como si nada, por la potería principal con el globo doblado entre la camiseta, simulando ser uno de los adolescentes que vivían en esa unidad cerrada. El portero no me dijo nada. Salí triunfante. Cuando conté la historia nadie me creyó, solo el amigo al que le apuntaron con la escopeta sabía la verdad, pero no se atrevió a decirle a nadie en el barrio por miedo al castigo de sus padres.
Además de ser cazadores-recolectores también éramos productores de globos. Cavecha, el arquitecto del papel, se encargaba de los diseños y de la hechura, tenía un cuaderno cuadriculado en el que nos enseñaba las ideas y los nuevos bocetos. El más grande fue de 2048 pliegos, con una altura de más o menos veintiún metros, dos mechas que hubo que transportar en un carrito de supermercado y la candileja hecha con varillas de hierro pegadas con soldadura. El lugar para poder soltarlo debía estar limpio de cables de luz y árboles para que el globo pudiera despegar sin problema, entonces escogimos la manga que se sitúa abajo de El Tesoro y arriba del edificio Mónica.
El día de los despegues de los globos nos reuníamos desde temprano personas de todas las edades para ayudar, pues se necesitaban más de quince asistentes de vuelo. Había que sostener cada una de las puntas para tensarlo, incluso se tenía un ventilador eléctrico para que le entrara aire y tomara forma, además, había hilos amarrados para sostenerlo en pie cuando estuviera totalmente inflado. Eran momentos de mucha tensión puesto que con cualquier error el globo podría romperse o quemarse, pero, una vez lograba despegar, la gente echaba pólvora y aplaudía y se emborrachaba como si con ese pedazo enorme de papel se fueran las penas y los desencantos de sus vidas.
Pese a todo el tiempo invertido en la cacería, tan solo pude agarrar cuatro globos. Los reciclé y los volví a tirar al cielo en el que habitaron en su estado natural. Era casi una ley, si cogías un globo había que soltarlo días después para que siguiera con su ciclo normal y otra persona lo capturara y lo volviera a soltar para que el cielo de Medellín en diciembre se mantuviera plagado de lucecitas que hacían juego con las estrellas.
Luego llegó el tiempo de la prohibición. La razón, dijeron los medios, había sido una serie de incendios por culpa de los globos en unas bodegas en el sur, un almacén en el Centro y de unas casas en el norte. Incluso, había gente contratada en las empresas para estar alerta, se paraban en los techos para vigilar día y noche que los globos no fueran a causar un incendio. En el barrio bromeábamos con dirigir nuestros globos a lugares específicos como si fueran palomas mensajeras y así causar un perjuicio a los lugares que nos disgustaban como la casa de alguna exnovia, Almacenes Ley o La Alpujarra.Después de unos años el barrio se fue apagando poco a poco. La policía empezó a perseguir a los globeros y nosotros, bajo esas circunstancias, buscamos entretenimientos menos incendiarios. Crecimos como personas de bien, con la mecha apagada. Ya no guardábamos espejos en los bolsillos y si lo hacíamos era para mirar nuestras caras y arreglarnos los bigotes incipientes que se asomaban. Si caía un globo cerca dejábamos que la ley de la gravedad hiciera lo suyo sin inmutarnos. Era el tiempo de tomarnos en serio nuestras vidas, dejar de perseguir papeles de colores con figuras geométricas, y dedicarnos a edificar nuestras personalidades, conseguir pareja, elegir una profesión.
Algunos de mis amigos se fueron del país, otros se volvieron tatuadores, otros ejecutivos de banco, otros formaron familias, otros terminaron de porteros, otros de profesores de inglés. Sin embargo, cada vez que nos juntamos en el barrio, en algún diciembre, en medio de conversaciones más o menos adultas, con cervezas o vasos de ron con hielo en nuestras manos, alguien dice con seguridad, sin necesidad de señalar con el dedo: “Un trompito de 64, un cojincito de 32, una estrella de los de El Garabato” y todos apuntamos nuestras miradas a la lucecita que flota en el cielo, decimos sí con la cabeza, en silencio, y pareciera que cada uno de nosotros, en vez de ojos, tuviéramos pequeños espejos que apuntan a las llamas que tiemblan en el cielo y se empiezan a apagar.