Escribo más en la calle
que
en mi cuaderno.
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Comparendo pedagógico
Santiago Rodas. Ilustración: Titania Mejía
Hago la última firma con los restos del tarro de aerosol. Mis amigos van adelante, hablan entre ellos. Nos queda un poco de pintura para gastar en las cuadras siguientes. Caminamos por la avenida Oriental, cerca de San Diego; venimos de pintar por el Centro, sin mayores contratiempos. Son las tres de la mañana.
Alguien en una moto se acerca, desacelera. Grafitero, dice, malparido grafitero, ¿por qué daña las rejas? Mientras vocifera, medio alterado, medio calmado, se mete la mano entre el pantalón y la camiseta. Asumo que va a sacar un arma, pero mantiene la mano cubierta. Luego ve a mis amigos y se les acerca ¡Malparidos, perros!, les grita. Una moto de la policía da la curva más adelante y sigue su rumbo. El hombre que nos grita acelera y alcanza a los policías, les explica algo con las manos. Ambas motos regresan en contravía. Yo aprovecho para dejar mi morral con los aerosoles en una caneca de la basura.
A ver, muestren las manos, dice uno de los policías. Les enseñamos las manos pintadas. El hombre de la moto, al no ver ninguna lata de aerosol, se baja y busca en los alrededores, ilumina la calle con la linterna del celular hasta que encuentra en la basura el morral con las latas de aerosol y lo arroja a los pies de uno de los policías. Vienen pintando todas estas rejas, dice. Él tiene un arma, les comento a los policías. El hombre se desentiende del asunto, nos estampa algunos insultos más, prende la moto y se larga.
Nos piden la cédula. Ustedes vienen pintando desde El Poblado, habla uno de los agentes, quedaron registrados en las cámaras. Dos motos más de la policía llegan al lugar. Las luces azules y rojas rebotan contra las rejas, la calle, los pocos carros que pasan a esa hora. Ahora son seis los policías, igual que nosotros.
Ustedes pintaron estas rejas, no nos digamos mentiras, dice uno de los policías. En su boca le alcanzo a ver unos brackets con cauchos azules, es el único que conversa con nosotros. Otro se va con las cédulas y empieza a reportar nuestros nombres. Seamos sinceros, comenta otro: ustedes quedaron en las cámaras. La primera en hablar es Ambs, así firma, la única mujer del grupo: mire déjenos ir tranquilos, que ese man nos mostró un arma, señor agente. Habla con un tono bogotano, inconfundible. Ni siquiera pintamos estas rejas, sigue, nos gusta pintar los puentes y esas cosas; vea que trabajamos con la alcaldía, si quiere le podemos mostrar unas fotos. ¿No les alcanza Bogotá?, ¿o qué?, ¿Se tenían que venir a dañar las cosas también por aquí?, dice otro policía. Suena un radioteléfono con una voz que dice que hay un atraco en el Centro seguido de un código y un número. Uno me pregunta:
¿Usted de dónde es? De acá, le digo. No parece, contesta con desconfianza.
¿Ustedes por qué hacen esto si saben que es ilegal? Pregunta el primer policía, el de brackets. Me acerco e intento darle algunas explicaciones que han servido antes. Pero se muestra renuente. Ya avisaron en la estación que han sido detenidos los seis, dice. Nos va tocar hacerles el comparendo a todos.
Mis amigos intentan algunas salidas de emergencia, piden caridad, entendimiento. Nosotros solo estamos pintando, es pintura, nada más, explica Skore, otro de nuestro grupo. Hay muchas cosas peores. Esto es cultura. Insistimos, como última medida, en el tipo del arma. Nos asustamos, afirma Ambs. Yo advierto que me sentí violado. Uno de los policías hace un chiste, tiene acento costeño, me señala y dice: Este se sintió violado, ¿está bien? Los demás policías se ríen. El ambiente se despeja y las dos últimas motos de policía se van.
Hablo con el de los brackets. Le digo que me ponga el comparendo a mí que estoy limpio y todavía no acumulo infracciones. Uno de nuestro grupo suma tres comparendos. El policía, en un principio se muestra negativo. Es que todos cometieron el delito, arguye otro.
La multa consiste en ir a un curso pedagógico en el que explican el nuevo código de policía y estoy dispuesto a ser el mártir esta noche, pues no tengo que pagar nada por la multa.
Al oficial le parece buena la idea. Para que no tengamos que hacer los otros cinco, le dice al otro. Me alejo con él hasta un paradero de buses y lo veo sacar los formatos impresos. Llena unos espacios, habla por el radioteléfono para preguntar unos números, corrige, vuelve a llamar a la estación. Se ve torpe e incómodo. Es que esto es nuevo, se excusa cuando me quedo viendo el formato en sus manos. Si no lo hubieran reportado en la estación los dejábamos ir. Luego sigue con el formato.
Aquí vamos a poner que los grafiteros tiran la pintura a un techo y es imposible para los agentes ir por ella. Firmo cuatro veces el formato y pongo mi huella digital. Me devuelven el morral con la pintura.
Ojalá no los volvamos a coger, advierte el de los brackets. Tengo cinco días hábiles para resolver la situación. Caminamos una cuadra más con mis amigos para agarrar un taxi y vemos a los cuatro policías de hace un momento, el de acento costeño conversa con una chica de minifalda. Los alumbra una luz tenue en el fondo donde se lee con una letra dibujada en un tubo de neón: Fase 2.
***
Le entrego a un funcionario la fotocopia de mi cédula ampliada al 150 por cierto y el comparendo. En el pasillo hay otras tres personas, todos con los comparendos en las manos. Uno habla por celular, dice que le va a tocar pagar dos millones, no especifica por qué.
Una mujer brama mi nombre y mi apellido. Me siento en su escritorio que consiste en una mesa de madera con un computador viejo en la mitad y varios montículos de papel, revisa mis documentos. Su multa es una tipo dos: puede pagar 208 mil pesos o puede hacer el curso pedagógico, dice. Si lo vuelven a coger por este mismo tipo de multa debe pagar el 150 por ciento del valor y hacer el curso. Elijo el curso y firmo dos veces más otros papeles. En el proceso hace chistes íntimos con sus compañeros de otros cubículos. La cita la tiene para el martes, después del festivo, explica y grita otro nombre con su apellido.
***
Voy a la sede de Prado del ITM. Es la una de la tarde. Mientras espero a que abran un salón leo un rato. Cada tanto llega alguien, se sienta en la jardinera y se pone a mirar el celular. El zumbido del noticiero se escucha entre los corredores.
La mujer enciende el videobeam, aparece en la presentación su nombre y debajo la palabra Abogada. Es alta y gruesa, bastante maquillada. Dice que nos va a explicar los elementos más relevantes del código. En el salón cuento veinte hombres y cinco mujeres. La abogada toma café en un vasito de plástico, sorbe y muerde los bordes. Enfatiza en que el curso tiene una duración de dos horas: pero nos podemos ir antes si ustedes colaboran. Imagino, por un momento, su día a día. Su cansancio al explicar una y otra vez el Código Nacional de Policía; una especie de Sísifo burocrático, a gente que no quiere escuchar nada acerca de multas y comparendos.
En la presentación expone las infracciones y las multas más comunes, explica el sentido del código. Alguien levanta la mano. Profe, dice. ¿Entonces uno no puede hacer un sancocho en el barrio?, pregunta. La abogada intenta una justificación y al final se decide por el no. No se puede porque es peligroso, imagínese que un borracho quiera probar si la papa ya está blandita y se vaya de cabezas. Algunos sueltan una risita. Profe, ¿entonces le toca a uno hacer el sancocho en la pieza? Las risas se vuelven carcajadas. El ambiente se carga de una repentina alegría. La risa les produce a los desconocidos una especie de complicidad. Profe, pregunta otro: ¿Es que usted no ha hecho sancocho nunca en su vida?, siguen las risas. No va a decir que usted, profe, un 24 con la familia, que tin, y el sancocho en la cuadra. Eso es cultura, apunta otro. La abogada intenta poner orden, dice que el sancocho no es cultura y continúa con la presentación, pero en cada uno de los puntos que explica encuentra réplicas. Vea que a mí me tomaron una foto para un registro: de espalda, de lado y de frente. ¿Eso se puede?, pregunta uno. Otro le responde: Es que se enamoraron de usted. Usted tiene que llegar y parársele al tombo: yo soy un hombre, no voy con esas cosas de maricas. Las risas inundan el salón y la abogada se deja llevar. Otro explica que está aquí porque lo agarraron consumiendo. ¿Y la dosis mínima qué? Una de las mujeres describe cómo los policías la agredieron con su hijo en brazos. La abogada dice que los policías necesitan educación, incluso, agrega, ellos mismos han visto la necesidad. Otro comenta que lo agarraron tomándose una cerveza y por eso está acá. Sabiendo que hay gente atracando, pegándole a la mujer y a esos sí no les pasa nada, remata. La abogada pide silencio. Ya vamos a terminar, dice cansada. Profe, ¿entonces?, expresa el más hablador cuando la abogada termina la sesión. Toca hacer el sancocho en la pieza, escuchando música con los audífonos, tomando Ponymalta y tirando los globos también adentro de la pieza. Imagínese eso. Todos nos reímos.
La abogada llama a cada uno con nombre y apellidos, nos entrega un papelito de constancia del curso. Salgo a la calle, cuento la plata que tengo en el bolsillo y aprovecho que estoy en el Centro para ir a la Cabalgata a comprarme unos cuantos aerosoles.