Número 96, mayo 2018

Uppercut para un tal Jack London
Mario Duque. Ilustración: Hansel Obando
 

Ilustración: Hansel ObandoSe despertó con el recuerdo vívido del sueño. Lo sorprendió menos la exacta reproducción de una imagen, la clara reaparición de aquel momento evocado en la noche, que la capacidad de la memoria para revivir la forma y la textura del pezón que una vez tuvo en la boca.

Se quedó en la cama, tendido boca arriba, reconstruyendo el recuerdo. Aguzó los sentidos para ver si podía, acaso, volver a sentir aquella otra piel, respirar de nuevo ese olor, un recuerdo vago de agua de rosas quizá, que no volvió a encontrar después.

Dejó que pasara la erección antes de levantarse. Pensó en hablarle sobre el sueño cuando se vieran, organizó las palabras en su mente. Desechó la idea mientras se bañaba, no porque le pareciera inconveniente o porque lo apenara, sino porque lo sabía un esfuerzo inútil. Dudó sobre si le molestaría o no que se lo recordara.

Se demoró en la ducha hasta quitarse el olor a sudor acumulado tras los días de entrenamiento y se enfocó en la pelea del viernes en el ring de la Colombiana de Tabaco, donde vio a Pica Pica noquear a Marmolejo unos años atrás. Ensayó un par de golpes contra el chorro de agua, salpicando el techo y el suelo más allá de la cortina. Un crochet que juzgó demoledor y un rápido uppercut con el que confiaba dejar en la lona al pegador que se hacía llamar Jack London, a quien definían, en un artículo en El Colombiano sobre la segunda reunión de boxeo de la temporada, como un notable luchador y boxeador de la montaña. A él, Miguel Gutiérrez, ni lo mencionaban.

Faltaban menos de veinticuatro horas para el combate con el cual esperaba poner fin a la seguidilla de derrotas que lo alejaron del calendario oficial, del aplauso del público y de los carteles con su nombre: Gutiérrez vs. Kid Manodura, Gutiérrez vs. Kid Chocolate, Gutiérrez vs. Mex Espinosa.

Eran diez asaltos, un preliminar ante pocos espectadores y sin apuestas, supuso; una oportunidad de volver al boxeo, echarse unos centavos al bolsillo y dejar de malvivir por lo menos durante dos semanas. Pero eso sería mañana. Hoy tenía un asunto por solucionar. El asunto tenía nombre de mujer. El asunto se llamaba Laura.

Dejó caer el agua fría sobre la nuca y alzó los hombros un par de veces, estiró el cuello, inclinó la cabeza hacia los lados y se encontró de nuevo con el recuerdo de esa única noche y de aquella última derrota que le dejó la nariz torcida y una ceja rota. Había visto pelear a Kid Muelas antes. Sabía del peligro de su mano izquierda. Creyó que sabría cómo pararla. Vio a Laura casi al final de la pelea, sentada entre el público, mientras el árbitro iba por el número siete y él luchaba por no quedarse tirado en la lona. Laura lo encontró luego en un rincón, sentado en un banquillo y quejándose del dolor en la mandíbula.

La conocía desde niño. Le bastaba cruzar la calle para encontrarla y salir a correr por el barrio, jugar a las bolitas o elevar cometas en los lotes sin construir que aún quedaban en Aranjuez. Fueron a la misma escuela, hicieron la primera comunión juntos. Por celos le espantó, a golpes, un par de pretendientes. Laura era de él, pensaba, pero nunca se animó a decírselo. Y no se dio cuenta de que Laura era de ella y punto, que el barrio y la vida doméstica le estaban quedando pequeños a su amiga.

Se hizo boxeador robándole horas al oficio de albañil que heredó de su padre. En la mañana alzaba ladrillos y en las tardes atinaba puñetazos... y los recibía. Ganó algunos combates, los suficientes para hacer parte de las temporadas de peleas, para soñar con ser campeón. Y luego empezó a perder, por puntos, por nocaut. Un día sí, otro también.

Se encerró en su casa a rumiar las derrotas. Apenas salía para ir a trabajar o a entrenar con desgano. Ya no se asomaba a la ventana para ver pasar a Laura, vestida de estudiante, hacia el Instituto Central Femenino. Se le estaba volviendo un recuerdo, una imagen difusa. Por eso le sorprendió verla entre la gente mientras él estaba tirado en la lona, sin encontrar la fuerza para levantarse, y lamentó que lo viera así, derrotado y sin fuerzas, en la penumbra del camerino.

Ella le quitó los guantes ajados, le lavó la sangre seca de la cara, le frotó los brazos todavía entumecidos por los golpes. Se dejó atraer hacia su cuerpo adolorido mientras le contaba que había ido a verlo para despedirse. Apenas si la oyó decirle que se iba del barrio, de la ciudad. No la escuchó cuando le dijo adiós. La tenía atrapada entre los brazos, más incluso que a Kid Muelas antes de que se le escapara quién sabe cómo y sacara el gancho de izquierda que dio por terminada la pelea.

Laura, en cambio, no se soltó. No lo intentó siquiera. Lo dejó hacer mientras le acariciaba el pelo revuelto. Metió sus manos gruesas de boxeador bajo la falda, hundió la cara hinchada en su pecho, se levantó de golpe como hubiera querido hacerlo en el cuadrilátero y la llevó cargada hasta la camilla donde le pusieron fin a un deseo de diez años según sus cuentas, tal vez más en las de ella.

No le preguntó para dónde iba. No le pidió que se quedara. Tampoco fue a despedirla a la estación del tren. Escribió un par de cartas que nunca le envió. Recibió otro par sin estampilla ni remitente. Creyó verla alguna vez caminando por el parque de Bolívar. Luego le perdió el rastro, hasta que recibió el telegrama donde le indicaba el día, la hora y el lugar donde, esperaba ella, pudieran verse. Buscó el papel en el bolsillo del saco: 9 de abril. Café Regina. 3:00 p.m. Miró el reloj. Eran las dos de la tarde.

Estaba a punto de abandonar la espera del tranvía e irse a pie, cuando oyó el traqueteo de las latas que advertía que se acercaba; miró de nuevo la hora y entendió que ya no alcanzaría a comprarle algún detalle antes de llegar hasta el popular café, ahí en la esquina de Boyacá con Palacé.

Sintió angustia, pero antes de poder definir si era por ver a Laura o por el tal Jack London, el vehículo frenó sin previo aviso sobre la carrera Bolívar, un par cuadras antes del parque de Berrío. ¡Mataron a Gaitán, mataron a Gaitán. Godos hijueputas!, gritó alguien desde la acera. ¡Abajo Ospina Pérez, abajo los godos!, respondió alguien más. La noticia lo cogió con la guardia abajo. No era gaitanista, pero entendió el enojo de quienes corrían y gritaban por la calle interrumpiendo el paso del tranvía. Tampoco simpatizaba con Ospina Pérez o Laureano Gómez. Incluso, siempre pensó que en el Congreso, en lugar de curules, deberían poner un ring. Se abrió paso a trompicones para bajarse y vio que la multitud inundaba ya toda la calle.

Atravesó a zancadas la plazuela Nutibara, llegó al parque de Berrío por Bolívar y se detuvo en la esquina opuesta a la del Regina, que ya estaba en llamas. Corrió buscando a Laura entre la gente que huía y tardó en darse cuenta de que él andaba sobre un tapete de vidrios rotos, restos de las vitrinas hechas pedazos.

¡Abajo los curas!, le espetó un tipo en la cara. Gutiérrez lo empujó y gritó, ¡Laura! Le pareció verla, asustada, intentando entrar a la iglesia de la Candelaria. Oyó que alguien lo insultaba y pedía vivas para el partido Liberal. Sabía que el asunto era con él, pero tenía otros afanes. Quiso correr hacia donde le pareció haberla visto. Sintió una mano que lo sujetaba con fuerza y lo tiraba al piso. Alguien, no supo bien por qué, lo acusó de godo. Se puso de pie como pudo, entre la turba. Otro empujón por la espalda lo hizo trastabillar, pero ya el instinto lo había preparado. Giró sobre su propio eje y lanzó un recto con la mano derecha, veloz, seguro. Sintió quebrarse el tabique de su oponente callejero y vio cómo la sangre le teñía el bigote y le corría alrededor de la boca. Subió la guardia y esperó la respuesta del contendor o de cualquiera de la caterva que lo rodeaba, el que se animara primero y entre más pronto, mejor, pensó.

Aprovechó los segundos de duda de los rivales para quitarse el saco. Tenía la mirada seria, brillante, y el cuerpo tenso previendo posibles ataques. Se sintió libre para mover el tronco y los brazos. Con el rabillo del ojo vio venir el golpe torpe, pero rápido. Lo paró con la izquierda y cambió de perfil para tenerlo de frente. Calculó que podía pesar alrededor de 73 kilos, trece más que él, y que era un poco más alto. Para como estaban las cosas, le pareció un buen contendor.

Tenía claro que esta no era una pelea que se ganaba por puntos y decidió no ahorrar en golpes. Lo midió con un jab que el contrincante esquivó echando el cuerpo hacia atrás. Le buscó el riñón con un gancho bajo, certero, pero olvidó mantener la izquierda en guardia y le dio tiempo al gañán para que le asestara un puñetazo en el pómulo y otro más en la boca del estómago que resistió con la entereza que aprendió en los cuadriláteros. Detuvo un tercer golpe que lo obligó a dar un paso atrás. El púgil callejero se le vino encima, fiero pero sin guardia, y Gutiérrez aprovechó para lanzar otro directo que devolvió a su rival casi un metro, sin llegar a tumbarlo.

Le tocó su turno de atacar. Oyó gritos a su espalda y le pareció reconocer en ellos el aliento del público. Golpeó las costillas del tipo como si fueran un saco de arena y repitió el golpe en el riñón. Vio cómo se doblaba el cuerpo de su adversario, cómo su mentón se le presentaba claro e indefenso. Se inclinó un poco a la derecha, flexionó las rodillas apenas lo justo, preparó el uppercut que tenía reservado para el tal Jack London, se sintió lleno de fuerza, valiente, ganador.

El golpe en la nuca le causó más sorpresa que dolor. Dejó de oír los gritos y entendió, al ver la inclinación del edificio Olano, que estaba cayendo. Sí había público, pero comprendió tarde que no era a él a quien alentaban. Quiso, pero no pudo levantarse. El tercer puntapié le reventó la boca. Tenía la mejilla derecha contra el piso, cortada por los vidrios, los ojos abiertos, fijos en el otro lado de la calle, donde vio a Laura dar vuelta y correr, alejándose del fuego, de los disparos que empezaban a escucharse, del tropel. UC

Pudo ser así

Pudo ser así
Mario Duque
Frailejón Editores
2017

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